Unas hermanas que migraron con incertidumbre, pero con la mirada puesta en un futuro auspicioso. Esas hermanas que, en el camino, descubren que en Buenos Aires, a donde llegaron, había compatriotas deseosos de encontrarse con sus sabores. Una panadería en la que venden cientos de cachitos al día. Esta es la historia de unos venezolanos, como millones alrededor del mundo, ganándose el pan lejos de su país.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
—Si te vas a ir, te vas; si no, te quedas. Porque si dejas cosas aquí no vas a ver hacia el futuro…
Era 2017. A Lizabeth la habían secuestrado dos veces en Venezuela y la habían robado. Tenía planes de migrar, y estaba vendiendo sus bienes, pero dudaba. La duda estaba condimentada por la incertidumbre del porvenir para ella y sus hijas. A pesar de ello, agradeció el consejo de su amigo y continuó con la idea de irse: vendió su apartamento, su carro, sus muebles. Todo. Quedó sin nada en Venezuela y se vino a vivir a Buenos Aires con sus dos hijas y seis maletas. Argentina era el mejor destino, porque aquí contaba con amigos dispuestos a recibirlas y a apoyarlas.
Del otro lado de la incertidumbre estaban las ganas y la intención de montar un café en Buenos Aires. En ese proyecto también estaba embarcada su hermana mayor, Jenny, quien seis meses después siguió sus pasos y también se mudó a Argentina. Pero entonces no se imaginaba todo lo que tendría que hacer para lograr que sus proyectos se hicieran realidad, hasta dar con el modo en que sus incertidumbres y dudas se convirtieran en certezas.
Han transcurrido cuatro años de aquella decisión, y las cosas parecen que han ocurrido muy rápido. La historia de cómo las hermanas caraqueñas Lizabeth y Jenny Rangel —de 51 y 56 años— llegaron a ser dueñas y socias de la Panadería Donna, ubicada en el barrio de Recoleta, en Buenos Aires, la cuenta Lizabeth. Lo hace sentada en una de las cinco mesas que tiene afuera de su local. El negocio funciona en una esquina, y no deja de tener en las afueras una cola de clientes que quieren comprar: cachitos, pan de guayaba, pastel de manzana, mini pan de jamón, pan de queso, mini lunch, panes hojaldrados de ricota con espinaca, pollo, jamón y queso, jamón de pavo y queso crema, tequeñones; bombas, quesadilla, pan de leche, pan andino, golfeado; empanadas de carne, pabellón, dominó, queso, queso y tajada y pollo.
Es un día soleado, no tan frío para ser otoño. Adentro, la barra está llena de gente y, detrás, el personal que atiende no deja de moverse. Son cinco chicas. Una se encarga solo de atender los deliveries. Otra factura los pedidos en caja. Con destreza, otras tres en el medio sirven y envuelven los pedidos. Detrás de las cinco chicas hay dos puertas corredizas. Cada tanto se abren y salen los panaderos con bandejas con panes recién horneados, o se asoma alguno para ver cómo van las ventas. De allí ha salido Lizabeth antes de sentarse en las mesas de afuera con un café en las manos.
Lo que más venden son cachitos: unos 600 al día. Pero no es solo el usual pan relleno de jamón, la intención es ofrecer ingredientes de primera calidad y un toque distinto. Fue una idea que Lizabeth y Jenny tuvieron cuando comenzaron con este negocio. Lo que distingue a estos cachitos es que, además de jamón, están rellenos de tocineta y queso venezolano.
Cuando Lizabeth llegó a Buenos Aires empezó a trabajar en una empresa de administración. De esa experiencia tomó el aprendizaje para conocer de la cultura argentina, afinar el oído para entender las palabras, el ritmo, la tonada nueva, las costumbres.
Y por más que su idea siempre fue administrar un café, lo que consiguieron fue la oportunidad de administrar una panadería argentina.
Ocurrió cuando Lizabeth vio que vendían el fondo de comercio de un local en Paraguay 2600, en Recoleta, y las hermanas decidieron comprarlo. Era abril de 2018. Comprar un fondo de comercio significa que se adquiere el derecho sobre un local, por medio de un contrato. Puede transferirse la instalación, muebles, útiles, maquinarias, el nombre del comercio, el prestigio y la clientela del negocio. El dueño panadero les enseñó lo que debían saber. En ese local siguieron vendiendo los productos argentinos que ya tenían establecido: medialunas, chipá (pan de yuca y queso), tortas, budines, galletas, facturas (piezas de masas, algunas fritas, otras barnizadas en almíbar, rellenas de crema pastelera, membrillo o batata). Aprendieron de proveedores, a lidiar con el andamiaje que sostiene las ventas.
En el proceso, se dieron cuenta de una demanda que no estaban atendiendo. Lizabeth le dio espacio a los pedidos de algunos clientes venezolanos que entraban a la panadería y preguntaban si vendían cachitos, arepas, pan de queso. Así que luego de meterse en internet y explorar dónde había una panadería venezolana en Argentina, se dio cuenta de que no la había. Había muchos locales que vendían hamburguesas, pepitos, perros calientes, arepas, tequeños, pero la panadería no estaba tan explorada entonces. Y así empezó la transición.
Consiguieron un panadero venezolano, de Mérida, y comenzaron a hacer un cachito al que le pusieron jamón, tocineta y queso venezolano. Después, Lizabeth compró concentrado de guayaba para preparar jugo. En medio del mar de harinas convertidas en productos argentinos, se coleaba un combo imbatible: el cachito con jugo de guayaba. Y pronto aquel debut se convirtió en un éxito entre los clientes venezolanos.
Algunos incluso pedían su cachito y su jugo y se sentaban en una esquina y se ponían a llorar, como si esos sabores removiesen sentimientos y recuerdos aletargados. A veces, se acercaban, conversaban con los empleados y se iban agradecidos.
La conexión entre la gastronomía y la emoción empezó a darse espontáneamente. Comenzó a rodar de boca en boca que había una panadería que vendía cachitos venezolanos. Lizabeth notó que llegaban nuevos clientes. Por eso le dijo a su hermana que debían enfocarse en eso. Y poco a poco empezaron a sustituir los productos argentinos por otros venezolanos: las arepas, las empanadas, el mini pan de jamón, el pan de queso…
Frente al local comenzaron a hacerse las colas. El personal era un amigo, el panadero y las hermanas Rangel. Trabajaban duro: desde las 4:00 de la mañana hasta las 8:00 o 9:00 de la noche. Lo hacían así porque querían establecer un ritmo, “hacer el punto”, aunque para ello tuviesen que enfrentar jornadas extensas y demoledoras.
Con la llegada del confinamiento por la pandemia de covid-19, en 2020 el negocio no decayó, sino que más bien logró mantener su producción. Lizabeth y su hermana afinaron la estrategia para las ventas: las circunstancias les exigían adaptarse. Empezaron a tener su propio delivery, abrieron una cuenta en Instagram y activaron el WhatsApp Empresarial. Los primeros 15 días las ventas fueron lentas, pero después los pedidos no paraban de llegar, al punto de que no se daban abasto para atenderlos todos.
Todavía funcionaban en el local de Paraguay 2600. Pero cuando la ciudad comenzó a recobrar su vida habitual en 2021, porque las medidas del confinamiento ya no eran tan estrictas, el lugar empezó a quedarse pequeño y buscaron hasta encontrar otro, casualmente a una cuadra de donde estaban: en Paraguay 2699, donde se encuentran actualmente.
En agosto de 2021 se mudaron a este nuevo local. En la transición, el panadero decidió irse. A Lizabeth, que no le gustaba cocinar y que solo sabía preparar platos sencillos, le tocó aprender panadería. Hasta ese momento solo manejaba los asuntos administrativos, pero no podía permitir que todo lo que habían logrado se viniese abajo. Se puso en el trabajo de contratar a otros panaderos, pero cada uno quería aplicar las recetas que dominaba, ir por su lado. Cada uno producía un pan diferente. Ella sabía que las preparaciones que ofrecían en la panadería debían conservar una identidad: todos los panes deberían verse iguales, sin importar qué panadero los hiciera. Todos los productos tenían que estar estandarizados tanto en imagen como en sabor, sin importar quién estuviera al mando. Así Lizabeth decidió que debía intervenir para unificar las recetas y los procedimientos.
Los tres meses siguientes fueron arduos. Lizabeth fue aprendiendo codo a codo con su equipo de panaderos. A ella le costaba, porque para trabajar en panadería hay que poner el cuerpo: implica estar de pie durante horas, hacer fuerza por mucho tiempo, mover los brazos, no descansar, esperar, estar pendiente. Se convirtió en una empleada más. Asumir el trabajo de esa manera hizo que se ganara la confianza y el respeto del equipo de empleados. Ellos comenzaron a verla de un modo diferente, porque no era el tipo de gerente que se limitaba solo a dar órdenes.
Después de esos meses, el resultado es la uniformidad. Todos siguen el formulario, es decir, la receta es la misma esté quien esté a cargo. Los procesos están estandarizados, desde el guiso del relleno para las empanadas, lo esencial para la panadería, hasta el tiempo de horneado. Lo ideal es que los sabores y la calidad sean los mismos.
La venta de jugos también se convirtió en otro negocio, solo que ya no lo maneja Lizabeth. Como una licuadora no era suficiente, le pidió ayuda a su hija. Ella se encarga, junto a su pareja, de ofrecer jugos de guayaba, parchita y papelón.
La mudanza al nuevo local triplicó la demanda de productos. El sitio se les ha quedado pequeño. Han estado revisando los horarios del personal para que no se crucen los recambios de los turnos, porque se les hace difícil que estén demasiados al mismo tiempo. Es que el equipo aumentó, ahora son 19 personas sin contar a los empleados de recursos humanos, de limpieza, a la encargada, la administradora y las dueñas. Todos son venezolanos ganándose el pan: gente de Mérida, Táchira, Maracaibo, Caracas, Guayana y Barquisimeto reunidos allí, en torno a los sabores que, de algún modo, los regresan al lugar de donde salieron.
Un delicioso olor a pan horneado —el aroma de lo recién hecho— invade a la Panadería Donna y sus alrededores. En la cola que se forma afuera, la gente habla sobre cuál es la mejor opción para desayunar. Ansiosos, ansiando, piensan en su pedido.
Lizabeth está orgullosa al ver cuánto ha crecido ese proyecto por el que tenía tantas dudas. Ella y su hermana siguen trabajando juntas. Siempre tienen en mente involucrar al personal en lo que hacen y deciden, para que sepan lo que están logrando y estén a gusto trabajando con ellas. Quieren que sientan que son importantes.
Ese orgullo la invade también al ver que al mostrador acuden más argentinos. Ahora, cuando vienen y piden una empanada de dominó, ella no se lo puede creer.
En los planes de Lizabeth y Jenny está seguir expandiendo la panadería. Quieren abrir otro local. También desean unir lazos con la comunidad venezolana de emprendedores. Piensan armar un equipo de dominó o de béisbol entre los emprendimientos, porque hay muchos en la ciudad y no tienen nada que les permita encontrarse. Y el deporte podría ayudar.
Las hermanas Rangel también quieren ofrecer a sus clientes un espacio, un punto, un lugar, un rincón venezolano, y no solo sus productos. Quieren que quienes vayan a la panadería se sientan como en Venezuela. Por eso insisten a las vendedoras para que hablen con los clientes, que sean pacientes. Quieren que los compradores se sienten, que se coman las delicias que ellos preparan, tranquilos, en paz.
Como esa paz que siente Lizabeth cuando mira hacia el pasado el recorrido que la llevó hasta ahí. A veces, sale del negocio y va a la plaza que queda en frente; desde allí mira el local y piensa: “¡Cuántas cosas hemos logrado!”.