Pedro Ramos nació en Río Chico. Al terminar el bachillerato se fue a Caracas a estudiar. Una vez graduado de ingeniero metalúrgico, se fue al estado Bolívar, donde estuvo 14 años. Un día, atacado por la nostalgia, decidió volver a su pueblo natal para invertir en un negocio propio. Luego de un estudio de mercado descubrió que hacía falta un centro médico, y fundó uno que hoy atiende a las 37 mil personas que viven en el municipio Páez del estado Miranda.
Fotografías: Martha Viaña
Pedro Ramos está ocupado. Hay que esperar para conversar con él. “Unos minutos, por favor, ya te atiendo –dice desde la recepción del Centro Diagnóstico Río Chico, el dispensario médico que fundó hace cuatro años–. Es que aquí a uno le toca hacer de todo”. Suena el teléfono y lo contesta: “Buenos días, ¿en qué le puedo ayudar? Y también recibe a los pacientes que se acercan a preguntar por los precios o por la disponibilidad de exámenes. Quien tenga tienda que la atienda, reza el refrán.
—¿Están haciendo esto? —le pregunta una mulata fornida, agitando la orden médica que sostiene en la mano.
—Sí, claro.
Después llegan otras dos personas haciendo preguntas similares. La sala de espera está vacía y un carpintero aprovecha para remozar algunos asientos. Son las 9:00 de la mañana de un sábado. Días como este no suelen ser concurridos porque solo se ofrecen servicios de laboratorio, de ecografía y Rayos X. Pero de lunes a viernes, como hay especialistas atendiendo consultas –un fisioterapeuta, un terapeuta ocupacional, una internista, un pediatra, un nefrólogo, un odontólogo, un ginecólogo– el lugar vive abarrotado de gente.
El aire acondicionado aísla del sopor vaporoso de Río Chico. El sol que hierve en el asfalto, el calor seco que empegosta, la brisa débil y caliente. La gente mantiene la vieja costumbre de sentarse en sillas de plástico a las puertas de sus viviendas –techos de zinc o de tejas, paredes desconchadas, descoloridas– a tomar un poco de aire. Y a esperar que el tiempo pase. Porque aquí los minutos parecen transcurrir lento.
A dos horas y media de Caracas, enclavado en la costa del estado Miranda, Río Chico forma parte de Barlovento, zona que en la época de la colonia fue asentamiento de esclavos. Y aunque parezca un pueblo desangelado, tiene su encanto. El apacible silencio de sus calles maltrechas. Sus tierras fértiles de las que brota cacao de primera calidad. Su mar azul, de oleaje suave, que además es generoso. Los pescadores lanzan sus redes en la orilla y atrapan peces de varios kilos.
Por eso los fines de semana se llena de turistas, en trajes de baño, comprando empanadas –de chichipi, camarones, atún o cazón– en cada esquina, y aprovisionándose de lo necesario para disfrutar del sol y la arena.
—Es un rincón olvidado, perdido; donde la gente viene a perderse —dice Pedro, ya desocupado, sentado en la camilla de uno de los consultorios del Centro Diagnóstico—. Esto es un paraíso, pero hay mucha necesidad. La gente viene de paso y ni se imagina. No dejo de preguntarme cómo un destino turístico puede estar en este estado.
Expresa su inquietud con la certeza del que sabe lo que dice. Porque esa precariedad le estalló como una bomba, muy cerca. Fue en 2011. Su abuela, jugando con uno de los nietos, se cayó de la cama, lo cual le produjo una fractura en la cadera que la dejó inmovilizada durante seis meses.
—Aquí no había dónde hacerle exámenes de laboratorio, ni placas de Rayos X, ni nada. Está el hospital Ernesto Regener, donde hacen lo que pueden. Siempre tienen que trasladar a los pacientes a Guatire o a Caracas. Así tuvimos que hacer nosotros por nuestra cuenta con mi abuela: la llevamos a una clínica en la capital y allá la atendieron. Aquí era imposible. Nos dio mucha impotencia tener a un ser querido afectado y no poder hacer mucho. De la experiencia me quedó una espinita. Comencé a pensar en que aquí había que hacer algo.
Algo, en el cúmulo de pueblos y caseríos, distantes entre sí, que conforman el municipio Páez del estado Miranda. Son 37 mil 944 personas las que viven –de la pesca, de la agricultura, de atender a turistas– en esas comunidades rurales distribuidas en cinco parroquias. Paparo, Tacarigua de La Laguna, El Guapo, San Fernando del Guapo y –su capital– Río Chico.
En Río Chico nació Pedro hace 35 años. Creció –como todos allí– cerca del mar, escuchando resonar los tambores por las noches, correteando entre cacaotales. Y cuando terminó el liceo, se fue. Se mudó a Caracas buscando lo que allí no iba a alcanzar: convertirse en profesional. Allá se graduó de ingeniero metalúrgico y luego se mudó al estado Bolívar para trabajar en la industria siderúrgica. Tenía 14 años allá y no le iba mal: estaba en lo suyo, lo habían ascendido varias veces, ganaba bien.
Pero la rutina lo desinfla todo. Comenzó a incomodarse. Se fue dando cuenta de que era hora de cerrar ciclos, de aspirar a más que un sueldo y de construir algo propio. Así implicara salir de la llamada zona de confort.
Aunque estaba dispuesto, no se atrevía. Le daba largas. Dudaba. “¿Cómo saldrá todo? ¿Será lo correcto? Esto es dejar la estabilidad, no tener horarios, trabajar siempre”, pensaba. Era 2012. La abuela ya estaba recuperada del accidente, pero él continuaba recordando el episodio y se repetía: “Hay que hacer algo, hay que hacer algo”. Así que renunció a su empleo y se devolvió al pueblo.
Coincidió con que por aquellos días, los dueños de la única discoteca de la zona, tras un incidente que dejó varios muertos, bajaron la santamaría, la pusieron en venta a un precio accesible y el papá de Pedro la compró.
—Hijo, aquí está este local. ¿Qué vas a hacer con esto? —le preguntó.
—Bueno, papá… voy a trabajar —respondió.
El inmueble de dos plantas está ubicado en el Centro Comercial Ranieri, el único del sector. Cuando lo recibieron, tenía un tubo de pole dance en el centro, una barra, una zona de fumadores y muchas luces de neón. Pero Pedro tenía claro que no le iba a reabrir las puertas a la rumba.
No sabía, sin embargo, qué hacer; cómo aterrizar lo que tenía en mente. Por ello desarrolló un estudio de mercado que le dio luces: definitivamente era necesario un lugar al que la gente pudiera asistir y recibir atención médica primaria y primeros auxilios. Con ese propósito registró el Centro Diagnóstico Río Chico el 29 de junio de 2013.
Entonces era solo eso: un nombre, un concepto. Sin prisa, comenzó a trabajar para hacerlo tangible, real.
Invirtió sus ahorros en la remodelación del espacio. No eran suficientes, así que con el proyecto por escrito, visitó una y otra vez instituciones financieras solicitando créditos. A medida que recibía algunos, avanzaban las obras en el local.
La esposa de Pedro, Claudia Hernández, es arquitecta y se encargó del diseño. Eliminó el tubo de pole dance y la barra, modificó la escalera que conduce al segundo piso, corrigió la iluminación, diseñó la sala de espera, la recepción, los consultorios. Las paredes fueron pintadas de blanco con decorados en verde.
Y finalmente cuando, dos años después, estuvo listo, abrió las puertas al público en octubre de 2015, con un único consultorio en el que atendía un médico internista. La meta a mediano plazo era ampliar los servicios.
Al ver el nuevo centro médico, la gente del pueblo se asomaba preguntado: “¿Aquí no hay pediatras? ¿Odontólogos? ¿Fisioterapeutas? ¿Hacen exámenes de sangre? ¿Realizan Perfil 20? ¿Placas de Rayos X?». Pero nada estaba en la oferta. Para Pedro eran señales de que había que avanzar. Y pronto.
Como no tenía los recursos, continuó pidiendo créditos en la banca privada. Banesco, por ejemplo, le aprobó unos que le permitieron comprar equipos de laboratorio de ecografía, una silla odontológica. Y amplió los servicios y habilitó más consultorios.
Han pasado dos años y ha continuado creciendo. Ahora incluso realizan algunas cirugías menores. El dispensario cuenta con siete especialistas que se alternan de lunes a viernes para atender consultas. Han sido, estima Pedro, cerca de 8 mil desde que el centro abrió sus puertas. No es poca cosa considerando que apenas uno de los médicos vive en la zona: el resto se traslada desde Caracas o Guatire.
—Algunos especialistas se han ido del país. Y es difícil convencer a muchos de que se vengan de Caracas hasta aquí, para ganar menos. Las consultas no pueden costar lo que valen allá. Es una zona pobre y la gente no lo puede pagar. El precio ahorita son 15 mil bolívares por consulta y hay quienes consideran que es mucho todavía. Eso sí, nosotros tenemos un valor agregado: trabajamos de lunes a sábado hasta las 5 de la tarde. Quizá parezca normal, pero aquí a esa hora todo está muerto.
A Pedro se le escucha calmado. Pero a veces la preocupación le quita el sueño. Se queda toda la noche pensando en la inflación, en la nómina, en los costos, en el abastecimiento. En el país.
—A veces no duermo sacando cuentas. Esto es un negocio y vivimos de lo que pagan los pacientes, y si no hay dinero, cerramos. Es la parte fea de esta historia. No estamos de espaldas a la población. De vez en cuando, hacemos jornadas gratuitas: vamos con los médicos a las zonas lejanas, les tomamos muestras que luego procesamos en el laboratorio. Es un pequeño aporte.
Pedro ha aprendido a lidiar con la enrevesada jerga médica; pero él es, sobre todo, ingeniero; y no puede dejar de pensar en números, procesos, indicadores. Si algo se sale de lo rentable, entonces lo descarta. Por eso hay algunos exámenes que ya no se ofrecen: no ha podido comprar algunos reactivos, porque están escasos o porque los costos son elevados.
Pero no ha logrado evitar que los números estén en rojo. En 2016 los aumentos salariales que decretó el gobierno nacional dejaron al Centro Diagnóstico en un “cierre técnico”. No había fondos para pagar la nómina, para pagar las cuotas de los créditos. Para resolver, hubo que aumentar, una vez más, los precios de los servicios, y se vio obligado a despedir a una asistente de enfermería y a una administrativa.
Y hay otros baches en el camino. Que en Río Chico se vaya tanto la luz, casi todos los días, por ejemplo. Porque los equipos médicos comienzan a fallar, se dañan. Y las reparaciones son costosas.
—Estos son tiempos muy difíciles.
Pedro esboza una sonrisa que se convierte en un suspiro largo. Hace silencio. Vuelve a sonreír. Vuelve a suspirar.
—Ha sido lindo, claro; uno quiere expresar todo lo positivo, pero hay obstáculos, muchos. El que va a emprender tiene que saber lo que le espera, porque si es débil, abandona rápido. El emprendedor en la Venezuela de hoy tiene que ser creativo. Porque planificas algo, se te cae, y tienes que darle la vuelta. Todavía me pregunto a diario si estoy en el camino correcto.
—¿Y qué se responde?
—A mí me mantiene la esperanza. Nunca hemos querido quedarnos estancados, más bien sigo pidiendo créditos para crecer más. Sé que todo está acompañado de factores externos, lo económico, el país. Pero si los podemos controlar, vamos a seguir.
Y piensa que si una familia tuviese una emergencia como la que tuvieron ellos con su abuela, le hace feliz saber que dispondrán de un sitio en Rio Chico dónde poder atenderla. Ya eso vale todo el esfuerzo.
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