Gracias a ellas el viaje sería lento pero seguro

Texto:
Jordan Flores
Ilustraciones:
Walther Sorg

Cosme Tovar no nació ni creció en Wakajara de Manamo, pero llegó a esa comunidad warao para ser maestro de la escuela y ahí se quedó. En ese rincón, al borde de uno de los caños de Delta Amacuro, se convirtió en un líder. Comenzó a llevar un censo y se empeñó en que 100 niños y jóvenes sin cédula de identidad lograran tener ese documento.

El paisaje del río marcaba el camino en los ojos de Cosme Tovar. La embarcación avanzaba por el caño Manamo, uno de los afluentes del estado Delta Amacuro, y la principal vía de comunicación de muchos pueblos fluviales con Tucupita, la capital. Demoraría más de tres días, desde la comunidad indígena warao de Wakajara de Manamo, en el noroeste del estado.

Ya estaba acostumbrado al recorrido. Como líder de su comunidad, constantemente viaja a Tucupita a conversar con las autoridades locales o colaborar con las organizaciones sin fines de lucro que hacen trabajo de campo allí. A veces, aprovecha para vender piezas de artesanía que hacen su esposa y otras mujeres del pueblo. Cuando hay gasolina, puede permitirse ir en un bote a motor, pero cuando no, debe ir en curiara. Cosme es el nexo que conecta a su pueblo con un mundo que los desconoce.

Aquel día, cuando llegó, recibió un taller formativo que dictaban miembros de la asociación civil Sinergia, provenientes de Caracas. Era finales de febrero de 2024. Allí le hablaron del Acuerdo de Escazú; le contaron que servía para garantizar el acceso a la información ambiental y democratizar la toma de decisiones sobre la preservación de sus ecosistemas, pero que Venezuela no lo había suscrito.

Aprendió que ese acuerdo buscaba proteger a comunidades indígenas como la suya. Cuando terminó el curso, dos días después, emprendió la vuelta a casa. Se fue pensando en algo que le llamó la atención: mientras más información hubiese sobre su gente y sus condiciones de vida, más herramientas tendrían los defensores de derechos humanos y organismos multilaterales para ayudarlos. Eso Cosme lo entendía muy bien, pues era justo lo que había estado haciendo durante casi una década en su comunidad.

Él era el encargado de realizar el censo anual de habitantes y recopilar la información que las organizaciones luego usaban para elaborar sus informes sobre la región. Pero más que un asunto estadístico, para Cosme esa labor tenía un propósito mucho más importante, acaso sagrado: llevar ese registro era el punto de partida para que ayudaran a su gente.

Cosme llegó a Wakajara de Manamo en 2016. Nació y creció al otro lado del río, aguas abajo, en la comunidad warao de Santo Domingo de Wakajarita, que pertenece al municipio Libertador del estado Monagas, aunque para su pueblo era parte de la misma tierra.

No se sentía atraído por ninguna profesión en particular, sino más bien por la idea de trabajar en aquello en lo que pudiera ser útil para los demás. Siempre le gustó aprender y enseñar, por lo que, en aquel entonces, con 25 años de edad, aceptó trabajar como maestro de una escuela de Wakajara de Manamo.

Así fue como conoció a Bárbara Lárez, gerente de proyectos socioambientales de la Fundación Tierra Viva. Desde 1998, esa organización gestiona proyectos de desarrollo sustentable en el Delta del Orinoco. Cada vez que iban a hacer trabajo humanitario, Cosme fue entablando una estrecha relación con sus voluntarios.

Al ser uno de los cuatro docentes de la aldea, además de ganar experiencia comunicándose con los criollos, Cosme asumió la vocería de la comunidad ante el gobierno municipal y estadal, y el compromiso de velar por sus necesidades. Se propuso sacar a Wakajara de Manamo de la pobreza extrema en la que se encontraba.

Los primeros días fueron difíciles. Las necesidades eran muchas. En la escuela en la que trabajaba no había pupitres ni sillas. En el ambulatorio no había enfermeras ni contaban con los insumos más básicos. La planta eléctrica estaba dañada. Muchos no tenían cómo producir y pasaban hambre.

Otro problema que le preocupó fue que, ante la falta de un Registro Civil cercano, muchos niños no tenían partida de nacimiento. Algunos que sí tenían y, eran mayores de 9 años, no se habían sacado todavía la cédula de identidad. Llegó a conocer a varios que, incluso superando los 18 años, no tenían ese documento esencial para estudiar o trabajar.

Registró alrededor de 100 jóvenes en esa situación.

Junto a los otros maestros de la comunidad, idearon un plan para llevarlos a Tucupita, donde estaba la oficina regional del Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (Saime). Como no había gasolina, salieron remando sus curiaras. Iban en grupos de entre 10 y 20 personas, aunque la larga travesía era lo menos complicado del viaje.

El verdadero reto era superar la barrera burocrática: al llegar, les exigieron requisitos como una carta sellada por el consejo comunal. Sin ese recaudo, les dijeron los funcionarios, no iban a atenderlos. Les tocó devolverse al pueblo y esperar hasta obtenerlo, pero una vez conseguido el sello, pudieron continuar con el procedimiento.

Poco a poco, de viaje en viaje, los docentes lograron cedular a los 100 waraos que habían anotado en su plan. Sin embargo, en marzo de 2023 el Saime implementó un nuevo sistema de cedulación. Ahora debía solicitarse en su página una cita para hacer el trámite, lo que resultaba imposible en aquel lugar sin acceso a Internet y con señal telefónica limitada.

Pronto, la cantidad de niños indocumentados en el pueblo volvió a crecer.

Cosme sabía que no podía contar con el gobierno. Una vez llegaron al sector varias personas repartiendo propaganda de los candidatos para las elecciones regionales y municipales de 2021. Hicieron todo tipo de promesas y se ofrecieron a repartir bolsas de comida para los niños, pues a duras penas se alimentaban con arepas de ocumo. Después de que se realizaron los comicios y sus funcionarios resultaron reelectos, no los volvieron a ver.

Allí comprendió que si quería buscar apoyo para su causa debía acudir a sus aliados de siempre: las organizaciones humanitarias.

Como líder de la comunidad, uno de los compromisos de Cosme era realizar un censo anual de sus habitantes. Cubría la falta de Registros Civiles llevando él mismo la cuenta de los nacimientos y decesos que luego entregaba a las autoridades. Pero esa misma información también le servía a fundaciones como Tierra Viva, Sinergia o Venezuela sin Límites, que tenían años trabajando en Wakajara. Cada cifra era valiosa: eran vidas. Niños, adultos, mujeres embarazadas, personas de la tercera edad. Esa data les permitía diseñar proyectos acordes a la realidad.

Cuando las organizaciones requerían algún censo, Cosme convocaba a toda la comunidad a una reunión para discutirlo. Luego, armaba las listas con los datos de las familias presentes. En ocasiones tenía que visitar casas en zonas de difícil acceso, pero lo hacía con diligencia. Para él, era un deber que se tenía que cumplir.

En 2022, Tierra Viva inició el proyecto “Agua, salud y medios de vida para las comunidades warao”, junto a las Naciones Unidas. A través del Fondo Humanitario de Venezuela, atendieron a 16 comunidades indígenas del Delta del Orinoco, en donde se entregaron pastillas potabilizadoras, bolsas de comida y kits de herramientas para la pesca y la agricultura. Aquella tierra se había vuelto difícil de cultivar después de que la construcción de un dique en 1966 provocara la salinización de las aguas del río, pero diferentes especialistas les dieron talleres de capacitación sobre cómo trabajarla adecuadamente.

Gran parte de todo ese trabajo fue posible gracias a los censos que Cosme y otros líderes indígenas hicieron en sus comunidades para calcular la cantidad exacta de ayudas a entregar y sus necesidades particulares.

Un grupo de médicos visitó la comunidad poco después de que Cosme regresara del taller que impartió Sinergia en Tucupita en febrero de 2024. Mientras los niños recibían sus vacunas a las afueras de la escuela y las embarazadas sus controles prenatales, él pensó en todo lo que aún faltaba por hacer. Desde recuperar definitivamente la planta eléctrica hasta proyectos de vivienda cruzaron por su mente. Sin embargo, sabía también que a pesar de que quedaba mucho por remar, mientras pudiera contar con el apoyo de las fundaciones y organizaciones internacionales, el viaje sería lento pero seguro.

En ese momento pensó algo: Venezuela quizás no había firmado el Acuerdo de Escazú, pero de algún modo la gente de Wakajara de Manamo sí lo había hecho. Porque sus censos, más que números, eran el testimonio de un pueblo que se negaba a desaparecer.

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