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Saciando el hambre y la sed a través de otros

Génesis Carrero Soto | 22 ago 2019 |
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Henry dedica buena parte de su tiempo a ayudar a sus vecinos en Caucagüita, la parroquia del municipio Sucre del estado Miranda en la que vive, y a mantener allí un comedor donde se alimentan diariamente unos 57 niños. Lo hace como una forma de distraer sus pensamientos de una sombra que se cierne sobre su propia vida.

Fotografías: Álbum personal

En los 42 barrios que componen el empinado cerro que es Caucagüita —una de las tres parroquias que integran el municipio Sucre del estado Miranda, en el este de Caracas—, Henry Vivas tiene buena fama. Muchos lo conocen como quien ayuda a los demás genuinamente, sin intereses de por medio. Allí no hay quien no le deba un favor.

En la comunidad nadie olvida aquel día, hace poco más de ocho años, cuando él logró que los miembros de las bandas lideradas por “Gamelote” y por “Pilito” —dos grupos delictivos a quienes se atribuía la mayoría de los secuestros y robos registrados durante 2010 en toda Caracas— llegaran en fila hasta La Embajada, el sector en el que vive Henry, para depositar sus pistolas y granadas en una zanja y enfrentarse en la cancha con un balón como único armamento.

—Venía del hospital. Me sentía muy mal, pero se presentó esa oportunidad y había que echar para adelante —recuerda Henry—. Los chamos eran malos, muy malos, pero tenían cara de actores de cine y cuando se metieron en esa cancha jugaron como niños toda la noche. Corrían de aquí para allá, se quitaban las camisas y apostaban las berettas, los fal. La gente del barrio subió a ver el juego porque decían que mientras yo estuviera ahí, no harían nada. Por eso no me iba, aunque me sentía cansado.

En Caucagüita, el sol es tan brillante que parece que si subes un poco más vas a lograr tocarlo con tus propias manos. Hace calor. Siempre hace un calor pegostoso que parece arreciar cuando se remontan sus pendientes empinadas. O las escaleras de sus edificios oscuros y descoloridos. Es lo que hace Henry en este momento: es un día de principios de junio de 2019 y, acompañado de médicos, enfermeros, periodistas y camarógrafos —que han venido para documentar su labor como una buena noticia que se debe divulgar— sube los ocho pisos de uno de los bloques de Las Guacamayas. Van a la casa de Rosa, una mujer joven a la que una bala perdida dejó invalida y desde entonces está presa en su apartamento. Ella tiene una silla de ruedas gracias a que Henry la ayudó a gestionarla. Y después se dirigen a donde la señora María, quien padece úlceras en las piernas y sigue tomando su tratamiento para la hipertensión porque Henry se lo lleva todos los meses.

Aproximadamente cada 10 minutos Henry se detiene para preguntar si alguien tiene sed. En un momento se devuelve hacia una casa y regresa con una jarra llena de agua con hielo. Reparte. Pero —aunque él también está sediento— no se permite tomar. Ni siquiera un poco. Nada.

Una periodista le pregunta cómo la gente del barrio le agradece el trabajo que hace.

—Yo entrego lo que hay que entregar y me voy rapidito porque eso de que me estén dando las gracias no me gusta —le responde.

Su casa es el centro de operaciones de su voluntariado. Nancy, la madre de Henry, y Angelina, su hija de 14 años, están acostumbradas a que siempre lleguen visitas de gente del barrio y de políticos, artistas y miembros de fundaciones que buscan en él un aliado para hacer labor social o para conseguir ayuda. Su esposa también lo estaba, pero hace más de un año se fue de Venezuela con el hijo mayor de ambos. Se fueron con la idea de mejorar los ingresos de la casa.

Allí mismo funciona un comedor que alimenta a 57 niños del barrio, bajo el financiamiento del programa Alimenta la Solidaridad. Cada tarde, de lunes a viernes desde hace casi un año, los muchachitos llegan y Henry ayuda a servir.

Transcurre una tarde de principios de julio y Henry vierte la carne molida en salsa y el arroz en los envases plásticos que ellos traen. Les sirve también en una taza un atol que saca de una olla humeante. Se pasa la lengua por los labios cada vez que levanta una porción.

El olor del guiso de la carne invade el espacio y a medida que Henry va llenando más vasitos se aleja un poco más de las hornillas, como si intentara dejar de percibir el aroma. Camina de un lado a otro. Le pregunta hasta tres veces a la misma persona si quiere comer.

Mientras, Delia, tía de su esposa y compañera de labores comunitarias, saca agua de un tobo que está cerca de la nevera y llena con ella los vasos que luego pone sobre el mesón para que beba quien tenga sed. Henry deja de servir el atol por un momento y mira fijamente los vasitos que los niños dejan en la cocina luego de dejarlos vacíos. Uno de ellos se acerca y le pide más agua. Él le da un vaso. “¡Ahhh!”, dice al refrescarse.

—Henry, ¿pero por qué no vienes a comer tú? Debes tener hambre —le grita uno de los pequeños.

—Porque si como me puedo morir. ¡Estás loco! —responde antes de esconderse tras la cortina de su cuarto.

Pero pronto todos —hasta Honter, el perro de la casa— reclaman su presencia, su apoyo, su acción. Entonces Henry se sienta en el borde de la cama de su cuarto en el que solo entra la luz natural que viene de una ventana. Respira. Se acomoda la camisa, se calza los zapatos y sale: traspasa su cortina y pareciera que deja detrás todo su drama para encarar el de los otros.

Se sienta en el mueble y acaricia a Honter hasta que el animal hace esa expresión que parece una sonrisa.

A la casa llega una vecina que lo está buscando para preguntarle cuando será la próxima jornada médica en el barrio, porque en la anterior no atendieron a su hijo. Después le habla Delia para contarle que va a tener que darle comida a otra familia del barrio que está pasando hambre.

­­—Tú estás como muy hinchado –agrega ella.

—Esas son vainas tuyas, mujer. Mejor cuéntame bien cuál es esa familia —contesta, mientras se voltea un poco para intentar desviar la atención de Delia, que lo veía fijamente a sus ojos amarillos.

Él tenía el rostro redondo, hinchado.

Hace 19 años, Henry tenía 30 y estaba a punto de ser ascendido a gerente de la agencia bancaria en la que trabajaba. Y fue cuando unos exámenes de rutina revelaron una alteración inusual. Los resultados no eran conclusivos, pero sí alarmantes: había un problema con sus riñones. Los médicos le indicaron una biopsia para precisar de qué se trataba. Sería, según le dijeron a su madre, “una intervención sencilla”.

Lo ingresaron en el Hospital El Algodonal, donde le hicieron el procedimiento. Pero luego de unas fuertes lluvias, las cloacas inundaron parte del centro médico y a él le sobrevino una infección.

Los resultados del examen fueron contundentes: Henry tenía insuficiencia renal. Uno de sus riñones había dejado de funcionar y el otro funcionaba en un 20%. Desde ese momento pasó a formar parte de los que hoy suman 11 mil 478 pacientes que deben dializarse en Venezuela: pasar medio día en un hospital tres veces a la semana para conectarse a una máquina que “purifique” su sangre y elimine las toxinas que sus riñones no pueden sacar del organismo.

—Mamá, si me tengo que pegar a una máquina, si tengo que depender de una máquina, me muero —le dijo a Nancy apenas supo la noticia.

Luego del diagnóstico, llevaba diez meses sin iniciar el tratamiento. Seguía negado a recibir diálisis. Y el cuerpo comenzó a pasarle factura por todo ese tiempo: un domingo —era un día de las madres— lo encontraron en su cama, boca abajo y muy hinchado, como un monstruo. Todos corrieron a llamar a familiares, amigos y allegados. Había que llevarlo a un centro médico pronto. Alguien logró hallar un cupo en el Hospital Militar y hasta allá lo trasladaron. Poco después de ser ingresado le explicaron lo que ocurría: o lo conectaban a la máquina de diálisis o moría esa misma noche.

Henry se negó una vez más, hasta que una doctora lo sacudió con unas palabras tajantes:

—No puedo perder tiempo en alguien que no quiere vivir. Decide si vas a seguir adelante o te vamos a dejar morir para ponerme a hacer otra cosa.

Entonces lo entendió. Decidió vivir. Y volvió a casa procesando la idea de que tres veces a la semana los dedicaría a dializarse para poder seguir viviendo.

Y para poder ayudar a los demás.

En Venezuela la hemodiálisis es un privilegio con el que Henry cuenta, a diferencia de los 5 mil pacientes que no tuvieron la misma fortuna y murieron entre 2017 y 2019. Esta tarde en que Henry sirve el almuerzo en casa, sin embargo, cumple una semana sin poder someterse al procedimiento en el hospital Dr. Miguel Pérez Carreño, en el oeste de Caracas, porque se dañó el filtro del tanque que lleva agua a las máquinas.

Es por eso que está hinchado y jadea tanto. Las toxinas que produce su propio organismo lo inundan. Retiene líquido y tiene prohibido beber agua. Tampoco puede comer nada, porque no podría procesar ningún alimento que entre a su cuerpo: en este momento la comida es para él un veneno que puede quitarle las fuerzas, le impide caminar, lo hace delirar, volverse violento y hasta perder la consciencia.

Y no es la primera vez que deja de dializarse, pero ahora el asunto le angustia más. En año y medio ha visto morir a más de la mitad de sus compañeros del hospital Pérez Carreño, por falta de medicinas, por infecciones, por bacterias en el agua usada en el procedimiento, por falta de atención, por retraso en el tratamiento.

Henry debe lidiar con su sed y con todo lo que está a su alrededor y la única manera que ha encontrado para hacerlo es saciando esa hambre y esa misma sed a través de otros. Sin que nadie lo sepa, él ayuda para ayudarse. Da para recibir y así lo ha hecho durante 18 años de su vida, que espera sean muchos más, porque, dice, prefiere vivir con sed por ayudar, que morir saciado de egoísmo.

Repite con frecuencia que viene del Llano, y que allá los hombres se conocen por su aguante, no por sus padecimientos.


Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2019.

Génesis Carrero Soto

Periodista formada en la Universidad Central de Venezuela y forjada en los buenos tiempos del diario Últimas Noticias. Soy reportera de comunidad y procuro visibilizar lo que ocurre cerros arriba. Contar violaciones de Derechos Humanos e historias que demuestren que las buenas personas aún existen son mis intereses.
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