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Se escucharon las motos y vino el terror

Juan Carlos Liendo | 29 abr 2017 |
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Faltaban 20 minutos para las 5 de la tarde, del pasado lunes 24 de abril, cuando en Mérida todo se volvió confusión y miedo. Civiles armados arremetieron contra los protestantes que acudieron al “Plantón” contra el gobierno de Nicolás Maduro. Aquí se narra lo que vivieron los merideños después de que comenzó a escucharse el rugido de las motos. Es un ruido que conocen muy bien. Es el ruido de los “colectivos”.


 

“Daniel Infante vivo, va a subir a la UCI con 7 puntos de Glasgow (Información de una residente de tercer año de postgrado de medicina interna que está de guardia en la emergencia del IAHULA)”.

Ese fue el mensaje que reventó las redes sociales la noche del pasado 24 de abril, alrededor de las 8:30 pm. Significaba un respiro en la fuerte zozobra de una noche plagada de violencia en Mérida, y un confiable reporte acerca de la salud de un muchacho de 20 años de edad al que todos daban por muerto apenas unos minutos antes. Significaba también un punto de quiebre. El telón de fondo de quienes leían ese mensaje, multiplicado miles de veces, seguían siendo detonaciones, sirenas de ambulancia y angustia. Mucha angustia.

Poco valía entender lo que significan siete puntos en la escala de Glasgow, diseñada para evaluar el nivel de consciencia en los seres humanos. O incluso lo que las siglas UCI quieren decir. Daniel Infante vivo, aunque estuviese grave, se convirtió en la buena noticia del día en que Mérida se sumó a la convocatoria de un “Plantón Nacional”, convocado como uno más de los actos de protesta a los que ha tenido que enfrentarse el gobierno de Nicolás Maduro en las últimas tres semanas.

Dividida en dos mitades por el caudaloso cauce del río Albarregas, Mérida sabe de tres cosas seguras: la lluvia, la universidad y los disturbios estudiantiles. A estos últimos les tiene geografía asignada: la esquina de la calle 26 y Avenida Las Américas (popularmente conocida como “Yuan Lin” por el supermercado chino que allí se ubica) y la esquina de la Avenida Las Américas con Avenida Ezio Valery, o “el Mc Donald’s de las Américas”. Aunque puede que las protestas se desparramen metros más arriba o más abajo, es en esos dos puntos fundamentales de “La Otra Banda” donde se reúnen manifestantes, se hacen coincidir marchas, se convocan plantones, se organizan clases magistrales, cabildos abiertos o volanteos. Es también allí donde se ubican la mayoría de los principales centros residenciales de clase media, convirtiendo el sector en uno de los espacios de mayor densidad poblacional del estado andino. A diferencia de otras esquinas calientes venezolanas, estas dos, y en especial la esquina del Yuan Lin, tienen en su asfalto todo lo heroico, todo lo bueno y todo lo malo de una ciudad que ha logrado convertir el remoquete de “gocho” en un distintivo de orgullo. Este lunes no fue distinto.

En el mejor tono posible, antes de las 7 de la mañana, un buen grupo de merideños hablaba del éxito que empezaba a tener la actividad, convocada por la MUD. El libre tráfico de la Avenida Las Américas estaba interrumpido desde el amanecer y la ciudad respondía a la protesta con buen talante. La primera amenaza la recibieron un poco después de las 8. A escasas dos cuadras, en la esquina de la Avenida 2 Lora y el Viaducto Campo Elías (calle 26), un ruidoso grupo de motorizados ronroneaba sus motores de cuando en cuando. Los merideños conocen muy bien ese ruido. Es el ruido de los “colectivos”. El brazo armado del gobierno.

A esa hora, sin embargo, no pasó de un rugido. Las redes sociales empezaron a hablar de lo bien que le estaba yendo a la actividad de protesta, y quienes no estaban decididos a permanecer el día entero en el plantón, se acercaban un rato a colaborar con la logística de quienes sí lo hacían. Cerca de las 10 de la mañana, la ciudad entera había respondido al llamado. Mucho menos de un tercio de su capacidad operativa estaba en funcionamiento. Un par de centros comerciales ubicados entre ambas esquinas emblemáticas habían cerrado sus puertas, por consenso, y la onda expansiva de las esquinas calientes había plantado a la ciudad en contra del gobierno.

Una segunda amenaza, relatan testigos, pudo percibirse un poco después del mediodía:

–Yo creo que querían que nos retiráramos temprano –dice Emilio Zambrano–. Se les veía en la cara que nos estaban velando, pero juro que no creí que se atreverían. Se fueron desplegando cerca de los lugares donde había mayor cantidad de gente. Uno los reconoce porque siempre andan de a dos en una moto y tienen esa pinta que ya uno conoce…

Emilio decidió irse del plantón a buscar algo de comida a su casa, regresó a entregarles sándwiches y refrescos a los muchachos universitarios, que no repararon en las numerosas vueltas que los motorizados dieron alrededor de sus esquinas, e intercambió con ellos consejos de protección.

—Es que empecé a temer que la cosa podía alborotarse, aunque claro, los días anteriores habían sido tranquilos y uno cree que así será siempre…

Gracias a su hija de tres años de edad no volvió ese día a la calle.

Emilio vive en la Residencia Cardenal Quintero, “Las cardenal”, como las conoce todo merideño. Un grupo de edificios, a lo largo de la prolongación de la calle 26, sobre una avenida bautizada con el nombre del primer cardenal venezolano. Al frente, otro grupo de edificios recibe el nombre genérico de Residencias El Parque y, un poco más arriba, el muy famoso Conjunto Residencial Las Marías cierra un cuadrado de residencias en donde está el Conjunto Residencial El Viaducto, habitado mayoritariamente por profesores universitarios y profesionales clase media. En el corazón de esto, el Centro Comercial Yuan Lin.

Apenas despertado de la siesta a la que lo obligó su pequeña, Emilio regresó al plantón con ella en brazos. Uno de sus vecinos lo detuvo en la esquina.

—No, Emilio, qué va, pana… regrésate a tu casa y no vuelvas por aquí con la chama. Anda, vete, pana…

Emilio cuenta que vio a varios estudiantes hacer lo mismo. A toda costa estaban persuadiendo de que se marcharan a personas mayores, niños y gente con dificultades para moverse o correr. Antes de encerrarse en su edificio, vio a lo lejos la procesión de motorizados y supo que sus temores eran fundados.

Faltaban 20 minutos para las 5 de la tarde.

Arremetieron con fuerza. Solo se escuchaban los gritos, las pisadas de la gente corriendo y las detonaciones. Entonces fue cuando alguien dijo que había un herido grave. Unos subieron con el grupo de rescate Domingo Peña a tratar de auxiliarlo, y otros gritaban pidiendo ayuda. Nada los detenía. Gerardo Araque, un estudiante de Farmacia que está acostumbrado a las carreras, porque pertenece a todos los grupos de apoyo que lo requieren,  cree que algunas balas eran de verdad y otras eran de salva. De lo contrario no se explica que no haya habido una mortandad.

El herido era Daniel Infante. Cayó a las puertas de su edificio, Residencias El Parque, con un disparo en la cabeza. En la carrera logró abrir la primera puerta de seguridad, pero cuando iba a abrir la segunda se le enredaron las llaves. Es probable que alguien le hubiera apuntado.

A las 5:11 minutos de la tarde, en las redes sociales se dio por muerto a Daniel Infante. La foto de su cuerpo ensangrentado ante las rejas del edificio El Parque se replicó miles de veces. A las 5:20 minutos caía gravemente herido Luis Miguel Márquez, líder del Sindicato de Obreros de la Universidad de los Andes, en la puerta del Conjunto Residencial El Viaducto. Un poco después, Jesús Sulbarán, funcionario de la Gobernación del Estado,  moría de un disparo en el pecho a pocos metros de su compañero Márquez.

Nadie dice de dónde salieron las balas que destrozaron estas vidas. Aunque en realidad sí: el gobierno regional rápidamente señaló que sus trabajadores habían sido emboscados por opositores armados.

A Daniel, quien además de estudiar trabaja en la empresa de transporte de la Gobernación de Mérida, pudieron brindarle primeros auxilios en el sitio. Gerardo Araque estuvo entre quienes tomaron una sábana, que no se sabe de dónde salió, y la convirtieron en camilla. No sabían si estaba vivo o no, pero les urgía sacarlo de allí. Gerardo vio llegar a gente de la Cruz Roja y tuvo un segundo para pensar que aquello parecía una escena de guerra: entraron al edificio enarbolando banderas de paz. Así pudieron llegar hasta la ambulancia. Todavía no sabían nada de los otros heridos graves, y de Daniel creían que había muerto.

Es una constante de la que los merideños no logran evadirse. Todo acto de protesta estudiantil o ciudadana, en una ciudad en la que estos abundan, es intervenido por grupos parapoliciales. La vida de la ciudad no puede ignorar, además, la vieja rencilla que estos mantienen contra el movimiento estudiantil organizado, la cual puede haber motivado el desproporcionado ataque de este lunes.

Es vox populi que los “colectivos” hacen vida en la política de la ciudad, participan de los actos de gobierno y se echan a la calle cada vez que el gobernador Alexis Ramírez lo ordena. Tras ellos, siempre, la Policía Nacional Bolivariana y la Guardia Nacional actúan. Nadie recuerda alguna oportunidad en que hayan sido reprimidos. Muchos coinciden en decir que sus “frentes de batalla” pasan, arrasan y luego la PNB se ocupa del resto: disuadir a los manifestantes usando bombas lacrimógenas y perdigones. La GNB solo sale a exhibir sus tanquetas cuando hace falta refuerzo.

La profesora Memi Contreras, quien habita uno de los edificios del Complejo Residencial El Viaducto, experimentó cómo, esta vez, no usaron bombas lacrimógenas y la represión fue con plomo. Se escuchaban ráfagas. Disparaban directamente a los apartamentos. Reventaron la puerta peatonal del edificio y se metieron con una furia incontenible. Quemaron dos carros y destrozaron los parabrisas de varios de los carros estacionados allí. Era imposible saber quién era quién.

Cerca de la medianoche, Luis Alberto Márquez falleció a consecuencia de la herida que había sufrido en la tarde, lo cual reavivó la ira de los “colectivos”. Los habitantes de El Viaducto siguieron padeciéndolo con el paso de los días.

Los allanamientos empezaron cerca de las dos de la madrugada. A esa hora una cantidad enorme de funcionarios, acompañados de motorizados sin uniforme de policía, entraron a uno de los edificios, pues suponen que de allí se disparó la bala que mató al señor Márquez. Si no le abrían la puerta del apartamento, la tumbaban. Memi no sabe qué buscaban, pero dice que las amenazas fueron horribles. En ese edificio nadie durmió. El martes tuvieron que buscar refugio en casas de amigos porque se corrió la voz de que los “colectivos” volverían al edificio a vengar a sus muertos.

Los muertos, los únicos dos de la refriega, se dice que son miembros de esos grupos armados. Sus heridos fueron trasladados al Hospital Universitario Los Andes y custodiados por ellos mismos. Todos los demás tuvieron que ser atendidos de forma clandestina. El ingreso de estudiantes heridos al Hospital Universitario, en tiempos de protestas, pone en mayor riesgo sus vidas porque hasta allí los persiguen los “colectivos” o los organismos de seguridad del Estado. Por eso los estudiantes de medicina, y algunos de sus profesores, suelen instalar hospitales de campaña para atender a los heridos que no requieren cuidados especiales, o derivar a centros de atención privados a quienes requieren procedimientos quirúrgicos.

El lunes, el estacionamiento de uno de los edificios de Las Marías, se desocupó de automóviles en segundos. Un vecino conectó una lámpara de gran potencia en poco tiempo y, de algún lugar, surgió una caja de tapabocas, la única previsión posible en tales circunstancias. Lo siguiente fue la llegada de un robusto contingente de muchachos, cursantes de los últimos años de medicina de la Universidad de Los Andes, o estudiantes de postgrados tan ajenos al momento como ginecología, quienes lavaban sus manos en el grifo del jardín y procedían de forma automática a extraer perdigones, suturar heridas e incluso enderezar fracturas, sin más palabras que un “pana, esto te va a doler”. Al lado de ellos, vecinos del edificio, acostumbrados a la tarea, llevaban inventario de medicamentos, subían a sus apartamentos por un frasco olvidado de agua oxigenada o un rollo de adhesivo, y comunicaban por las redes sociales cualquier otra cosa que necesitaran.

Los estudiantes curaban las huellas de un ataque cuya saña recuerda las cruzadas. En ese pequeño hospital improvisado, el grupo de voluntarios luchaba contra la violencia en un silencio que solo se interrumpía ante la llegada de nuevos heridos. Para lo único que no había tiempo era para hacer una estadística. Como sucede en cada contienda, el número real de heridos no llega nunca a conocerse, sobre todo porque muchos de los jóvenes regresan al campo de batalla al recibir un paliativo que los ponga en pie. Solo a Daniel Infante lo trasladaron a la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario.

Cerca de la medianoche lo peor había terminado. Un aguacero descuadernó la ciudad que había apagado las luces de sus casas, para enfrentarse en penumbras a una noche larga de zozobras. Los celulares traían las únicas noticias, no siempre reales, que se podían conocer. Una y otra vez, la buena nueva llevaba el nombre de Daniel Infante y sus siete puntos de Glasgow, o una y otra vez la mala traía el nombre de Luis Alberto Márquez y Jesús Sulbarán. Poco a poco el silencio se hizo necesidad y el frio obligó a la retirada.

Emilio Zambrano le dio la bendición a su niña y se tendió en el piso, junto a ella, a mal dormir la noche. Faltaban tres horas para el primer rayo de sol, y sentía miedo.

 

NOTA: La mayoría de las fotografías que acompañan esta historia fueron gentilmente cedidas por el portal Noticias Digital.

Juan Carlos Liendo

Soy promotor cultural. Nací y vivo en Mérida. Allí hago espectáculos a partir de lo mejor de la música académica, tareas de producción para La vida de nos y llevo un blog. Escribo porque creo que lo que nos pasa se puede entender mejor si nos lo contamos.
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