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Jul 03, 2024

Sando González, indígena piaroa, es miembro del Grupo de Investigaciones sobre la Amazonía. Por lo que veía en el campo, solía decir que las minas eran un “combo de maldición”. Pero un día, uno de sus hijos llegó con la idea de irse a uno de esos yacimientos.

ILUSTRACIONES: ROBERT DUGARTE

Los huottöja, conocidos como piaroas, son uno de los pueblos indígenas que habitan a orillas del río Orinoco. Los llaman también “señores de la selva” y uno de estos señores es Sando González, a quien muchos consideran un ejemplo a seguir. No solo porque desarrolla estudios ambientales con el Grupo de Investigaciones sobre la Amazonía (Griam), sino también porque nunca se ha alejado de su territorio. Ni siquiera cuando años atrás estudió administración. Ni cuando, después, trabajaba en la ciudad, y tenía que ir y venir todos los días.

Sando siempre está ahí, en la comunidad Betania de Topocho —en algún punto del eje carretero norte a 44 kilómetros de Puerto Ayacucho, estado Amazonas—, conocida por su producción agrícola y, especialmente, por sus piñas dulces y jugosas. Allí vive con su esposa y sus seis hijos. 

Para los señores de la selva, el conuco es un espacio muy importante. Sando no tiene uno propio —no cuenta con terreno para sembrar—, pero siempre ha trabajado en el de su padre junto a sus hijos. Sobre todo los dos mayores suelen ayudarlo a sacar leña, a pelar la yuca y hacer cualquier trabajo que necesite. Desde pequeños, les enseñó a trabajar la tierra y a cuidarla.

Sando también ha encontrado otro espacio de realización y, a la vez, de divulgación de sus costumbres y su cosmovisión: desde 2018, él y varios amigos comenzaron a hacer música en piaroa. Lograron grabar cuatro producciones que han promocionado en comunidades cercanas. Durante sus recorridos, se conmovió al ver casas abandonadas y niños separados de sus padres debido a que estos se habían ido a las minas de oro a trabajar. Fue a partir de ello que compuso una canción que dice: 

Tú no naciste en la mina, tú no creciste en la mina
tú tienes un hogar, tú tienes una familia
tú tienes un hijo, tú tienes una madre
tú tienes un abuelo que te está esperando en tu casa.
 

Era un tema que le afectaba especialmente. No solo por aquel recorrido que lo inspiró para escribir esa canción, sino porque una vez, para desarrollar una de sus investigaciones, visitó el Parque Nacional Yapacana, una de las áreas protegidas del Amazonas venezolano. Allí quedó impresionado ante el impacto de la explotación minera. El río estaba contaminado. Donde antes había selva, ahora solo veía arena, como un desierto. Ni árboles ni animales. Nada. Un territorio arrasado.

“Hay que hacer algo. Necesitamos líderes indígenas que quieran la tierra”, pensó. 

Él no les hablaba a sus hijos de la minería. Quizá era su forma de mantenerlos alejados de ese infierno. ¿Habrá pensado que de ese modo ellos no se enterarían de que existía? ¿Habrá pensado que bastaba con inculcarles el amor a la tierra? Era difícil mantenerlos en una burbuja. ¿Cómo no iban a escuchar que en esos yacimientos se conseguía dinero?

Un día, el mayor, Yorfrank, de 14 años, llegó diciéndole que quería irse a una mina, como ya habían hecho algunos primos suyos que, al volver, se habían comprado muchas cosas. 

Cosas que él también quería. 

Un teléfono, ropa nueva. 

Sando, tal vez para intentar disuadirlo, no se opuso a un trato que Yorfrank hizo con una tía: ella le daría su celular, a cambio de que él le entregara su cama.

Pero el intercambio no puso fin a la insistencia del adolescente: no dejaba de repetir que en la mina podría hacerse con el dinero necesario para encargarse de sí mismo. Incluso, decía, iba a tener cómo ayudar con los gastos de la casa.

Sando se negó. Su hijo tenía 14 años, pero para él era un niño todavía. 

Yorfrank dejó de comer, pasó días encerrado en su cuarto llorando. 

Hasta que el padre, viéndolo así, pensó que debía respetar la libertad de su hijo y le habló para decirle que sí, que se fuera. Muy a su pesar, porque sabía todos los peligros a los que su muchacho se enfrentaría. Violencia, prostitución, drogas, alcohol. Todo eso por lo que Sando afirmaba que las minas eran un “combo de maldición”.

De esos peligros le habló, pero de nada sirvió. 

Yorfrank haría el viaje con su tía y sus primos. Su destino era una mina piaroa, ubicada en el Alto Sipapo, Amazonas. El 5 de diciembre, Sando lo acompañó hasta la parada de buses en Puerto Ayacucho, desde donde comenzaría la travesía. Lo abrazó y ahí lo dejó. Se fue con un nudo en la garganta. 

Así comenzaron días llenos de angustia. Sando y su esposa no dejaban de pensar en que su hijo solo se desenvolvía en piaroa, ni siquiera hablaba bien español. 

Se suponía que volvería el 27 de diciembre, a tiempo para recibir el Año Nuevo, pero ese día no regresó. 

Ni ese ni los siguientes. 

Pasaron dos meses, y no sabían nada de Yorfrank. 

“¿Cómo estará mi hijo?”, se preguntaba Sando a diario. 

Las preocupaciones aumentaron cuando unos mineros que regresaron le dijeron que, ya en la mina, su hijo se había separado de la tía, y que se la pasaba con los borrachos que trabajaban allí. Angustiado, pidió prestado 250 mil pesos colombianos (unos 65 dólares), necesarios para llegar al puerto de Morganito, municipio Autana, desde donde tomaría una embarcación que lo llevaría al puerto más cercano a las minas del Alto Sipapo.

Pero al llegar a Puerto Ayacucho, a escasos minutos de enrumbarse hacia la mina, en un mercado muy concurrido de la ciudad, un conocido le comentó que había visto a su hijo por esas calles. 

Sando entonces empezó a buscarlo por la ciudad. Pasó horas y horas caminando hasta que se dio por vencido: al no encontrarlo, decidió no ir al yacimiento y devolverse a su comunidad, confiando en que, si a Yorfrank lo habían visto por ahí, estaba bien y pronto volvería a casa. 

Así lo hizo.

Y a su llegada a Betania, escuchó a lo lejos que le gritaban: “¡Papá, papá!”. 

Yorfrank corrió a abrazarlo.

A Sando los ojos se le llenaron de lágrimas.

Luego del reencuentro, pasaron días de conversaciones profundas con su hijo. Sando le preguntaba cómo le había ido, cómo lo había tratado su tía, cómo se había mantenido en la mina.

Yorfrank le contó que allá había trabajado como repartidor de comida. Y que era cierto lo que le habían dicho: los fines de semana siempre se iba con sus compañeros a beber alcohol. “Así se vive allá, papá”. Pero le dijo también que esa experiencia le permitió entender que no quería llevar una vida tan desaforada. 

Retomó sus estudios y nunca más ha dicho que quiere ir a la mina. Junto a su padre, sigue tocando y cantando en huottöja, dando conciertos en diferentes comunidades. Y ahora, aquella canción que su padre escribió alguna vez, tiene para ellos más sentido que nunca: 

Tú no naciste en la mina, tú no creciste en la mina
tú tienes un hogar, tú tienes una familia
tú tienes un hijo, tú tienes una madre
tú tienes un abuelo que te está esperando en tu casa.


Esta historia fue producida en la primera cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.

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Periodista en formación. Vivo en el estado Amazonas, soy una joven con raíces indígenas que busca darle voz a través de las historias a los pueblos originarios. Amante de los atardeceres de mi pueblo.

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