Lamentándose de no haber llevado un diario desde el principio de estos días oscuros en Venezuela, Ana Teresa Torres comenzó uno, en 2014, valiéndose para ello de recuerdos, artículos y noticias. El resultado fue recogido en Diario en ruinas (1998-2017), editado por Alfa Editorial, del cual ofrecemos varios fragmentos. Como lo explica la propia autora, la selección de las entradas se basó en detenerse allí donde algo de su vida personal se detuvo.
Fotografías: Álbum familiar / Portada: Federico Prieto
1998
6 de diciembre. (…) Poco antes de finalizar el año, mi hijo mayor, Gastón Miguel, se graduó de economista por la UCAB. En la ceremonia, mientras escuchaba nombrar a los graduandos, pensaba: de China al Líbano, pasando por Madeira y llegando a Marruecos. Me reconfortó esa multiplicidad. Algo bueno debía tener este país cuando tanta gente se vino, y algo bueno traerán estos jóvenes criados en una inevitable mezcla de culturas. Convencer a una economista de origen chino de que es hija de Bolívar va a costar trabajo, me dije.
Sin embargo, venía la bolivarización de la república.
1999
15 de diciembre. Tuve la idea de bajar al litoral el fin de semana, pero desistí porque, desde hacía varios días, como dicen, el tiempo estaba puesto. El referéndum aprobatorio de la Constitución tuvo lugar el día 15. El 16 mi hijo Gastón Miguel salió para su trabajo enflusado y encorbatado, como corresponde a un bancario, y regresó un rato después con los pantalones mojados hasta la rodilla. «El metro está inundado, no funciona», me dijo. Trata de ir en taxi, le contesté (este diálogo no era tan desacostumbrado. A mis hijos los devolvieron del colegio el 27 de febrero del Caracazo y poco faltó para llevarlos el 4 de febrero. El 27 de noviembre, el segundo golpe, estuvimos todos –todavía vivía su papá– en la terraza de la casa viendo las piruetas de los F-16. No somos alarmistas). «Mamá –insistió Gastón–, lo que está lloviendo no es normal. No creo que nadie vaya hoy al banco». Vimos la televisión. Recuerdo sobre todo la imagen de Enrique Mendoza, gobernador del estado Miranda, metido en el agua hasta la cintura tratando de rescatar a la gente de un río que se la llevaba y sentí ganas de llorar. Así que la llegada del milenio, celebrada en el mundo entero, fue para nosotros una catástrofe.
Hubo muchas críticas al Gobierno por no haber suspendido las elecciones, por haber privilegiado el triunfo que significaba la aprobación de la nueva Constitución sobre las medidas preventivas de una desgracia anunciada. Y de haberse suspendido seguramente se hubieran salvado más vidas, y se hubieran perdido menos niños, pero quién le quitaba a Chávez ese momento. Alguien que creía en lo de si la naturaleza se opone lucharemos contra ella. No recuerdo si lo dijo, pero estoy segura de que se sintió Bolívar diciéndolo en medio del terremoto de 1812. Fue el comienzo de la política criminal que ha antepuesto el control del poder a la vida de los ciudadanos.
La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela fue aprobada con 71 % de los votos a favor, 28 % en contra y una abstención de 55 % el día en que el deslave de las montañas del Litoral Central produjo el mayor desastre natural en número de víctimas fatales, desaparecidos y pérdidas materiales que se haya conocido en el siglo XX venezolano. Roberto, mi cuñado, comentó: «El hombre es pavoso». Soy una persona bastante racional, pero tengo a veces ocurrencias que no lo son. Aquello no me pareció una coincidencia sino un presagio.
2002
6 de diciembre. Me parece que la guerra comenzó el 6 de diciembre de 2002. Es discutible. Las primeras víctimas cayeron el 11 de abril de ese mismo año. ¿Por qué, entonces, elijo el 6 de diciembre?
Esa tarde, serían las siete, mi hija Isabel y yo veíamos distraídamente la televisión. Era frecuente entonces que se dieran reportes periódicos de los militares que desde el 22 de octubre se habían declarado en desobediencia civil y tomado la plaza Altamira como su territorio. La reportera comenzó a decir que se estaban presentando «momentos de confusión». Su voz se iba haciendo más y más tensa, por momentos dejaba de hablarnos ya que debía refugiarse de los disparos. De pronto anunció en pánico que los disparos arreciaban de nuevo y abandonó la transmisión. El locutor desde los estudios retomó el control y poco a poco comenzamos a entender lo ocurrido.
En verdad era fácil de entender desde el primer momento puesto que escuchábamos las balas. Vimos así, cómodamente sentadas frente al televisor, que se producían repetidos disparos en la plaza, que las personas de Defensa Civil comenzaron a actuar y refugiaron a los heridos en la parte subterránea de la plaza; escuchamos los gritos de los heridos; vimos cómo los trasladaban e intentaban auxiliar; fuimos testigos de la muerte de Keyla, una joven de 17 años, estudiante del último año de bachillerato, a quien desesperadamente intentaban reanimar. Luego pudimos ver también cómo algunos ciudadanos que estaban en la plaza apresaron a João de Gouveia –aunque en ese momento no conocíamos su nombre–, autor de los disparos, o al menos de algunos de ellos, con una pistola Glock, para cuyo uso aparentemente tenía porte lícito. Vimos a De Gouveia declarar en un vehículo de la policía que había, efectivamente, disparado porque sentía la necesidad de atacar a los medios de comunicación, que, al parecer, lo sometían a una suerte de tortura psicológica. Y finalmente, esa misma noche, escuchamos a Hugo Chávez decir que quizás «el señor João», «un caballero», no era culpable, y que su confesión nada probaba. Antes de terminar su alocución dio el pésame a los familiares de las víctimas: Keyla Guerra, Josefina Inciarte, de 76 años de edad, y Jaime Giraud, profesor universitario.
Tres en total, sin contar los 29 heridos.
El teléfono comenzó a sonar repetidamente. Llamó mi hijo Gastón desde Estados Unidos, donde estaba desde marzo estudiando un posgrado en Boston University; llamaron amigos, nos llamábamos todos unos a otros. Los servidores de internet comenzaron a colapsar. Una y otra vez repetían las imágenes, una y otra vez yo sentía que habíamos entrado en una dimensión distinta de los acontecimientos.
Los reporteros y comentaristas de televisión daban versiones, hacían hipótesis: al parecer tres hombres se habían bajado de un taxi, dos habían huido, otro –De Gouveia– había permanecido en la plaza para cumplir su misión. Una y otra vez vimos morir a Keyla, y desde la certeza del horror entendí que había empezado la guerra. Al día siguiente tuvo lugar una marcha de duelo por los caídos. Caminamos en procesión silenciosa, solo interrumpida por una trompeta que entonaba el himno nacional desde una azotea.
Los incidentes que dieron lugar a distintas hipótesis en torno al misterioso acontecimiento nunca fueron aclarados. Una hipótesis señalaba que De Gouveia, con el cabello teñido, había participado en un acto liderizado por Freddy Bernal (entonces alcalde del municipio Libertador, y después de desempeñar muchos cargos, hoy jefe de los CLAP). Otra hipótesis decía que era un sicario de la oposición. En cualquier caso, fue condenado a 30 años de prisión que entiendo continúa cumpliendo.
2003
Mayo. Es necesario, es indispensable, volver a ser lo que somos. Era escritora antes de que todo esto ocurriera, progresivamente me he ido convirtiendo en una suerte de identidad difusa que contiene las más variadas ocupaciones y que pudieran enumerarse como promotora cultural, de acciones de calle, de acciones de resistencia, directiva ad honorem de diferentes agrupaciones, fundadora de agrupaciones, pensadora del país, escribidora de coyuntura, lectora de correos electrónicos y marchista en manifestaciones de la oposición. Las ocupaciones propias de una secuestrada por Chávez, obligada a no ceder, pero de hecho cediendo en la apropiación de la vida privada que esta revolución ha producido para muchos. La vida privada ha sido nacionalizada y aun los pequeños compromisos literarios han adquirido un carácter político que los desvirtúa, o al menos los convierte en otra cosa. Ir o no ir a tal presentación, a tal o cual evento, ya no es simplemente un gusto o un compromiso afectuoso con amigos y conocidos sino una aparición pública que se mide en sus costos y beneficios.
Leer con envidia los libros de otras personas, imaginar la libertad de quien se pregunta qué quiere pensar y qué quiere escribir. Por supuesto, si se compara lo que nos ocurre con la situación de los disidentes cubanos, toda comparación es insostenible. Pero también defiendo el derecho a decir lo que nos ocurre a nosotros. Por cierto, una proposición que hizo Michaelle Ascencio en la primera asamblea del Pen, qué ha ocurrido con la escritura, qué nos sucede en el interior de cada escritor.
Un interior demasiado lleno, pienso.
2006
5 de enero. Pasamos la Navidad y fin de año en Margarita, como tradicionalmente acostumbrábamos, y fue probablemente la última oportunidad con mis hijos. Ellos se fueron en automóvil y yo en avión.
Se hablaba mucho del problema del viaducto de la autopista de La Guaira, se hablaba y se veía en las imágenes que aquello no soportaba mucho más, aunque, por supuesto, la política comunicacional era «esperemos a que se caiga y ya se verá». En previsión de que el aeropuerto quedara aislado me compré un ticket de ferry para pasajero y, efectivamente, el 5 de enero se cerró el paso porque el colapso del viaducto era inminente. Al menos tuvieron la decencia de informar unas horas antes y no hubo víctimas. Regresamos a Caracas por carretera.
Igual que el 15 de diciembre de 1999 tuve un efecto de premonición.
Entonces pensé que la catástrofe natural era el signo ominoso de un desastre que estaba frente a nosotros, una suerte de metáfora en acto.
El colapso de la autopista de La Guaira me pareció la constatación de esa catástrofe. Su construcción fue un ícono de la modernidad venezolana, una proeza de ingeniería reconocida internacionalmente, un recuerdo imborrable de mi infancia. Colapsaba la modernidad, pues.
2008
1ro de mayo. La primera parte de las diligencias para la emigración a Canadá, iniciadas en 2007, concluyeron con éxito y mis hijos obtuvieron una visa de estudiante que les permitía la residencia por dos años, así como tramitar un permiso temporal de trabajo.
Ese 1ro de mayo salieron de Venezuela Isabel y Antonio esperando su primer hijo. A lo mejor, en el estrés de la partida, de tantas circunstancias prácticas a las que hay que atender en un viaje que se prevé definitivo, pasé por alto lo esencial: se marchaban sin planes ni expectativas de regreso. No era como entonces, hasta que se muera Gómez, hasta que caiga Pérez Jiménez. En aquellos lejanos tiempos los exilios familiares se debieron a una incompatibilidad con el gobernante (mi abuelo no quería o no debía vivir en el gomecismo; mi tío no podía vivir en el perezjimenismo –sin heroísmos, en ninguno de los dos casos), pero el país quedaba allí, permanecía esperando el regreso, como en efecto ocurrió. Ahora estos jóvenes que se fueron, que se van, lo hacen de un modo más casual y en el fondo más dramático. Chávez se murió, pero nada cambia. Es del país de quien se sienten exiliados. Más que del gobernante se alejan de la destrucción.
Tengo la imagen muy clara, estamos en el estacionamiento del edificio donde vivían Isabel y Antonio, están cargando las maletas en dos automóviles con la ayuda de los familiares de Antonio que los van a llevar al aeropuerto. Yo no los voy a acompañar. Abrazo a Isabel y, al subirse al automóvil, cuando hace el gesto para cerrar la puerta, veo que está llorando. Su llanto me dice que no volverá.
Es ella la que recuerda la fecha, yo, la verdad, la había olvidado.
Tampoco recuerdo con precisión qué día se fue Gastón. En junio renunció al Banco de Venezuela, en parte porque la nacionalización era inminente y no quería quedarse, y en parte porque necesitaba tiempo para preparar su ida, que debió ser entre octubre y noviembre.
Yo hice un primer viaje breve a fines de agosto a Toronto y luego regresé para el parto de Isabel, que se esperaba en los primeros días de diciembre.
2009
27 de diciembre. Viajaron a Caracas mis hijos para celebrar el bautizo y primer cumpleaños de Julio Antonio. Veo las imágenes de la piñata que se hizo en el jardín del edificio donde vivo y en ellas aparecen muchos de sus amigos que ya no viven en Venezuela.
2012
4 de agosto. Celebramos el bautizo de Ana Isabel en Caracas, con el padre jesuita Rafael Baquedano, amigo de la familia. A pesar de que salimos de la iglesia bajo un palo de agua y tuve que repartir chales a varias personas que habían quedado emparamadas, fue una fiesta muy bonita. Esos momentos de reunión familiar son complicados ahora con la diáspora. Los que vienen de afuera se han desacostumbrado y todo les da miedo. No que no haya razones, pero de alguna manera los que permanecemos estamos hechos a los inconvenientes y a prevenir la inseguridad sin alterarnos demasiado. De modo que los viajes a Venezuela no son siempre un remanso de paz y además nos recuerdan de modo muy doloroso lo que ha ocurrido en términos de separación de las familias. No es casual que una de las citas que incluí en los epígrafes «Consideraciones sobre la pertenencia », en La escribana del viento, fuera esta, de Juan Gelman:
«No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida». En fin, en estos momentos priva la alegría, la conservación de los vínculos y el sentimiento tribal. El tiempo idílico que dice Bajtin, el tiempo cuando en la misma casa –valga decir, la misma ciudad– se sucedían los nacimientos y las muertes, ha desaparecido para siempre, y desde luego para nosotros. El modo no necesariamente armonioso, pero sí natural, en que convivían las generaciones también se ha transformado y adquiere el estilo de visita, al que todos deben readaptar los códigos y pautas de las diferencias geográficas y culturales. Más allá de estas consideraciones, la celebración del bautizo de mi segunda nieta estuvo estupenda y soy yo la que ahora le pone estas notas discordantes a un momento que, lluvia incluida, disfrutamos tanto.
2015
6 de julio. Hoy cumplo 70 años en Toronto, la ciudad donde viven mis hijos Gastón Miguel e Isabel, y Antonio, su esposo, nacidos en Caracas en 1975, 1977 y 1974 respectivamente; y mis nietos, Julio Antonio, Ana Isabel y Alejandro Ignacio, nacidos aquí en 2008, 2012 y 2013. Vaya con las sorpresas de la vida. Hubiera alguien dicho cuarenta años atrás, cuando tuve a Gastón, que esto sería lo que ocurriría en 2015 y no lo habría creído. ¿Hijos nacionalizados con otra ciudadanía? ¿Nietos canadienses? Les gustan mucho las arepas –aquí se consigue fácilmente la harina Pan elaborada en Colombia o en Texas– y saben cantar «Los pollitos», como hijos de una familia donde a veces el zaperoco indica que es un hogar venezolano, pero sí, son niños canadienses, o si se quiere canadienses hijos de emigrantes, como es una gran parte de la población de este país. ¿Mis setenta en Canadá? ¿Qué razones tendría el destino para ello? Las tenía, sin duda, para millones de venezolanos a quienes el futuro les ha llegado con la misma sorpresa.
Mientras envío por correo electrónico algunas fotos del fin de semana en la pequeña localidad de Perth, recuerdo la carta de Igor Barreto a María Auxiliadora Álvarez, publicada en el Papel Literario de ayer, en la que de alguna manera le dice que su aceptación del homenaje que le rinde el Festival Internacional de la Poesía, el festival poético chavista, es como escupirnos en la cara a nosotros, a los escritores que estamos desde hace diecisiete años aguantando el chaparrón. No conozco personalmente a María Auxiliadora y no podría especular acerca de las razones que la llevaron a aceptar un homenaje que Barreto traduce muy bien como injuria implícita. Pero sí que conozco bien al chavismo, poético y no poético, y no puedo sino suscribir las palabras de Igor en todo, y sobre todo cuando dice: «Has oído hablar de la “puerta de las lágrimas”, que no es otra cosa que la puerta de inmigración del aeropuerto de Maiquetía por donde se van nuestros jóvenes para no volver».
Pero de momento estoy celebrando haber llegado en buenas condiciones a esta venerable edad y agradeciendo lo mucho que he recibido y logrado en estos setenta años. No me quiero turbar con otras cosas.
2017
30 de abril. Viajo a Canadá. En este momento no hubiera querido hacerlo, pero me había comprometido a estar presente en la primera comunión de Julio Antonio y no hubiera sabido cómo explicar mi ausencia. En realidad, mi presencia en Venezuela no tiene ninguna utilidad, no estoy en capacidad ni posición de hacer nada que marque una diferencia, me digo. Pero saber de los acontecimientos desde lejos marca una diferencia para mí. Dividida como me siento, llego a Toronto.
2 de junio. Asomada al balcón del apartamento de mi hijo experimento el desdoblamiento que han descrito los que viven fuera de sus circunstancias. No estoy exiliada, no soy emigrante ni estoy forzada a vivir en otro país. Sé exactamente dónde estoy, qué hago aquí, y que lo hago por mi propia voluntad, pero veo desde arriba la circulación normal de la vida, en un país normal en el que no pasa nada –o quizá sí, pero lo que pasa lo ignoro y tampoco me importa demasiado–, y solo me interesa la pequeña cotidianidad de mi familia. Fui una niña acostumbrada a escuchar los comentarios de la lectura del periódico, a seguir la preocupación por «lo que pasa», así que cuando veo la circulación normal de la vida, literalmente la circulación de los automóviles, los peatones, las personas que se protegen de la lluvia, que empujan los coches de niños, o los niños que juegan fútbol en el colegio que está al frente del edificio, no me encuentro a mí misma. Lo que veo desde el piso 17 es un cuadro, una fotografía, un paisaje, una imagen exterior a mí. Estoy donde no soy.
27 de julio. Isabel muy preocupada. Piensa que mi situación en Venezuela está llegando al llegadero. Hoy Avianca y Delta suspenden definitivamente sus operaciones. De hecho, quedan muy pocas líneas aéreas que conecten a Venezuela con otros países.
Estamos desayunando y veo su preocupación al mismo tiempo que intento ocultar la mía.
31 de agosto. Termino el mes en Caracas. Quería regresar y tenía razón. Me gusta estar aquí porque aquí soy yo. Aquí sé lo que voy a hacer, lo que quiero o no hacer. Allá tengo una vivencia extraña, la de estar esperando tranquilamente la muerte; sobre todo, incomprensiblemente, me sobreviene cuando estoy subiendo las escaleras.
Aquí no la experimento. La muerte está en el mismo sitio, pero yo no la estoy esperando, simplemente estoy viva.
8 de noviembre. En España he comprendido el sentido de la diáspora, el sentimiento de la pérdida. Es como si pedazos de mi comunidad estuvieran separados y flotaran como icebergs fragmentos de mi identidad y mi pasado. Federico Vegas, con quien también me encuentro, me dice que él se siente extraño en Venezuela, como humillado, o como colaboracionista (en el sentido de que nosotros no somos perseguidos por lo que escribimos y de alguna manera justificamos la libertad de expresión). Yo le digo que no me siento extraña, sino como un fantasma. Y es porque parte de mi corporeidad me ha abandonado en la diáspora.
Me fui de Barcelona sin poder ver a Ana Nuño, y lo lamento porque ella fue quien promovió mi invitación al coloquio de Novela Histórica, razón de mi viaje.
10 de noviembre. Llegando a Venezuela pienso en la teoría de la respiración. Todo aquel con quien me he encontrado estos días en España me dice algo como «qué bueno que puedes respirar un poco». Y yo contesto que allí (aquí) también respiro, de lo contrario estaría muerta. No me siento oprimida, si eso es lo que se quiere representar por estar sin respiración. Me siento herida, despojada, dividida, pero no oprimida, sin respiración. Cuestión de matices, probablemente. Aurelio Major, magnífico interlocutor, recuerda en algún momento de nuestras conversaciones a la poeta Dulce María Loynaz y su decisión de permanecer en Cuba. Eso sería lo que quisiera, pero mis circunstancias son otras.