Luego de años con malestares, hospitalizaciones y pasos por el quirófano, Ricardo Ramírez Requena —escritor, profesor y librero— recibió un diagnóstico: tenía la enfermedad de Cröhn, condición que se caracteriza por la inflamación crónica del tracto digestivo. La noticia lo llevó a escribir, en solitario, un poemario sobre la muerte y un diario sobre la enfermedad. Pero no fue hasta la llegada de su hijo cuando pudo resignificar su condición de salud.
Jueves, 11 de abril de 2013.
Hoy me confirmaron que tengo la enfermedad de Cröhn.
Toda clase es representación. El hecho de dar clases es eso: mostrar. A veces, revelar y rebelar-se. Pero eso ocurre cada vez menos.
La docencia me fatiga, va agotándome. Pero empiezo a hablar y la palabra va desgranando su propia representación.
Eso tendré que mantenerlo, en todos los planos, de aquí en adelante: la representación de estar sano.
El texto con que comienzo esta historia es una entrada de mi diario Constancia de la lluvia. Diario 2013-2014, que fue publicado en 2015. Pienso que da varias claves cuando uno habla de alguna enfermedad permanente, sus tratamientos y el poder sobrellevarla.
Mi camino hacia la enfermedad tiene pasado: incontinencias en la infancia, diarreas, acidez estomacal en la adolescencia. Pensaba que eran cosas sin consecuencias mayores, producto de algunos excesos (en especial durante la adolescencia). A lo largo de mi vida tuve dietas diversas: aumentaba y bajaba de peso cada tanto debido a descuidos o abusos alimenticios. Recuerdo ser gordo hacia los 7 y 8 años; luego, alrededor de los 12; después, entre los 22 y los 27.
En 2003, a mis 27 años, me deprimí por problemas financieros y sentimentales. Eso me llevó a perder muchísimo peso. Lo recuperé años después, y fue entonces que decidí enseriarme con mi cuerpo: en 2015 comencé a entrenar en un gimnasio. Desde mi infancia siempre había hecho ejercicio, me gustaba. Practiqué taekwondo, jugué en equipos de baloncesto, voleibol, fútbol y futbolito. Antes de los 15 años, hacía paralelas, barras. Pero nunca era el mejor: me cansaba, no llegaba a la cumbre.
En algún momento, comencé a parrandear, a beber, a fumar. Siempre hacía ejercicios y siempre fumaba. Quizá ese diálogo no podía darse en armonía, y con los vaivenes llegó la enfermedad.
Pero me atrevo a ir más atrás.
Me empecé a sentir muy bien al entrenar, a principios de 2006. Tenía 6 meses haciéndolo, todos los días, excepto los domingos. Iba por las mañanas. Caminaba y trotaba media hora, hacía máquinas y levantaba pesas. Mi cuerpo cambiaba positivamente. Un día de abril, llegué a mi casa de hacer una diligencia, almorcé garbanzos y me acosté a hacer una siesta. Al levantarme, me sentí raro, diferente, pesado. Me cambié y salí a ver a mi padre, quien estaba en el Círculo Militar; había venido a Caracas de visita (vivía en San Cristóbal).
Nos bañamos en la piscina. Hay una foto mía de ese día, acostado en una silla. En aquel momento pensaba que me veía como nunca, fuerte y sano. Hacia el final de la tarde, comimos pizza. Y nos fuimos en taxi hasta la casa.
Me acosté tranquilo. Pero hacia la medianoche, me levanté con un dolor muy fuerte en el estómago. Fui al baño y nada. Casi no podía caminar. Sentía arcadas y un dolor que nunca había experimentado. Levanté a mi madre y le dije cómo me sentía. Me acostó y me puso alcohol en la barriga, en la parte baja, y me dio a olerlo. Estaba muy nerviosa. Yo me retorcía, pero al rato sentí que iba pasando.
Estoy convencido de que me desmayé y me levanté en la mañana, a primera hora. Me sentía mejor, pero la molestia no se me quitaba. Mi madre me propuso ir a la emergencia de una clínica y, no sé por qué, pues nunca he sido de hospitales, acepté.
Fuimos en el taxi del conserje. Recuerdo que en el camino cayó en un hueco y resentí el golpe. El proceso de entrada a la emergencia fue difícil: debía estar en el seguro de mi hermano, pero no aparecía. Al final, con la ayuda de amigos, dieron el ingreso. Me vieron estudiantes, residentes. Todos me tocaban con fuerza en el estómago y sentía un dolor inmenso.
Quería algo que me aliviara.
Saqué mis tarjetas de crédito con la intención de ofrecerme a pagar alguna droga, pero no logré nada. Me atendió un internista. Él dijo que tenía algo roto adentro, posiblemente el apéndice. Tenía que operarme. Tocamos puertas para conseguir el dinero y lo logramos (mi madre pasaría tiempo pagando deudas; igual yo). Me hicieron tomografías, exámenes de sangre, de orina, rayos X.
Y entré a quirófano.
Salí hacia la madrugada, con una inmensa herida desde el pecho hasta el vientre, un tubo en la boca y varias vías conectadas a las venas. Estaba perdido. Cuando me desperté, asustado, todavía estaba en la camilla rumbo al cuarto. Recuerdo a un médico y a mi madre, quien me recibió cuando me pasaban a la cama.
No entendía qué había pasado. Uno de los médicos me dijo que estaba “podrido por dentro”: me quitaron parte del intestino grueso, la mitad del colon, el apéndice. Si no hubiera sido por esos garbanzos que algo rompieron, quizás el desenlace hubiera sido fatal.
Estuve días en la clínica, mientras me recuperaba. Luego, igual en casa. Quería volver a mi trabajo, a mi vida. En el informe médico se decía: “Se presume enfermedad de Cröhn”. Mi médico (un caballero, nos permitió pagarle sus honorarios por partes) me dijo que tenía un deterioro que se había identificado, se había operado, y ya.
Era finales de abril de 2006.
En los seis años subsiguientes, pasé a vivir muchas incontinencias. Salía de casa y debía devolverme enseguida. No podría abusar del café. Me hice encima en más de una oportunidad e iba al baño docenas de veces. Fui naturalizando esto, negándome a ir al médico. Pero como mi madre insistía, fui a varios doctores. Hasta que di con uno en Rescarven. Fue cruel, duro. Me dijo, casi burlándose, que si tenía todos esos síntomas (incontinencias, etc.) no había mucho que buscar (no me mandó a hacerme exámenes), que tenía Cröhn, que mi vida había cambiado para siempre, que debía dedicarme a comer cosas mínimas y olvidarme de lo demás. “Vamos a ver cuánto sobrevives, porque no duran mucho, ustedes”. Me dijo que tenía un contacto para conseguir medicinas, pero que eran carísimas.
En fin, me mandó al demonio.
Al salir, le conté el parte médico a mi madre, quien estaba esperándome afuera del consultorio. Se le llenaron los ojos de lágrimas y nos fuimos.
Decidí que lo que dijera el médico no iba a paralizarme. Iba a seguir con mi vida, cuidándome, sin excesos. La rabia contra aquel médico me hizo rebelarme contra lo que me dijo de manera tan poco profesional.
Yo era librero, tenía años trabajando en librerías; pero al graduarme de la universidad, me sumé a la planta profesoral de tres universidades. Conocí a la que sería mi esposa. Nos casamos en 2010. En 2011, nos dimos la luna de miel que no habíamos tenido: nos fuimos a Brasil.
En São Paulo me sentí bien, pero en Río, empecé a ir mucho al baño. Sentía molestias en la parte baja de la espalda. Pensé que había sido por cargar muchas cosas los días previos a nuestra boda por la iglesia, que había sido semanas antes del viaje.
Dos noches antes de regresar a Venezuela, sentí unos escalofríos que me despertaron. La noche siguiente, temblé sin parar, vomité, viví algo que no he vuelto a sentir. Mi esposa se preocupó, no sabía qué hacer para atenderme, pensó que iba a morir, que quedaría viuda en su luna de miel. Hacia el amanecer, luego de vomitar, me calmé y pude dormir. Al despertarme, arreglamos las maletas, limpiamos y nos fuimos al aeropuerto.
En los meses subsiguientes, me vi con un médico, quien me mandó unos exámenes que no me hice. Preferí medicinas alternativas. Pero los dolores en la espalda continuaron. Me volví adicto al diclofenac potásico
Un día, comencé a tener problemas para estirar la pierna derecha. Caminaba encorvado. Fui a muchos médicos: traumatólogos, internistas. Fui dos veces a emergencias. Al final, un internista aplicado dio con un diagnóstico: tenía algo roto dentro. Y me mandó a operar. En la intervención encontraron que tenía algo malo en el psoas, un músculo de difícil acceso en la cavidad abdominal.
Pensaban que podía ser cáncer. Pasé diciembre de 2012 en posoperatorio y haciéndome exámenes médicos. Recuerdo la alegría de mi esposa cuando los resultados dieron negativo. Me hicieron un drenaje en el Centro Médico de San Bernardino, y me sacaron mucho pus. Tenía algo que drenaba desde el intestino hasta ahí. Era tanto, que me había presionado un nervio de la pierna y por eso no podía estirarla.
Pero ahora estaba mejor.
Un día, en misa, mi madre se encontró al médico que me hizo el drenaje y este le sugirió que me viera con un especialista, Bernardo Beker, gastroenterólogo clínico, muy reconocido. Atendía también en el Centro Médico. Le hice caso. Pedí la cita, y me mandó diferentes exámenes especiales. Me dieron el resultado ese jueves 11 de abril de 2013 que cito más arriba en mi diario.
Recibí la noticia solo. Estuve varios días sopesándola (se la di a mi esposa cuando volvió de un viaje de trabajo). Ahí empecé a escribir mucho. Escribí un poemario sobre la muerte y un diario sobre la enfermedad (que más adelante publicaría). Comencé un tratamiento efectivo con Humira, que debía inyectarme dos veces al mes, cada 15 días. Es un medicamento avanzado, que ayuda a controlar la enfermedad, y también se usa para otras enfermedades, como la artritis. Pensé que iba muy bien, pero hacia finales de 2014 me empecé a sentir mal otra vez.
Me deprimí profundamente. Perdí tanto peso que no me reconocía en el espejo. Casi no podía comer. En diciembre de ese año, me internaron en la clínica y me hicieron varios tratamientos a ver si evitábamos la operación. No quería ir de nuevo al quirófano, además de que el seguro médico en ese momento no iba a poder cubrir el procedimiento. Me dieron de alta en diciembre de 2014.
Cuando días después volví a la consulta médica, en enero, el doctor me encontró peor. No tenía caso: en febrero debían operarme para suprimir parte del intestino, en donde se encontraba una obstrucción.
Salí bien.
Estoy vivo.
En 2017 dejó de llegar el Humira al país, pero me he tomado otros medicamentos, como Mesalazina, que ayuda a controlar también la enfermedad (en Venezuela se consigue como Pentasa, pero tiene otras presentaciones en diferentes países). Ese año nació mi hijo. Me cuido, sé lo que me cae mal y lo evito. Cuido mis defensas. Uno vive en la representación de estar sano: debes trabajar, seguir la vida, cumplir tus ritos. Pero la llegada de mi hijo me hizo entender que la enfermedad sigue ahí, y hay que sumarla a la vida. Sin dramatismos. Sin tragedias. Sin ser la enfermedad: la padeces, pero no eres la enfermedad.
Tengo seis años sin recaídas. Espero poder continuar así el resto de mi vida, de la que me quede. He aprendido a aceptar la muerte en la vida, a que nadie me ha castigado con la enfermedad, a que la vida vale la pena ser vivida. Tengo una esposa a la que amo, un hijo maravilloso, leo y escribo. Y sigo mi camino.