Louis Martens abandonó su casa en Bruselas, luego de conocer la isla de Margarita, donde decidió quedarse para construir su versión del paraíso en la tierra, en una colina con vista al mar. Disfrutaba del primer día de su regreso a casa, luego de un viaje a Bélgica con su familia, cuando notó una camioneta desconocida. El encuentro producido por ese momento cambió sus vidas para siempre.
Ilustraciones: Mario D. Giménez
Cuando Louis Martens escuchó las palabras que indicaban que el avión estaba a punto de aterrizar en el aeropuerto Santiago Mariño, de Porlamar, sintió esa mezcla de ansiedad y alivio que siente todo el que vuelve a casa luego de una prolongada ausencia. Junto a su esposa e hijos, había pasado una temporada en Bruselas, la capital de Bélgica, a donde había ido, sintiéndose un turista, a visitar a sus padres y a resolver algunos asuntos pendientes.
Los padres de Louis aprovecharon su visita para insistirle que abandonara su vida en Margarita, que volviera a su apacible ciudad natal. Les inquietaba enormemente las noticias que llegaban acerca del agravamiento de la situación política y económica en Venezuela. Pero la respuesta de Louis fue firme: no pensaba abandonar la isla bajo ninguna circunstancia, pues no permitiría que la mala gestión de un gobierno arruinara todo lo que había logrado emprender con mucho esfuerzo desde su llegada al país.
El estado Nueva Esparta y su gente habían cautivado a Louis desde que, a sus 24 años de edad, tuvo contacto con esa isla desbordada de la intensa luz del trópico. La belleza, la tranquilidad y la calidad humana de sus habitantes le hicieron tomar la decisión de abandonar la confortable casa que tenía en la capital belga, para dedicarse a construir un hogar en la urbanización Manantial del Guayamurí, en el municipio Antolín del Campo. Con cierto aire de nostalgia, recuerda que sus hijos aprendieron a caminar en los jardines de aquella casa color caoba, cuya vista hacia la playa El Cardón era halagada por cada visitante al que Louis le abría las puertas.
Luego de un viaje de casi once horas, los Martens llegaron a la apacible urbanización donde vivían. Todo estaba como lo dejaron. Los niños fueron directo a sus habitaciones, cuyas paredes simulaban un cielo repleto de nubes, que el mismo Louis pintó. A él le gustaba realizar ese tipo de tareas y había sido exageradamente meticuloso cuando diseñó su interior. De hecho, la mayoría de los muebles fueron hechos por él mismo. Aquel era un paraíso hecho a imagen y semejanza de sus ensoñaciones, que explicaba, en cada detalle, el apego que sentía por su hogar. Más aún, había construido un sueño con sus propias manos, y eso es más de lo que mucha gente podría decir en la vida.
A la mañana siguiente de su regreso, la familia salió a desayunar en un quiosco de empanadas en el pueblito de Paraguachí, cerca de la urbanización. Se sentían felices de estar de vuelta en casa. Nada, en la modesta felicidad de esas pequeñas cotidianidades retomadas, delataba que ese miércoles sus vidas darían un inesperado vuelco.
Después de comer salieron hacia la playa de Puerto Cruz. Allí pasaron toda la tarde. Mientras su esposa y los niños se bañaban en la orilla, Louis aprovechó para hundir sus pies en la arena y observar detenidamente el mar. Disfrutaba ver a los pescadores soltando sus redes desde los barquitos. Por un momento, sentía que estaba frente a un cuadro pintado por Silvestro Santambrogio, como esos que tenía en su habitación.
Sobre las 5:30 abandonaron la playa, pues los niños querían volver a la casa para bañarse en la piscina y jugar con Emma y Lucas, los dos perros pastor belga que cuidaban la residencia de los Martens. Los acordes de Another day in paradise, de Phill Collins, componían el soundtrack que sonaba por las cornetas del auto, en el camino de regreso. De fondo, el atardecer. Allí. Dispuesto.
Un regalo de bienvenida quizás, pensó Louis.
Al llegar a la urbanización, el reloj del auto marcaba las 7:00 de la noche.
De inmediato, Louis notó que algo desencajaba de la normalidad. Se fijó que en el camino que lleva a las últimas tres casas —entre las cuales está la suya— había marcas de cauchos de una camioneta que no le resultaba conocida. Él sabía cuáles eran los vehículos de sus vecinos, quienes, por cierto, se encontraban ausentes esa temporada.
Louis condujo lentamente hasta el estacionamiento de su casa, y allí, en efecto, encontró aparcada una camioneta rústica desconocida. Miró a su esposa. Ella le preguntó, clavándole la mirada, de quién sería. Él quiso contestarle, decirle que seguramente se trataba de una visita inesperada de amigos. Pero no pudo. Las probabilidades de que se tratara de delincuentes eran altas, tomando en cuenta el auge de la criminalidad en la isla. Incluso en la retirada y montañosa urbanización en la que fue a construir su paraíso, varios vecinos habían sido víctimas de robos en los últimos meses.
Detuvo el carro y se bajó, con precaución. Acordaron que su esposa y los niños se quedarían adentro hasta que él les indicara si era seguro salir. Caminó despacio e, inclinándose tras una palmera del estacionamiento, pudo tener acceso visual al jardín.
El cuerpo de Emma, uno de los pastores belga, yacía en el césped sin vida.
Ante esa visión comenzó a sudar frío. Sus extremidades temblaban. Se obligó a recobrar algo de serenidad para verificar qué sucedía dentro de su casa. Tomó las llaves de su bolsillo y se decidió a abrir la puerta de la entrada principal.
Al meter la llave en la cerradura, sintió que un calor asfixiante emanaba desde el interior de su cuerpo. Respiró profundo y abrió la puerta.
Vidrios en el piso, muebles rotos. Dos hombres con capuchas negras terminaban de desconectar el televisor de la sala. Al fondo, otros dos individuos comían lo que encontraban en la nevera y se tomaban la champaña que Louis compró en su viaje para celebrar sus 14 años de casado.
Los cuatro hombres lo vieron. Era como si hubiesen asumido que los dueños de la casa no estaban en Margarita. Sorprendidos, se levantaron con ademán de dirigirse hacia donde estaba Louis, quien movido por un impulso cerró la puerta de golpe.
La adrenalina y el miedo a que le dispararan le hicieron correr despavorido. Se montó en el auto y arrancó, ante la mirada desconcertada de su familia. Solo pensaba en alejarlos de ahí cuanto antes. La velocidad a la que conducía hizo que el carro rebotara por el camino de piedra. Y al salir de la urbanización, se percató de que no lo estaban siguiendo.
No sabía a dónde llevar a su familia. Su esposa gritaba y lloraba, pidiéndole detalles de lo que hacían aquellos hombres en su casa. Louis no podía articular palabra, pero las venas brotadas en su rostro fueron una señal suficientemente clara para avisar a su familia de que se trataba de algo grave. En la mente de Louis se repetía la imagen de su mascota muerta en el jardín, del interior de su casa repleto de vidrios, de aquellos hombres tomándolo todo.
Llegaron a casa de unos amigos cercanos, en Porlamar, quienes les prestaron el teléfono para denunciar lo que había pasado. Louis sabía que era poco lo que podían hacer. Cuando los policías llegaron a la urbanización, constataron que uno de los perros había sido asesinado. El otro, Lucas, no estaba. Los sujetos ya se habían ido. En la búsqueda de objetos de valor y dinero, destruyeron cuanto encontraron a su paso.
Aun sabiendo que ya no había nadie allí, Louis se negó a volver a su casa. Tan solo pensar en regresar y abrir la puerta, de aquello que había sido un paraíso hecho con sus propias manos, le generaba ansiedad. La idea de ver lo que los sujetos le habían hecho a su casa le producía una sensación de vacío. Pidió a los policías que se encargaran de la situación y encomendó a una pareja de empleados de confianza que vigilaran el lugar durante su ausencia.
A la semana siguiente, su esposa y sus hijos tomaron un avión a Bruselas.
Él se quedó en un apartamento alquilado, mientras completaba los trámites para poner en venta la casa, para luego reunirse con su familia. Con resignación, debió abandonar su sueño para preservar la vida de ellos.