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Solo saben que a ellos no los han llamado

Alexandra Sucre | 7 oct 2020 |
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José Carreño y Mirta Urbina tienen a sus hijos regados en cuatro países distintos. En febrero de 2020 viajaron a Mallorca, España, a la casa de una de sus hijas, para cantarle cumpleaños a su pequeño nieto. Poco después comenzó el confinamiento por la pandemia de covid-19 y las autoridades cerraron el espacio aéreo. Se quedaron varados.

Fotografías: Álbum Familiar

 

José le toma la mano a Mirta. Ella apoya la cabeza en su hombro. Juntos miran hacia el agua: ante ellos se extiende un mar cristalino y azul verdoso. Cierran los ojos. Respiran hondo. Algo —quizá el olor salino o tal vez la calidez de los rayos de un sol que comienza a declinar— desata en ellos la nostalgia. Sus mentes viajan a Margarita, la isla a donde muchas veces han escapado de su rutina en Caracas. Desde que sus hijos crecieron, disfrutan darse el tiempo para recorrer en bote las playas del oriente venezolano. Ahora, este ocaso —esa profusión de nubes rosadas y anaranjadas— les recuerda el país al que necesitan volver.

En Palma de Mallorca son las 6:00 de la tarde. Desde hace unas semanas, José y Mirta, cansados del encierro, caminan cada tarde por esta costa. Lo hacen para combatir la madeja de sentimientos —confusos, contradictorios— que han sentido desde que comenzó la pandemia: recorren unos seis kilómetros, pero en ocasiones han llegado a ser hasta 20. Caminan para sentir que el mundo no está detenido; para espantar esa sensación que tienen luego de tantos días atrapados lejos de casa.

José Carreño y Mirta Urbina son esposos. Él tiene 56 y ella 58 años. Llegaron el 10 de febrero de 2020 a Palma de Mallorca, en la Isla de Mallorca, España, para visitar a su hija Mariel y ver a su nieto soplando las velas de su segundo cumpleaños.

Mariel y su esposo se fueron de Venezuela hace 11 años, cuando sintieron que los desaciertos del chavismo ya trastocaban sus vidas. José y Mirta iban a verlos cada vez que podían; y cuando en 2018 nació el nieto, comenzaron a esforzarse por ir más seguido: abuelos al fin, querían disfrutar el crecimiento del bebé.

Viajaban mucho y no solo a España. Además de Mariel, José y Mirta tienen otros tres hijos viviendo fuera de Venezuela, y procuraban verlos a todos con frecuencia. Cuando arrancó 2020, ya tenían planificado el itinerario del año. No prestaron mayor atención a las noticias que decían que en Wuhan, China, había un nuevo coronavirus que producía una enfermedad llamada covid-19 que cobraba vidas. Viajarían a España en febrero, luego a Panamá, después a Chile, y por último a México.

Y siempre volverían a Venezuela.

En España, José estaría solo 45 días y después regresaría a su país, porque tiene un negocio de compra-venta de vehículos y repuestos que tiene que supervisar. Mirta sí estaría los tres meses que la ley del país ibérico les permite a los turistas estar sin visa.

Con ese plan aterrizaron en Mallorca y se entregaron a unos días de felicidad: salían de paseo a conocer lugares, recorrían la isla, pasaban tiempo de ocio con el nieto y, desde luego, celebraron el cumpleaños del pequeño. Uno de esos días los noticieros anunciaron que aquel virus que causaba muertes en China había escapado de sus fronteras y que avanzaba por el mundo. Era una pandemia. La prensa informaba cifras de contagios y de muertes. La gente moría sin aire, con los pulmones colapsados.

José tenía boleto de regreso a Venezuela para el 25 de marzo; pero 11 días antes, el sábado 14 de marzo, el gobierno de España decretó “estado de alarma”, ordenó el confinamiento obligatorio y la suspensión de vuelos. El número de casos contagiados allí se incrementaba velozmente: ese día pasó de 3 mil 146 a 5 mil 232.

Y en Venezuela, el viernes 13 de marzo, Delcy Rodríguez informó que en un vuelo proveniente de España habían llegado los dos primeros contagiados. El domingo 15, Nicolás Maduro anunció la cuarentena obligatoria en algunos estados, el cierre de fronteras y del espacio aéreo.

José y Mirta seguían de cerca todos estos anuncios. Intentaron cambiar los boletos para regresar a Venezuela, pero en la aerolínea les informaron que de hacerlo deberían pagar un monto adicional. Y ellos, aunque el panorama era incierto, no se angustiaron, porque tanto en España como en Venezuela el confinamiento sería por 30 días. Se imaginaron que pronto volvería la normalidad al mundo. Que los científicos y los gobernantes algo harían para que así fuese. Incluso, pensaron que unos días más en casa de su hija no les caerían mal.

Pero el tiempo pasaba y las cosas seguían igual. O peor. Luego de un mes de confinamiento, en España las cifras eran devastadoras: solo el 14 de abril se reportaron 4 mil 500 nuevos casos. Ese día José y Mirta comprendieron que tendrían que aplazar el retorno quién sabe por cuánto tiempo. Esa era la realidad, aunque les costara aceptarla.

 

Mariel y su esposo son ingenieros informáticos y trabajan en empresas relacionadas con el sector turístico, uno de los más afectados con la pandemia. A ambos les redujeron la jornada laboral y comenzaron a pagarles la mitad del salario; mientras que Mirta y José se quedaban ya sin dinero, porque ellos solo habían llevado como para cubrir unas vacaciones de pocas semanas. Empezaron a desesperarse por volver.

Y como ellos, otros venezolanos. Muchos sin dinero, sin tener donde alojarse, algunos durmiendo en refugios en el aeropuerto. Y sin información certera.

En julio, luego de que ellos lo exigieran, el consulado venezolano inició un censo para organizar vuelos de repatriación. Mariel y sus padres investigaron sobre el procedimiento. Había que registrarse en el sitio web del consulado y eso hicieron. Pero no fue sino hasta agosto cuando les respondieron: les enviaron una planilla solicitando los datos de quienes viajarían: nombres, edades, tiempo que llevan en España, aerolínea y fecha de regreso.

Y no los contactaron más.

Mariel ha enviado varios correos para conocer el estatus de la solicitud de sus padres, pero no ha recibido respuesta.

Mirta se sumó a un grupo de WhatsApp de otros venezolanos varados. Allí han dicho que el vuelo humanitario no es gratuito, que deben cancelar un pasaje con la aerolínea Plus Ultra y que tiene un costo aproximado de 500 euros por persona. 

Con los salarios reducidos, a la familia se le hace cuesta arriba destinar 1 mil euros para esos pasajes. Mientras tanto, Air Europa, aerolínea con la que compraron los boletos de ida y vuelta, ha reprogramado sus vuelos de regreso a Venezuela. Así que, si en algún momento ese vuelo se realiza, la empresa no les reembolsará el dinero a José y Mirta en caso de que ellos hayan tomado un vuelo humanitario.

Mariel, José y Mirta saben que se han realizado al menos tres vuelos de repatriación, pero desconocen los criterios de selección de pasajeros que ha usado el consulado para asignar puestos. Solo saben que a ellos no los han llamado.

 

Para José y Mirta los días en Palma de Mallorca comienzan muy temprano en la mañana. Desayunan, ven televisión, leen. A veces, Mirta sale a caminar, mientras José se queda meditando. Todo lo que hacen es para luchar con esa sensación de sentirse prisioneros en un país en el que ya no se hallan. Quisieran ir a conocer otros lugares de la ciudad —sobre todo ahora que se encuentra en una etapa de flexibilización de la cuarentena por el descenso en el número de contagiados de covid-19— pero están tratando de ahorrar el poco dinero que les queda.

Agradecen estar bajo el techo de su hija, donde no les ha faltado comida, una bendición que no han tenido otros.

Pero extrañan su hogar.

Muchos les han insistido en que se queden en España, que las cosas en Venezuela van de mal en peor, pero ellos no quieren: su deseo es volver. Y nadie les sacará esa idea de la mente.  

Ellos saben lo que significa migrar porque ya lo vivieron. En enero de 2016 empacaron sus cosas y se fueron a Panamá con la idea de invertir unos ahorros y emprender. Pero estando allá no se sintieron a gusto. Se desanimaron cuando hicieron un estudio de mercado y se dieron cuenta de que pocos emprendimientos de venezolanos sobrevivían más allá de los seis meses. José y Mirta extrañaban Venezuela. A sus amigos, su casa. En medio de ese calor siempre sofocante añoraban el frío de la montaña que se sentía en su casa de Lomas del Ávila. Así que meses después, en noviembre, se devolvieron. Con el dinero compraron un terreno en el que construyeron un galpón y echaron a andar un nuevo negocio, una compra-venta de vehículos y repuestos, que pronto les dio frutos.

Por eso es que no quieren volver a ser migrantes. Aunque Mallorca sea una isla hermosa, ellos no se ven allí de manera permanente. Dicen que esta vida improvisada, de encierro y limitaciones, no es la suya. Y que necesitan regresar con urgencia porque además el nuevo socio de José, el encargado de la tienda, murió durante la cuarentena a causa de una trombosis, y ahora el negocio está detenido.

En el grupo de WhatsApp han dicho que para tomar el vuelo deberán consignar una prueba PCR que indique que no tienen el virus; y que, al llegar a Maiquetía, les presentarán una lista de posadas y hoteles para que escojan dónde pasar los días mientras les hacen una nueva prueba PCR. Y que ellos deben costear ese hospedaje, que va desde 40 hasta 100 dólares por noche.

También han dicho que el próximo vuelo de repatriación saldrá en algún momento de octubre. Pero no tienen certezas de nada. Ahora, frente al mar de Mallorca, José y Mirta oran para estar en esa próxima lista. Miran ese mar añorando aterrizar al borde del Caribe.

 

Alexandra Sucre

Caraqueña. Licenciada en Comunicación Social, mención Periodismo, de la Universidad Católica Andrés Bello. Amo el periodismo narrativo y de investigación.
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