Unos niños hambrientos en un salón de clases. Familias indígenas de Delta Amacuro, en el extremo este de Venezuela, que solo comen mangos para rendir la poca comida que tienen. Una pandemia que llega para complicar lo que ya era complicado. Arlys Obdola convirtió su negocio en un programa que intenta paliar la crisis alimentaria que atraviesa el país.
Fotografías: Álbum Familiar
Un sombrero como corona; una cuchara de madera como cetro.
Un grupo de niños de Marhuanta ve que a lo lejos viene una mujer que es como su hada madrina: esa que trae un sombrero redondo y una cuchara de madera. Sonríen, emocionados, mientras ella se acerca empujando una carretilla en la que traslada los ingredientes con los que preparará una sopa para los miembros de esta comunidad del municipio Angostura del Orinoco del estado Bolívar.
Los niños corren a su encuentro: la rodean, la abrazan, la saludan. Están descalzos o llevan zapatos desgastados, andan sin franelas y con pantalones sucios por la tierra que abunda en las calles de Marhuanta. Los vecinos que están cerca también se entusiasman y se organizan para preparar y repartir la sopa. Procuran que la mayor cantidad de gente pueda comer. Porque para muchos de quienes viven en este sector un plato de sopa caliente o unas arepas recién asadas harán una gran diferencia. Arlys lo sabe. Y por eso, como tantas otras veces, ha venido.
Arlys Obdola fue maestra en la Unidad Educativa Angosturita II de Ciudad Bolívar, la capital de este estado del sur de Venezuela. Mientras estuvo allí, le angustiaba ver que algunos niños que iban a clases tenían la mirada perdida, muy pocas energías, y andaban somnolientos, porque no habían comido. En la escuela le exigían a la docente que preparara eventos, que adornara carteleras, que organizara bailes tradicionales, y ella lo hacía con gusto; pero ver a esos niños demacrados la hacía pensar. Sabía que venían de hogares tomados por las garras de la pobreza.
Arlys sentía que perdía mucho tiempo planificando clases y mandándoles asignaciones que ellos, de todas formas, no podrían cumplir.
¿Quién puede rendir sin haber comido?
Entonces empezó a invitarlos a su casa: cada vez que podía, les brindaba un plato de comida. Sabía que así no resolvía el problema, pero era lo que ella podía hacer. A veces, algunos padres rechazaban la invitación porque sus hijos no tenían zapatos o ropa en buenas condiciones para ir. A algunos, ella lo sabía, les daba pena recibir ayuda sin poder dar algo a cambio. Pero poco a poco se fue ganando la confianza de esas familias.
—Maestra, ¿me puedes dar un poquito de harina? —decían los niños cuando se despedían, después de esos encuentros en casa de Arlys.
—Maestra, ¿será que me puedo llevar un poquito de pan? Aquí se come pan, en mi casa no se come pan.
Esas frases, que nunca olvidaría, la estremecían.
Y ese estremecimiento sería un motor que la llevaría lejos, pero ella aún no lo sabía.
Empezó a regalarles comida. Siempre con limitaciones, claro, porque ella tampoco tenía demasiado. Era madre de dos hijos y su sueldo de docente no le alcanzaba para mucho. Y eso que era 2010 y todavía no se sentía la crisis que se avecinaba. Frustrada por no poder hacer más, pensaba en cómo ayudarlos de mejor manera, a quién acudir, pero no se le ocurría nada.
Tiempo después, en 2013, decidió dejar su trabajo como maestra porque se sentía cansada. Estudió cocina en una academia culinaria y empezó a dedicarse de lleno a Ricuritas, un negocio que se inventó para obtener ingresos: preparaba y vendía pasapalos con forma de animalitos y muñequitos.
En diciembre de ese año, Avenext, una organización que brindaba apoyo a comunidades empobrecidas de Ciudad Bolívar, invitó a Arlys, por ser la dueña de Ricuritas, a participar en una actividad en la que hicieron comida navideña para 13 familias necesitadas. A partir de entonces, Arlys se dio cuenta de que con Ricuritas podía continuar haciendo lo que tanto quería desde que era docente: ayudar a los demás.
Pronto, con el apoyo de su hija menor, empezó a recolectar donaciones de comida y a organizar jornadas de alimentación en comunidades cercanas a su casa. Los propios vecinos se convirtieron en voluntarios: ayudaban a montar la sopa, a repartir las arepas. Después Arlys comenzó a frecuentar otros sectores de Ciudad Bolívar, como Milagro de Dios, Boca de Marhuanta, Cardozo, Mayagua, para también ofrecer a quienes vivían allí lo que podía cocinar. Se subía al transporte público para escuchar a los pasajeros y observarlos; se acercaba a algunos, conversaba con ellos. Esto la ayudaba a entender sus realidades y a decidir a dónde ir.
Así Ricuritas se hizo conocida.
Ella conocía el estado Delta Amacuro, en el extremo este de Venezuela. Nació en Tucupita, su capital, hace 54 años, y allí pasó parte de su infancia con sus padres y hermanos. Desde pequeña, su papá, quien ahora tiene 87 años, le enseñó a ayudar a quien lo necesitara, incluso (o sobre todo) en las situaciones más adversas. De niña, no entendía por qué su padre la alentaba tanto a compartir, pero al crecer comprendió la importancia del desprendimiento.
Un día a Arlys se le ocurrió salir de las fronteras del estado Bolívar e ir a su Delta Amacuro natal. Sabía que era un estado empobrecido, habitado en su mayoría por pueblos indígenas, y que muchos podían necesitar su ayuda. Era 2016: la crisis venezolana ya se desbordaba como un río que arrasaba todo a su paso.
No pudo pagar una lancha para ir hasta las poblaciones más remotas del Delta, pero en Tucupita, gracias a unos conocidos, se subió a un camión que sirve de transporte a un comedor. Primero harían una parada en la comunidad de Pueblo Blanco, pero le aconsejaron que no lo hiciera, porque, según le dijeron, esa mañana alguien había muerto de hambre, y la gente no quería recibir visitas.
Siguieron camino a Los Güires, otra comunidad indígena warao. Allí vio que no tenían ni siquiera un módulo de salud, como tampoco había en otras poblaciones de la zona. En esos recorridos constató lo que ya intuía: que en los hogares waraos comían muy mal. Le contaron que muchos habitantes de Los Güires, el Caigual y Pueblo Blanco sufrían de desnutrición, tuberculosis, anemia, infecciones respiratorias y diarreas constantes.
Notó que los hombres tumbaban mangos y los cargaban en cestas hasta sus casas. La fruta era parte de la dieta de algunas familias: un día solo se alimentaban con mangos y al siguiente, preparaban la comida que habían podido comprar.
Arlys cargaba en el camión ingredientes y una olla para preparar la sopa. Entonces puso manos a la obra. Ella y otras mujeres del sector pelaron y cortaron las verduras, y luego repartieron el caldo. Ese día, allí, recordó que los indígenas que conoció en su niñez eran alegres. Esos que ahora tenía enfrente, quizá por el hambre y la falta de atención médica, eran diferentes: le costaba sacarles una sonrisa.
Comenzó a viajar con frecuencia a Delta Amacuro.
Una vez, en una de esas visitas, Arlys y sus voluntarios organizaron un arepazo para la comunidad de Yakariyene, ubicada en la entrada de Tucupita. Tiempo después, unos indígenas de allí la reconocieron en el mercado de la ciudad, mientras en una tienda se medía un sombrero, hecho con una planta que los lugareños llaman boras.
Los indígenas la saludaron y le comentaron algo a la dueña del negocio, que ella no pudo escuchar.
—El sombreo es para ti —dijo la vendedora a Arlys, dándole a entender que se lo podía llevar sin pagarlo.
Ahora, cada vez que va a una jornada de alimentación de Ricuritas lleva el sombrero, y lo llama su “corona”. Y esa “corona” luego hizo juego con una cuchara de madera, su “cetro”. Por esos objetos ella le gusta pensar que es “hada madrina” de esos niños que se alegran cuando la ven.
En una ocasión, llevó comida, caramelos, una piñata y colchones inflables para los niños que viven cerca del Caño Manamo. Los más pequeños le pidieron que saltara con ellos, y Arlys, a pesar de que ya no se sentía tan joven, aceptó. Jugaron durante horas sobre la arena suave y tibia a la orilla del río, mientras caía la tarde.
La pandemia de covid-19 vino a complicar lo que ya era complicado.
Arlys y el equipo de voluntarios de Ricuritas no sabían cómo hacer para mantener su labor. La escasez de combustible, las restricciones para circular durante la cuarentena, la falta de dinero en efectivo y los altos precios de los traslados les impidieron continuar yendo a Delta Amacuro.
Además, aunque no se hizo las pruebas para tener un diagnóstico, en octubre de 2020, Arlys empezó a sentir los síntomas del virus y tuvo que aislarse. La primera noche soñó que había una fila de gente esperando por su ayuda fuera de su casa. Pasó una semana muy mal, con fiebre, tos seca y dolor en el pecho. Estar enferma le generó estrés, porque sabía que mucha gente contaba con los alimentos que ella les acercaba.
Cuando se recuperó, pudieron reanudar las jornadas, pero solo en Marhuanta. No podían seguir detenidos. En parte porque otras organizaciones, como Pintando Sueños y One Milk for Venezuela, quisieron aliarse con Ricuritas. Ambas colaboran con apoyo financiero o aportando alimentos y medicinas.
Bolívar es un estado en el que 67,3 por ciento de la población sufre de inseguridad alimentaria, según la última Encuesta Nacional de Condiciones de Vida. Incluso varios voluntarios de Ricuritas son parte de esa población en situación vulnerable, por lo que algunos se fueron a buscar oportunidades económicas en el campo. Muchas personas tocan la puerta de su casa buscando un plato de comida, pero a veces ella misma no tiene qué ofrecer.
Mientras se ocupa de Ricuritas, siembra ají y de vez en cuando da clases privadas de mukimono, un arte japonés para decorar frutas que aprendió hace años.
Las jornadas han continuado, pero Arlys no siempre asiste porque su cuerpo aún no se recupera del todo de aquellos días de fiebres altas y tos seca. El equipo de voluntarios de Ricuritas se ha encargado de que los niños sigan recibiendo un plato de comida. Y eso la llena de satisfacción.
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Esta historia forma parte de La Ruta del Hambre, un proyecto editorial desarrollado por nuestra red de narradores, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.