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Su contribución con Venezuela era seguir aquí

“¿Por qué no sales de Venezuela, si todo el mundo está saliendo?”, le preguntaron sus familiares a Josiah Okal K’okal cuando fue a visitarlos a Kenia, en 2017. Temían por su seguridad y por su vida. No se equivocaron porque, despuntando 2024, el misionero de La Consolata fue encontrado muerto en extrañas circunstancias. Mariett Hamilton fue a visitarlo un mes antes y aquí cuenta la historia de este sacerdote que dedicó su labor evangelizadora y social a los indígenas de Delta Amacuro.

FOTOGRAFÍAS: MARIETT HAMILTON / PEGGY VIVAS

A Josiah Okal K’okal su vocación lo encontró. Aunque de pequeño le llamaba la atención ser abogado, poco a poco el sacerdocio apareció en su vida. Llegó a sus 11 años en la figura del misionero de la Sociedad Mill Hill de Kenia, Tony Chantry, quien visitó la secundaria donde estudiaba y lo acercó al catolicismo sumándolo a un grupo juvenil.

Ser parte de ese grupo aclaró su visión sobre lo que quería. Si era ser sacerdote, se convertiría en un sacerdote-misionero. La vida de los sacerdotes que permanecen en una diócesis no era un plan para él. Como misionero sí podría salir y conocer otras culturas.

Así fue como identificó su camino.

Ese trayecto lo cruzó con Luigi Bruno, un sacerdote italiano que se hizo amigo de la familia, y le habló sobre la misión del sacerdocio de una manera que lo cautivó. La manera de vivir de Bruno, con ese amor inmenso hacia los demás, inspiró al joven Josiah a identificar en quién quería convertirse.

Dos de sus hermanos le enseñaban francés en casa, lo que despertó su interés por las lenguas. Pero aun cuando empezó a estudiar lingüística en Kenia, en su segundo año la abandonó. Se dio cuenta de que ya era hora de ir al seminario. Estudiaría filosofía.

Después de finalizar sus estudios, hizo el noviciado como misionero de La Consolata, una congregación católica dedicada a la evangelización. Y cuando terminó, sus superiores le asignaron estudiar teología en Londres, Inglaterra.

Su estadía en Londres le sirvió para saber que las ciudades no eran su lugar. Para él las culturas se trataban de los vínculos que se pueden establecer, de esa cercanía humana que se traduce en relaciones profundas, de ayuda, de crecimiento, así que una vez que terminó sus estudios, se ordenó como misionero.

Tenía tres opciones: Venezuela, Sudáfrica y Corea del Sur. Venezuela siempre fue la primera de ellas. Aunque no conocía mucho del país, sí sabía del trabajo que hacían los misioneros de La Consolata con los indígenas y esas culturas lo fascinaban.

Ya en Caracas, se quedó cinco meses ahí para aprender castellano. Luego se fue a misiones en comunidades de distintas ciudades y estados como Barquisimeto, La Guajira, Los Caños del Delta Amacuro y Apure.

Llegó a Venezuela el 22 de octubre de 1997. Tenía 27 años y aquí vivió hasta que, misteriosamente, murió en enero de 2024.

Conocí a K’okal el 1ro de diciembre de 2023. Me topé con dos indígenas en la entrada de la casa de la misión en Tucupita, en el estado Delta Amacuro. Él me recibió con un abrazo y cuando saludó a las dos muchachas lo hizo en warao. Me sorprendió porque no esperaba que hablara tan bien esa lengua. De piel negra y aproximadamente 1,70 metros de altura, vestía ropa deportiva, una camisa verde, un mono azul marino y chanclas beige.

Más tarde ese día descubriría que había nacido en Uganda, pero que su familia huyó a la vecina Kenia y por eso creció ahí; que hablaba inglés, un poco de italiano y portugués; que le gustaba sembrar y que siempre volvía a Venezuela, aunque se ausentara por estudios, compromisos religiosos en otros países o visitas familiares.

Cuando llegó a Tucupita, en 2005, se dedicó a estudiar en profundidad a los pueblos indígenas. Para él Dios era un arquitecto, y crear tantas lenguas y culturas era lo más “maravilloso” que existe en este mundo. Cada vez que visitaba la comunidad de Nabasanuka le quedaban muchas preguntas. Sentía que algo faltaba y era entender la cultura. Para él Dios creó tanta “belleza” en las culturas, que la religión no podía cambiarlo todo.

Se ausentó del país mientras estudiaba una maestría en antropología en Quito, pero tres años después regresó. Si bien la antropología le dio algunas respuestas, siempre surgían más preguntas. Para él la vida se trataba de eso: mientras más preguntas, mejor se buscará cómo responder. Desconfiaba de las personas que ya no tenían más preguntas en la vida, que creían saberlo todo. 

Su intención fue buscar una forma de que la religión no atropellara a la cultura warao, por eso defendía la integración o inculturación, para que los indígenas también se sintieran parte y no creyeran que los misioneros habían venido a imponerles nada. Así materializó su sueño de hacer misas en las que se leía el evangelio en warao, mezclando su religión con elementos indígenas.

Se familiarizó con esta comunidad hasta llegar a dominar su idioma y ser parte de ellos. Se ganó el apodo de papá o hermano en las generaciones que vio crecer. Junto a su congregación, decidió trabajar con los indígenas por considerarlas culturas puras, en las que se cultivaba la confianza y la alegría, pese a las dificultades por las que estuvieran atravesando.

Esa confianza la labró hasta volverse familia para ellos. Fue el primer misionero negro que llegó a evangelizar en una comunidad indígena de Delta Amacuro. Para la comunidad warao, que personas negras los visitaran significaba que los robarían, pues ya se habían acostumbrado a que los motores de sus lanchas desaparecieran con la llegada de hombres negros provenientes de Trinidad y Tobago. 

Lo supo el día que fue por primera vez de misión a Los Caños.

Otilio González, anciano de la tribu, vio llegar a K’okal y, temeroso, gritó en warao. 

—¡Llegaron los negros! ¡Guarden los motores en la casa porque nos van a robar!

—Este negro no quiere su motor —le respondió K’okal, también en warao. El anciano se sorprendió. No esperaba que aquel negro hubiera entendido sus palabras y mucho menos que le respondiera.

K’okal conoció Los Caños de Delta Amacuro en sus tiempos de abundancia, cuando a las comunidades llegaban bolsas de comida subsidiadas y había casas hasta con aire acondicionado.

Una mañana de diciembre de 2006, vio llegar a la comunidad de Nabasanuka una chalana de nombre La Orchila. Estaba cargada de alimentos. Bolsas y bolsas de comida para alimentar a un pueblo que ya gozaba de su propia producción. Sus habitantes se reunieron a la orilla del río para recibir la embarcación. Alrededor de 15 militares tripulaban la nave. Los waraos más jóvenes ayudaron a trasladar el cargamento hasta la casa de uno de los concejales, donde se haría la repartición. 

Al padre K’okal le sorprendió ver, a la orilla del río, a los niños jugando con las lentejas que venían en las bolsas y hacer montañas con ellas. Entendió que lo hacían porque esta legumbre no solía ser parte de la dieta de los indígenas, así que durante el almuerzo, junto al padre Vilson, cuatro hermanas de la fe —Carla, Ivana, Luigina, Rosemary— y William, el motorista, acordó que era mejor recolectarlas y llevarlas a la parroquia de San José en Tucupita, donde solían llegar personas a la casa de los sacerdotes a pedir comida. Para que no se desperdiciaran más, les ofrecieron a los niños un caramelo o una chupeta por cada kilo de lentejas que les entregaran y así lograron recolectar más de 50 kilos.

Vivir entre ellos le permitió a K’okal darse cuenta de cómo iba mermando la capacidad de producción de estas comunidades que vivían de la agricultura y la pesca. Vio cómo la abundancia pasó a ser escasez y cómo cada cargamento de bolsas de comida llegaba cuando se aproximaban las elecciones. Y vio cómo los waraos empezaron a buscar mejores condiciones de vida fuera del país, principalmente en Brasil, donde, de acuerdo con Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), 6 mil 800 waraos viven hoy en condición de refugiados. Al tema de estos desplazamientos forzados le dedicó la tesis de la maestría en antropología que hizo en Quito.

A finales de 2011, K’okal salió de Los Caños para establecerse en Caracas por siete años, tras ser elegido superior de los misioneros de La Consolata. Durante esa estadía, participó en las protestas antigubernamentales de 2014 y 2017, sobre las cuales conversó con su familia cuando, en el mismo 2017, fue a visitarlos a Kenia.

Llegó a la casa de sus hermanos. Todos sabían lo que era huir de un régimen dictatorial porque así lo habían hecho cuando salieron de Uganda. De la lejana Venezuela veían las imágenes de la represión a través de las redes sociales y la televisión. Incluso, en una de esas imágenes lo habían distinguido a él en medio de una manifestación.

—Dime, ¿por qué no sales de Venezuela, si todo el mundo está saliendo? —le dijo seriamente su cuñada Ruth, quien era como una madre para él—. Nosotros estamos preocupados por ti cada vez que escuchamos que hay protestas.

A esta pregunta se sumaron sus hermanos y sobrinos. También amigos y conocidos. 

—¿Por qué no sales? Puedes quedarte a trabajar aquí.

Él no tenía respuestas. Se sintió inmerso en una crisis emocional. Pensaba en la Venezuela que le había dado tanto. En la Venezuela solidaria, donde “el extranjero era como un ángel que llega”.

Sabía que cualquier cosa que le dijera a su familia les parecería una excusa, pero tomó una decisión.

—Familia, hay amores que no hay cómo entender, pero yo he optado por quedarme en Venezuela. Es difícil que me entiendan, pero solo recen por mí, oren por mí para que no pase nada.

K’okal me contó esto y guardó silencio por unos segundos. Y entendí que había decidido que su contribución con Venezuela era estar. A diferencia de los misioneros europeos, que suelen contar con más recursos económicos, él no los tenía. Solo contaba con su propia capacidad para adaptarse a nuestra gente, vivir con sencillez y ser auténticamente cercano.

Y para él no había otra forma de ser cercano que estando. Por eso decidió permanecer en el país, nacionalizarse y ser venezolano.

De esas vacaciones difíciles en Kenia regresó, pero la gran interrogante de su familia quedó abierta. Para ellos, K’okal peligraba. Venezuela se había convertido en un lugar inseguro. Y no se equivocaron.

Me enteré de su desaparición y luego de su muerte, el 2 de enero de 2024. Justo un mes después de conocerlo. No podía entenderlo, todavía no lo entiendo. Habíamos pautado otro encuentro para el 21 de enero. Ese día haría una misa en la Catedral de Tucupita, que yo podría presenciar por primera vez.

Las autoridades concluyeron que su muerte fue por suicidio, pero quienes lo conocieron no le dan crédito a esta versión. Cómo era y cómo lo vieron en sus últimos días les impide creer que fuera capaz de colgarse de un árbol, tal como lo encontraron en una zona boscosa. Según testimonios, había salido la mañana de Año Nuevo a pasear en bicicleta y a visitar a los fieles, pero nunca regresó. Tenía tantos planes y quería contribuir con un futuro mejor para los pueblos indígenas, que sencillamente no creen posible que se hubiera quitado la vida.

K’okal me contó episodios en los que, por su piel negra, fue discriminado por policías y guardias nacionales. Y sin embargo, esto, lejos de desanimarlo, lo motivaba a combatir la vergüenza étnica en las comunidades indígenas que tenían como antecedentes historias de discriminación. Le preocupaban los desplazamientos forzados de los waraos a Brasil y, como parte de este fenómeno, especialmente el tráfico de personas, sobre lo que solía hacer denuncias.

Dictaba clases en una escuela de perdón y reconciliación. En su congregación repartía bolsas de comida a las comunidades más necesitadas y a quienes llegaban a la casa de la misión a pedir. También llevaba comida preparada una vez por mes a otras comunidades y al hospital materno, financiaba exámenes médicos urgentes, donaba útiles a los estudiantes universitarios y organizaba cursos de corte y costura, panadería y formación cultural, en los cuales enseñaban warao a los más jóvenes.

Motivado por conocer en profundidad las condiciones de vida de las comunidades waraos, hizo estudios para identificar cómo se encontraban y evaluar cómo las podían atender, a partir de la composición de las familias de esos pueblos. Entre sus proyectos estaba criar pollos para que los jóvenes trabajaran, crear una panadería y construir una biblioteca. No alcanzó a hacerlos realidad. 

Los padres de K’okal eran kenianos, pero emigraron a Uganda buscando mejores condiciones de trabajo. Ahí vieron nacer a su hijo en 1969 y lo bautizaron con el nombre bíblico de Josiah. Hasta que dos años después llegó al poder el dictador Idi Amin, conocido como El carnicero de Uganda y comenzaron las persecuciones. A un amigo de la familia, que había sido ministro en el gobierno anterior, lo asesinaron junto a su esposa y, ante el miedo de ser los próximos, la familia escapó de noche hacia Kenia.

En aquella huida, Josiah K’okal tenía 6 años de edad. A sus 54 años, no quiso escapar de Venezuela. Eligió quedarse porque todavía había trabajo por hacer.

 

Esta historia fue producida en la primera cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.

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Creí que ser periodista no sería lo mío, hasta que descubrí que sí. Agradecida porque estudiar comunicación social, en una de las peores etapas de mi país, no me detuvo ni un día. Me gusta escribir, hacer preguntas y contar las historias de aquellos que viven en la sombra.

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