En mayo de 2019, publicamos la historia del doctor Carmelo Gallardo, jefe del Banco de Sangre del Hospital Central de Maracay, detenido por participar en una protesta ciudadana. De allí salió tres meses después, tras tomar la dura decisión de declararse culpable porque, de lo contrario, no podría volver a ejercer la medicina. En la 4ta entrega de #HaySegundasPartes tejemos los hilos entre el hombre que entró a la cárcel y el que recuperó su libertad.
Fotografías: Gregoria Díaz / Álbum Familiar
Desde hace 10 años, el doctor Carmelo Gallardo recorre a diario en bicicleta unos 20 kilómetros de ida y vuelta, desde su casa en la población de Santa Rita, en el estado Aragua, hasta el Hospital Central de Maracay, donde trabaja como jefe del Banco de Sangre. En los últimos tiempos, sin embargo, le cuesta un poco más pedalear especialmente en las subidas, cuando el calor hace que gruesas gotas de sudor se deslicen por su frente y nota más las consecuencias del sobrepeso que adquirió en la cárcel.
El día de su detención, el 30 de abril de 2019, andaba en su bicicleta como siempre. Iba rumbo a la avenida Bermúdez de Maracay, para participar en una protesta ciudadana a raíz del llamado a las calles que hizo el entonces presidente encargado, Juan Guaidó, junto a Leopoldo López, dirigente opositor de Voluntad Popular, desde el distribuidor Altamira, en Caracas.
En el camino, un caucho se desinfló, así que Gallardo montó la bicicleta en el camión de un vecino y siguió la marcha a pie con un morral en hombros, su pito y sus carteles.
Durante la protesta, una señora se desmayó y el médico no dudó en ir a su auxilio.
Y justo en ese momento fue detenido.
Le imputaron los delitos de posesión de material explosivo, resistencia a la autoridad, obstrucción de la vía pública e instigación pública. El Tribunal Séptimo de Control de Aragua ordenó su encarcelamiento en el Centro de Reclusión y Rehabilitación de Aragua, conocido como Centro de Atención al Detenido Alayón, una peligrosa prisión para presos comunes en Maracay que era comparada con la cárcel de Tocorón, también en Aragua, hasta que esta fue clausurada en octubre de 2020.
El médico internista y hematólogo, egresado de la Universidad de Carabobo, estuvo detenido por tres meses.
Al llegar a la cárcel, lavó un mugriento y diminuto baño que debía compartir con más de 50 reclusos; sembró plantas y hasta comenzó a aprender a tocar guitarra con uno de los detenidos que tenía el instrumento y la disposición de enseñarle. También les pidió a sus colegas que le llevaran un estetoscopio, además de varios libros. Durante esos meses, pudo atender a algunos reclusos, a los familiares que los visitaban y hasta a policías custodios.
Enseñó caligrafía y a leer a varios de los acusados de “guarimberos” con los que compartía celda. Se propuso eliminar esa palabra del vocabulario de quienes estaban en prisión por las mismas razones que él: protestar pacíficamente. Guarimbero remite a violencia, a actos vandálicos, y ese no era su caso ni el de muchos de los que estaban ahí.
—Bienvenido al “Plan vacacional Alayón” —decía a quienes lo visitaban en la cárcel.
Algunos no entendían su empeño en llamar “campamento vacacional” y no “cárcel” a su reclusión. Pero Gallardo sabía, como médico, que debía evitar la depresión o la ansiedad. No solo por él, sino también por los otros presos. Y esa era una manera de intentarlo, cosa que no era sencilla. Especialmente a la hora de despertarse o acostarse, cuando veía aquella reja cerrada con candado que le impedía salir. Le molestaba estar a merced del estado de ánimo de un carcelero que decidía si los presos podían levantarse o caminar.
Una de las tareas que se impuso para disipar los efectos del encierro fue documentar su experiencia y la de otros presos políticos en unos apuntes, en los que contaba lo que vivían en aquella estrecha habitación que alguna vez fue la ducha de los policías, cuando en esa vieja estructura funcionaba la sede principal de la Policía de Aragua. Las anotaciones de esos días se extraviaron, así que el libro que había planificado escribir, no podrá ser publicado.
Una vez fuera de la cárcel, se dedicó a retomar el contacto con su gremio y a relanzar aquellas campañas de concientización que solía hacer invitando a donar sangre, y a esto agregó campañas sobre el lavado de manos como prevención de la covid-19. Pudo retomar su cargo como jefe del Banco de Sangre del Hospital Central de Maracay, al cual se reincorporó sin impedimentos y sin perder sus años de servicio dentro de la Corporación de Salud de Aragua.
Al principio se sentía lleno de ansiedad y temeroso. Le resultaba difícil dormir nuevamente en una cama, porque se había acostumbrado a la colchoneta sobre el piso de la cárcel. El sonido de la televisión le molestaba y sentía que verla era una pérdida de tiempo.
Las relaciones con algunos amigos y colegas cambiaron. No pudo evitar sentir resentimiento hacia aquellos que no lo visitaron en la cárcel o que no lo apoyaron como él sentía que debían haberlo hecho. Lo sentenciaron por tres de los cuatro delitos que le habían imputado inicialmente; solo descartaron el de posesión de materiales explosivos. Nada de eso tenía que haber ocurrido.
Como parte de la sentencia dictada por el Tribunal Séptimo de Control, a cargo de la jueza Yasdeise del Valle Herrera, se le impuso como pena el cumplimiento de servicio comunitario en el Palacio de Justicia en Maracay. El propio médico se ofreció a pasar consulta en la sede de los tribunales aragüeños. Pero 15 días después de su liberación, cuando se presentó para iniciar su jornada de consultas y, luego de una espera de más de tres horas, una jueza le informó que por órdenes del presidente del Circuito Judicial no podía permanecer allí.
—Traiga un cartucho de tinta y se va. Con eso cumple el servicio comunitario —le dijo la jueza.
Gallardo insistió, incluso escribió una carta para darle más formalidad a su solicitud, pero fue inútil. Tampoco tomaron en cuenta la carta que llevó a la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional para prestar servicio allí. Hasta que, finalmente, encontró un lugar en el que podía cumplir con la obligación judicial. Cerca de su vivienda, en La Morita, funciona la Clínica del Instituto de Policía del estado Aragua. Allí pudo atender a los familiares y policías del estado. Y se llevó la sorpresa de que, tres meses después y en plena cuarentena, lo llamaran para contratarlo como médico internista.
A finales de 2019 y los primeros meses de 2020, la crisis económica del país tocó a su familia. Durante su encierro, había perdido las consultas externas que tenía programadas. Pero poco a poco fue encontrando nuevos espacios para ejercer la medicina de manera privada. Unos amigos de infancia de sus padres le brindaron la oportunidad en una clínica en Maracay.
A pesar de ser un médico con tres especialidades, sus condiciones financieras aún son difíciles. Sus ingresos como internista, paradójicamente, comenzaron a mejorar con la llegada de la pandemia de covid-19 a Venezuela, pero la especialidad de hematología sigue sin rendirle mayores beneficios, al igual que la de epidemiología, que pudo culminar recién a finales de 2020.
En la cárcel aprendió que solo no puede cambiar el sistema que impera en Venezuela.
Aún carga a cuestas el cuestionamiento que mucha gente le hizo cuando decidió admitir, en tribunales, los hechos por los que fue imputado, contrariando las indicaciones de sus abogados defensores. Su razonamiento fue que, si aceptaba una medida sustitutiva de casa por cárcel, no podría ejercer la medicina quién sabe por cuántos años. Como hijo único, no podía dejar sin sustento a sus padres. Se exponía a un proceso que podía representar años en un juicio indefinido.
Tampoco iba a tener la posibilidad de exponer públicamente la situación de los presos políticos. Y mucho menos, seguir denunciando las carencias y deficiencias del sistema sanitario en la región, o continuar con su labor de concientización ciudadana que le ha ganado reconocimiento y aceptación en su comunidad. Además, pensó, el costo político que su detención representaba para el régimen de Nicolás Maduro se diluiría.
Era todo o nada. O la cárcel o la libertad.
—La casa por cárcel te envía al olvido —dice con convicción a los amigos que no terminan de entender su decisión de declararse culpable.
Continúa con sus campañas para la prevención de la covid-19 y las donaciones que requiere el principal banco de sangre de Aragua, pero aquellas protestas pacíficas y hasta solitarias que hacía desde el Hospital Central de Maracay, exigiendo insumos y equipos médicos, quedaron en el pasado. Sin embargo, cuando habla con amigos y colegas las palabras “preso político” y “dictadura” salen con facilidad de su boca. Les dice abiertamente que su misión es ser el “mejor médico internista en dictadura”.
Ahora llama las cosas por su nombre. Su encarcelamiento produjo temor y miedo en sus amigos y compañeros de trabajo, pero dice que a él le dio claridad.
No guarda rencor a sus victimarios, solo quiere justicia; que algún día sean juzgados los responsables de los atropellos y violaciones a los derechos humanos en contra de cientos de presos políticos como él. No se siente acosado ni perseguido, aunque procura evitar otra detención, porque no duda que el régimen siempre encontrará excusas para encarcelar a disidentes.
Dos años antes de la detención, su esposa María Andreína Pérez había decidido emigrar a Colombia junto a sus dos hijos, buscando mejores oportunidades. Allá esperaba que se les uniera el doctor Gallardo. No ocurrió así. La ausencia física del esposo se prolongó más de lo planificado, lo cual fue deteriorando la relación de más de 10 años. La familia se reunió en la Navidad de 2018, cuando la separación conyugal ya estaba en puerta.
El siguiente reencuentro de la pareja fue en la cárcel.
María Andreína llegó a Venezuela el 2 de mayo de 2019, dos días después de la detención de su esposo. Venía para conocer de su estado, apoyarlo y para exigir su liberación. Pero apenas pudo quedarse 15 días. Los niños y su trabajo como nutricionista en Colombia no le permitieron permanecer por más tiempo en el país.
En diciembre de 2020, luego de un tortuoso viaje por esas trochas que deben atravesar los migrantes venezolanos que solo pueden viajar por tierra, el médico finalmente pudo reunirse con su familia en Colombia. A su regreso a Maracay, a finales de enero de 2021, la idea del divorcio fue abandonada. Gallardo llegó con la firme disposición de salvar su matrimonio, y él y su esposa decidieron darse otra oportunidad.
Su prioridad, ahora, es retomar los engorrosos trámites para legalizar sus documentos y títulos universitarios, algunos de ellos extraviados en manos de un gestor. Es la única vía, aunque larga, que le permitirá ejercer la medicina fuera del país, una vez que logre migrar, tal como ha decidido.
Mientras tanto, sigue pedaleando en su vieja bicicleta. Lleva siempre un morral en los hombros con calcomanías, carteles y pendones para promover la prevención del coronavirus y la donación de sangre. Se ha propuesto disminuir el exceso de peso que adquirió en la prisión y está convencido de que con su bicicleta podrá lograrlo. Recorre las calles de Maracay, al centro de Venezuela, y la gente lo reconoce como el médico que estuvo preso, acusado injustamente de terrorista. El que intenta ser “el mejor internista en dictadura”, hasta que pueda unirse a su familia que lo espera en Colombia.
Esta historia forma parte de Hay segundas partes, un proyecto editorial desarrollado por nuestra red de narradores, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.