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Sus alumnos siempre la encontrarán allí

Aníbal Misel | 27 abr 2022 |
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Mytha Cordido quería ser abogada, pero su madre se encargó de inscribirla en la carrera de educación en la Universidad de Carabobo. Aunque al principio estaba frustrada, en las aulas descubrió que tenía vocación para ser docente. Una vocación a la que se ha aferrado, como a su fe, cada vez que todo a su alrededor parece desvanecerse.  

ILUSTRACIONES: ROBERT DUGARTE

—Mytha, me botaron de la empresa. Hicieron una reducción de personal y quedé fuera… —dijo Yván, aún con el uniforme de la empresa de aceites donde había sido ingeniero de alimentos durante los últimos 23 años.

—Tranquilo, hombre, que Dios proveerá —respondió ella a su esposo.

Aunque no la tomó por sorpresa, porque sabía que desde días antes se rumoraba entre los trabajadores que habría un nuevo lote de despidos, escuchar aquella noticia la desconcertó. Es que no era un buen momento para quedar en el aire. Terminaba 2016, un año en que, cada vez más, se sentía en las mesas de los venezolanos la escasez de alimentos. Los salarios no alcanzaban para comprar los pocos productos que se conseguían en los mercados. Al saber a su esposo sin trabajo, Mytha pensó que venían unos meses muy duros para su familia.

¿Cómo iban a hacer ahora? ¿De qué iban a vivir? Mytha no dijo nada, pero estaba angustiada. Lo que ella ganaba como maestra en una escuela pública, y con los ingresos de la escuelita privada que funcionaba en su propia casa de Valencia, estado Carabobo, era imposible mantenerse. Buscó refugio en su fe. Comenzó a orar mucho para que Dios la iluminara y pudiera encontrar una salida.

Mytha Cordido empezó a estudiar la carrera de educación inicial en la Universidad de Carabobo, en 1987, a sus 18 años. Llegó a Valencia desde Independencia, en el estado Yaracuy, a más de 140 kilómetros. Estaba contrariada porque su madre le había dicho que no estudiaría derecho en la Universidad del Zulia, como quería, sino educación. Su madre se encargó de conseguirle el cupo, de alquilar una habitación, de comprar el pasaje y prepararle la maleta para que iniciara su vida como estudiante universitaria.

“¿Por qué tengo que estudiar una carrera que no me gusta?”, se preguntaba, entre lágrimas, todos los días al regresar a la residencia donde vivía. Incluso, en algún momento pensó en abandonar. Entonces ya era muy creyente —provenía de una familia de cristianos evangélicos— y comenzó a orar, como hacía cada vez que se sentía atribulada.  

En los meses siguientes, Mytha empezó a darse cuenta de que le gustaban las clases y las actividades que sus profesores proponían en las aulas, que tenía compañeros amables y atentos, y que a ella le iba bien en las materias que cursaba.

Su mayor descubrimiento ocurrió en el 3er semestre de la carrera, cuando experimentó por primera vez la sensación de estar en un salón de clases con niños pequeños. Mytha había aplicado para una beca de servicio y ganó. Su lugar de trabajo era el Centro de Educación Inicial de la Universidad de Carabobo, donde atendían a los hijos de profesores, personal administrativo y obrero.

Aunque había estado otras veces en escuelas similares, esa vez sintió que miraba todo de un modo diferente. Ese día, la docente pidió ayuda a Mytha para desarrollar una actividad de dibujo que debían hacer los niños, y ella estaba encantada de poder orientarlos, enternecida de que la llamaran “la otra maestra”.

Cuando salió de la escuela y llegó a la residencia, estaba muy contenta. Y sintió que estaba en el camino correcto. Nunca más pensó en ser abogada. Más adelante, viendo otras materias, pudo entender que a través de la educación podía contribuir con la formación de hombres y mujeres justos. Eso le gustaba porque era algo que coincidía mucho con lo que le habían enseñado sus padres y en la iglesia a la que iba en Independencia. Y ella quería formar parte de la construcción de una Venezuela próspera y desarrollada, enseñando a los niños a ser mejores ciudadanos y buenas personas.

La idea de montar una escuelita en su casa la tuvo incluso antes de graduarse. Comenzó a darle vueltas por la misma época en que se casó con Yván. Ella quería tener un espacio propio en el que poner en práctica todo lo que iba aprendiendo. Había acordado con su esposo que se encargaría de la crianza de los hijos mientras estuviesen pequeños y él trabajaría para sustentar la casa.

Tiempo después, Yván la ayudó comprando las mesas y sillas para la escuelita. Y arrancaron. Pero solo tenía tres estudiantes y el dinero que recibía era muy poco. Además, Mytha no era muy conocida. Incluso, supo que algunos vecinos comentaban que no tenía la experiencia ni la práctica como docente. Desconfiaban de ella.

Estas cosas hicieron que dudara de su proyecto. Se preguntó si tenía sentido insistir a pesar de que no iban muchos niños. Entonces, recordó cómo había surgido su vocación por la docencia y encontró la motivación que necesitaba para continuar. Si Dios le había mostrado ese camino, debía ser por alguna razón.

Un día, llevando a sus hijos a la escuela, vio que estaban solicitando personal docente. Como ya los niños estaban grandes, Mytha llevó sus documentos.

Entró a trabajar, primero como suplente, y luego como titular del cargo.  

Pronto, los padres, representantes y vecinos de la comunidad comenzaron a conocer su trabajo. Muchos hablaban de su entrega y lo dedicada que era con los estudiantes en el aula, y no dudaban en recomendarla con quienes no la conocían. Los papás de sus estudiantes se daban cuenta de cómo sus hijos avanzaban en lectura y escritura, que eran más ordenados y atentos, y que les gustaba ir a las clases. Así que muchos querían inscribir a sus hijos en la escuelita, no importaba cuán lejos vivieran.

El garaje de la casa, con cuatro mesas, pizarras, sillas y los juguetes que antes fueron de sus hijos, es el sitio donde ocurre la magia, como suele decir Mytha. Ella hacía todo lo posible porque la suya no fuese una formación rígida, como la que se imparte en las escuelas tradicionales. En la escuelita los niños aprendían a imaginar: podían, por ejemplo, crear un canal de televisión y ser los protagonistas de los programas, jugar al Carnaval, celebrar los cumpleaños, hacer cultivos de plantas, preparar recetas de cocina… Y en el camino aprendían a amar el proceso de aprender.

En 2016, cuando Yván se quedó sin empleo, Mytha pensó que la crisis también se instalaría en su casa. Ya ella había visto cómo muchos de sus vecinos se dedicaban a otros oficios para redondear sus ingresos. En la escuela donde trabaja, varios de sus compañeros habían abandonado sus cargos para migrar o dedicarse a algo que les permitiera llevar un plato de comida a la mesa de sus familias. En las aulas y en cualquier sitio al que iba se encontraba con los rostros abatidos y desesperanzados.

Una tarde, mientras arreglaba las mesas, barría el garaje y esperaba que los niños llegaran a la escuelita, pensó que en ese momento tan difícil para todos era cuando más necesitaban de ella sus estudiantes. Y que, después de todo, enseñar era lo que sabía hacer. No estaba dispuesta a abandonarlos. Redoblaría sus esfuerzos para dar lo mejor de sí. Por eso, ese día decidió peinarse y maquillarse poniendo mayor cuidado en hacerlo, y los esperaría más dispuesta y deseosa de que las dos horas que pasaran con ella les hiciera olvidar la situación que se vivía en todas partes.  

En los encuentros siguientes, bailaba con sus estudiantes, cantaba con ellos, planificaba y organizaba actividades más estimulantes y amenas.

Aunque solo había hecho trabajos de costura para la familia y unos cuantos amigos muy cercanos, en la misma escuelita comenzó a dictar clases de corte y costura y a atender encargos de sastrería. De este modo, generaba ingresos adicionales, que al menos alcanzaban para cubrir los gastos de la casa. Yván conseguía empleos ocasionales en empresas, cuyos contratos no duraban más de unos meses.

Ella estaba contenta con los resultados de su trabajo, porque sentía que los representantes y sus colegas se contagiaban de esa energía que le ponía a todo lo que hacía. Al menos en su entorno había logrado que el abatimiento y la desesperanza quedaran a un lado y pudiesen seguir adelante.

Pasaron los años y llegó la pandemia de covid-19. Entonces también tuvo que adaptar sus estrategias para seguir enseñando. Grabó videos para sus alumnos que editaba ella misma. De esto tuvo que aprender sobre la marcha, también acerca del manejo de redes sociales y de educación a distancia. Todo resultó muy oportuno porque, a pesar de la cuarentena, nuevos estudiantes se incorporaban a sus grupos, muchos hijos de venezolanos que habían migrado.

La escuelita continuaba funcionando. Pero en abril de 2021 Mytha sintió un quebranto acompañado de fiebre y tos. Al hacerse las pruebas confirmó que se trataba de covid-19. La enfermedad llegaba en un momento en que la situación económica de la familia no era la mejor. A pesar de los tratamientos que le suministraban en casa, y de que a sus 52 años no tenía ninguna enfermedad preexistente, no mejoraba y los niveles de saturación de oxígeno disminuían.

Tuvieron que hospitalizarla. Ella pensó que moriría allí en una sala de cuidados intermedios, porque veía a otros morir por la misma enfermedad junto a su cama.

Un día, cuando se sentía que ya no podía más, recibió un mensaje de Javier, uno de sus estudiantes: “Mytha, ese mismo Dios que usted me enseñó que todo lo puede, la va a sostener y la va a levantar”. Una de sus hermanas, que es enfermera, logró que la trasladaran a otro centro hospitalario que se encontraba en mejores condiciones y allí comenzó a recuperarse.

Unos días más tarde, le dieron el alta médica.

Esos días en cama le dieron a Mytha muchas ocasiones para reflexionar. Ahora sabe que la labor de la escuelita no acabará cuando ella ya no esté. Acaso contagiada por la vocación de su madre en cada clase de todos los días, su hija Arantxa también escogió la carrera docente. Ella la ayuda en ocasiones atendiendo a los niños. A sus 53 años, Mytha está convencida de que Dios le muestra siempre el camino que debe seguir. Además, tiene su escuelita, su carrera y su familia. Y allí siempre la van a encontrar sus alumnos, dispuesta y con los brazos abiertos.

Esta historia fue desarrollada en el taller “Comenzar a contar(Nos)”, impartido por nuestro editor senior Erick Lezama, a través de la plataforma El Aula e-nos, en el 4to año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

Aníbal Misel

Soy, ante todo, persona. En segundo lugar, una persona profundamente espiritual. Y, en tercer lugar, alguien comprometido con su propósito de vida. Al final de mis tiempos, me gustaría asentir al pensar que lo he logrado.
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