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Tan solo trato de comprender

Marcelo Volpe | 27 sept 2020 |
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Marcelo Volpe, fotógrafo y diseñador gráfico venezolano, retrató lo que se vive puertas adentro de los hospitales Miguel Ángel Rangel y Domingo Luciani, ambos centros centinelas que atienden a pacientes con covid-19. En esta historia cuenta cómo lo hizo y ordena las imágenes que capturó.

Fotografías: Marcelo Volpe

 

Siempre me había interesado retratar historias felices. Pero en este momento me dispongo a contar una distinta a las anteriores. Es la que comencé hace un mes, cuando visité el Hospital Miguel Ángel Rangel, para capturar imágenes de lo que se vive puertas adentro en un centro médico venezolano que atiende a pacientes con covid-19. Cuando fui, ese hospital de Coche, en el oeste de Caracas, no se llamaba así. Acaban de rebautizarlo con el nombre de quien entonces era su director, un neumonólogo que se contagió de covid-19 y falleció el martes 25 de agosto de 2020.

Este es el siguiente capítulo de esa historia. Acabo de cruzar la puerta del Hospital Domingo Luciani de El Llanito, en el estado Miranda. Traigo conmigo mi cámara. Siento miedo. Mi respiración es entrecortada. Me sudan las manos. Los guantes se me humedecen y me cuesta manejar la cámara.

Son poco más de las 7:00 de la mañana. Afuera hace calor. Aquí hace frío, mucho frío, pero no lo siento. Llevo puesto un traje que parece el de un astronauta: tengo una careta en el rostro, dos mascarillas, dos guantes de látex y todo estrictamente precintado para evitar cualquier filtración que me convierta en una cifra más.

Presiono el obturador por primera vez: fotografío mi reflejo en un espejo. Me cuesta reconocerme en la imagen. Hay una legión de médicos y enfermeros que visten como yo. Lo único que me distingue es mi cámara.

  

Estoy en el área de pacientes asintomáticos. Mientras caminaba hasta aquí me dije que no haría retratos: eso sería una falta de respeto a esas personas llenas de angustia e incertidumbre. Yo solo quiero documentar, dejar registro, comprender de qué se trata este punto de giro para el mundo entero, ese que ha apagado tantas vidas en soledad. Esto que nos ha estremecido a todos. Por eso estoy aquí. Y para comprender hay que tener paciencia: no puedo apretar el obturador e irme. Me quedaré el tiempo que sea necesario.

Veo a personas corriendo de un lado al otro.

Veo camillas.

Veo carritos que rechinan cuando los arrastran.

Esta es una sala amplia sin luz natural y llena de máquinas que muestran signos vitales, ritmo cardíaco y saturación de oxígeno: no entiendo ninguno de esos datos.

Disparo con mi cámara. Una, dos, tres fotos. Una, dos, tres fotos más. Algunos pacientes me ven y sonríen; otros me miran con extrañeza —una cámara siempre llama la atención—, y otros voltean la cara, quizá es porque saben que tener covid-19 es un estigma en la sociedad. Los entiendo.

No soy creyente, pero no me cabe duda de que muchos piden que oren por ellos. Como no tienen celulares —están incomunicados—, usan hojas de papel y lápices para escribirle a sus parientes que están afuera, pendiente de ellos. Las cartas van y vienen en manos de los enfermeros.

Hago más fotos, en silencio.

Llevo rato aquí y siento que han dejado de verme. Es como si me hubiera vuelto invisible. Hay que desaparecer, hay que permanecer.

  

Ahora estoy en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Mi respiración se agita de nuevo. Mis lentes protectores se empañan. Tener la visión comprometida me genera algo parecido a la claustrofobia. Me siento asfixiado, tengo la sensación de que el traje se encoge de pronto y me aprieta.

En la UCI la mayoría de los enfermos están intubados, conectados a respiradores. Una enfermera me cuenta que poquísimos pacientes que han intubado se han salvado.

Su voz se queda retumbando en mi mente.

Hago una, dos, tres fotos más.

De pronto una de las máquinas comienza a sonar. Entiendo que alguien está muriendo. Médicos y enfermeras se vuelcan sobre el paciente. Intentan salvarlo. No lo logran. 

Lo cubren con una sábana.

 

El señor de la cama de al lado hace un esfuerzo por levantarse, pero el cansancio y la fatiga se lo impiden. Me mira. Lo capturo. Creo que nunca había visto tanta desesperación en unos ojos.

Aquí me quedo no sé por cuánto tiempo.

Nunca había visto la muerte tan cerca.

Estoy desconcertado.

Ahora, en mi casa, pienso en los que estaban en la UCI, en las palabras de la enfermera que vuelven una y otra vez a mi mente: “Casi todos los que hemos intubado han muerto”. Paso una a una las imágenes de mis recorridos por esos dos hospitales y no puedo evitar pensar en la fugacidad de la vida, en lo importante de disfrutarla. Estas fotos me revelan a unos médicos y enfermeros dándolo todo. Admiro su entrega. Tenemos mucho que agradecerles, mucho que aprender de ellos.

Estoy aislado.

No tengo ningún síntoma de covid-19, pero decidí confinarme luego de la experiencia en el Domingo Luciani. Cada vez que toso o estornudo me pongo nervioso. Me calmo, apago la cámara, suspiro y pienso en que quiero seguir retratando esta historia tan distinta a cualquier otra. Una historia que ojalá se acabe pronto.

 

Texto: Armando Díaz

Marcelo Volpe

Soy fotógrafo y diseñador gráfico venezolano. Nací en Caracas en 1988 y crecí en la Isla de Margarita. He construido una propuesta estética a través de la experiencia, plasmando en imágenes la sincronía entre diseño y fotografía. Formo parte de la agencia Topango, de la que soy director creativo. Soy cofundador e integrante del colectivo fotográfico CacriPhotos. He recibido varios reconocimientos por mi labor como diseñador y fotógrafo.
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