En 2018, la poeta venezolana Jacqueline Goldberg viajó a Estados Unidos para participar, como escritora residente, en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. En ese viaje, con la esperanza de precisar el origen de la distonía mioclónica que padece, tuvo la oportunidad de hacerse un examen genético que en Venezuela no había podido practicarse. Sobre esa experiencia escribió esta historia, el epílogo a su libro El cuarto de los temblores.
Fotografías: Álbum Familiar
Alguien dijo que cuando escribiera sobre el temblor dejaría de temblar.
Durante 10 años escribí un libro, El cuarto de los temblores.
El libro se publicó, se leyó, habló a otros que también tiemblan.
Pero. Tiemblo. Aún tiemblo.
Pensé que seguía temblando por aquello que aún quería saber: el secreto mitocondrial de mis nervios, mis hombros, mis brazos, mis manos.
Anhelaba que mi sangre hablara, que mis genes corroboraran el sobresalto.
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Entre agosto y noviembre de 2018 pasé 80 días en la ciudad estadounidense de Iowa, invitada como escritora residente del prestigioso Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa (IWP por sus siglas en inglés).
Viaje físico y espiritual.
Viaje fundacional. Sin reveses.
Iowa fue el lugar de las revelaciones. En ese amarillo Midwest pude escribir, callar y caminar junto a un río. Y pude hacerme el examen sanguíneo que develaría la urdimbre de mi árbol genealógico, los pormenores de mi pasado y del futuro de mi hijo, mis sobrinos, las generaciones por venir.
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Llegué a Iowa City el 19 de agosto, después de cuatro aeropuertos, dos noches en hoteles con ventanas asomadas a una torre de control, tres días cansinos.
Era domingo. Conmemorábamos el primer aniversario de la muerte de mi padre. Mi madre y mi hermano lejos para el abrazo y la lágrima. Mi padre en Maracaibo, en el cementerio El Cuadrado, con su lápida y su ausencia recién puestas.
Iowa no fue un retiro espiritual.
Los escritores del programa participábamos en incontables actividades. Los viernes a mediodía leíamos en paneles en la Biblioteca Pública. Ofrecía mi ponencia el 14 de septiembre en una mesa titulada On the body, junto a compañeros de Jordania, Pakistán y Armenia. Hablé de mi libro y mis temblores, de mi cuerpo a través de la escritura, de los exámenes que desde mi infancia han señalado normalidad. Conté sobre el estudio genético que me había sido esquivo porque no se realiza en Venezuela, porque lejos fue siempre costoso, porque casi todo en mi vida se diluye entre prioridades.
Una semana después de aquel evento, recibí un correo de Christopher Merryl, poeta y director del IWP. Decía que le había encantado mi exposición, que la había enviado a neurólogos de la universidad y que el doctor Christopher Groth estaba interesado en mi caso. De inmediato respondí sorprendida, conmovida, agradecida. Al cerrar el correo lloré. Aun sabiendo cuán reputada es la Universidad de Iowa por sus hospitales e investigaciones, no se me había ocurrido que allí podía diseccionar mis genes, no había entendido hasta entonces que por fin estaba en lo lejos, lo posible.
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¿Traducir las voces del cuerpo?
Cuesta arriba. Lo corroboré en Iowa.
Exige una gramática aparte, verbalizar carne que ha prescindido de humanos quejidos.
Una estudiante del MFA de traducción intentó las primeras páginas de mi libro. Comenzamos mal, acabamos peor. Me vi explicando en español e inglés metáforas que a mí misma me resultan intransferibles.
Ella trató mi temblor como shake, que alude a sacudida, movimiento, batido.
Yo prefería tremor, vocablo de origen latino que en inglés significa igualmente temblor, tremor, estremecimiento. Las dos teníamos razón.
En mi descarada ignorancia me pregunto por qué Siri Husdvetd tituló su libro The Shaking Woman or a History of My Nerves, y no The Trembling Woman, o The Tremor Woman, o The Woman who Trembles, o A Woman with Tremors.
La lengua inglesa es mi Sagarmāthā (“la frente del cielo”, en nepalí), uno de los nombres que dan al monte Everest. He dejado de entender su lógica. Sé que puedo remontarla con un extenuante esfuerzo. Sé que puedo escucharla, leerla, hacerme entender y jamás acercarme a ella.
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El viernes 3 de octubre llegué antes de las 4:00 de la tarde a The Java House, cafetería en la planta baja del Roy Carver Pavilion, en el hospital de la universidad. Me acompañaba mi paisana Oriette D’ Angelo, escritora que en ese momento hacía allá su MFA en escritura creativa. El lugar olía a especias —canela, clavo, jengibre, nuez moscada—, a ese extrañísimo Pumpkin Pie Latte que encanta a los estadounidenses en fechas cercanas a Halloween.
Oriette apareció en el Iowa House Hotel en un Uber y seguimos hacia el otro lado del río. El otoño saciaba ya sus afanes y había enrojecido las hojas de algunos olmos, robles, nogales, pinos, arces. Había frío, yo llevaba sandalias para descalzarme más rápidamente.
El doctor Christopher Groth me reconoció apenas cruzó el pasillo. De inmediato y en adelante sería muy amable. Es profesor asistente clínico de neurología e investigador especializado en distonías. Conversamos en la azotea, en unas mesas desnudas, sombreadas por el temprano atardecer. No imaginábamos cuánto viento revolvería mis cabellos, desviaría mis palabras, me haría temblar de frío.
Groth hizo preguntas, las mismas que durante 50 años he respondido a médicos de distintas especialidades. Me miró hablar y temblar. Bajó la cabeza para observar cómo se encogen y extienden con voluntad propia los pulgares de mis pies, esos dedos con un pequeñísimo hueso sesamoideo que una vez se fracturó por efectos de la distonía y dolió con desconsuelo y sordera, haciéndome suponer, en el insomnio de su aparición, que además había heredado los juanetes de mi abuela paterna.
Oriette debió hacer de paciente traductora. Mi inglés, más himaláyico aquel día, desertaba de exactitudes. Hablamos del examen genético, de lo que ya había comprendido: saber sería una fútil ejercitación, los resultados no cambiarían los meandros emprendidos por mi cuerpo. Seguiría temblando. Groth reiteró, por simple observación clínica, que no dudaba de que se trata de distonía mioclónica. Una certeza, al menos. Igual necesitaba saber. No pretendía entregar mi ojo izquierdo —como un Odín ansioso— por acceder a la sabiduría infinita, a una inteligencia perpetua, a la hidromiel de la poesía. Solo quería asomarme al pozo de mis cromosomas, al sosiego que adjudica la verdad o la realidad, que nunca son lo mismo y de todas maneras mienten.
Aún creía que saber aplacaría mis peores temblores, los invisibles, los de mis pesadillas.
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La prevalencia del trastorno de distonía mioclónica es de una a nueve personas por cada millón. Soy una en un millón, como en la canción. La soledad es un adoquín negro a mi vera, futuro tenue, regazo amontonado.
Posee impronta materna.
Hemos creído que lo heredé de mi padre y él de su madre.
Pensamos que si mi hijo lo heredó permanecerá sano, que si mi hijo tiene hijos podrá legarlo, que un nieto no tendría síntomas, que una nieta podría ser como yo, temblorosa y angustiada. Que la herencia es un agrio recorrido, un vilipendio.
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Después de algunos trámites digitales pautamos una cita para tomar las muestras que serían enviadas a un laboratorio en San Francisco, California. Estaba cada vez más cerca del impío léxico de mi ADN.
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“Declaro miedo y me persigno y tiemblo
como jamás tembló ninguna piedra,
como vacilación, frío ni fiebre
pudo sentir jamás el universo”.
Luz Machado
Canto al Orinoco
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De camino al hospital me sorprendió que fuera 23 de octubre, como si hubiese estado viviendo no solo en un territorio sino también en un calendario extranjero. Era el día de cumpleaños de mi padre. Sigo sin comprender el mensaje de tal sincronía.
No quise ir sola. Me llevó Marianne Malli, escritora que entonces trabajaba para el IWP y solía conducirnos a eventos y a hacer mercado los martes. Nos hicimos muy cercanas. Ella hablaba un poco de español y lo entendía muy bien, había vivido en Barcelona en sus tiempos de cotizada modelo.
Apenas llegamos al Departamento de Neurología, en el segundo piso, frente al ascensor, apareció una traductora. No recuerdo haber mencionado que la necesitara. Era una señora mayor que, muy curiosamente, había vivido algunos años en Venezuela porque su padre fue trabajador de la industria petrolera en los años 60. Hablamos de calamidades políticas, de un antes mejor que ella vivió y yo apenas recuerdo ya. Ni siquiera en aquel momento tan sagrado pude escabullirme de escuchar y decir sobre las ruinas sin fondo del país.
Tras larga espera, una secretaria me hizo pasar a un cubículo. Tras otro paréntesis, me cambiaron de cubículo y finalmente apareció Shawna Feely, consejera genética con la que había estado en comunicación a través de correos electrónicos. Antes de ver agujas y algodón, me sumió en un cuestionario interminable con dibujitos y diagramas. Debí decir de lo poco que sabía de abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, sus cenizas en campos de concentración, la ruta perdida de las patologías familiares.
Feely volvió a explicarme lo que estaba harta de saber: que el rastreo genómico no aliviaría mi sintomatología. Debí repetir que se trataba de una vieja sed.
Mientras me extraían sangre y la traductora no paraba de hacer preguntas que solo importaban a ella, llegó el doctor Groth para saludar. Un ángel. Nos hicimos una foto. Era un día importante.
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Al salir del hospital, Marianne preguntó si me dejaba en el hotel, le dije que seguiría con ella a donde fuera. Iba a Shambaugh House, la bella y patrimonial sede del IWP, en Clinton Street. No quería encerrarme en mi habitación. Ya bastante orfandad es mi temblor. Recuerdo con nitidez que no había dónde estacionar. Dimos vueltas por muchas calles alfombradas con hojas crujientes. Hay fotos amarillas y rojas de aquel mediodía.
Esa noche fuimos con parte del grupo del IWP a cenar en un restaurante japonés cerca del paseo peatonal. Armamos una larga, ruidosa y multiétnica mesa. Adriana, Ausra y Baysa —mis más cercanas colegas, de Ecuador, Lituania y Mongolia— sabían de mi incursión hospitalaria. Contaron al grupo y brindamos con sake por mis genes cantarines, por aquel día de milagros y gratitud. Hay una foto de esa comensalidad, tomada por un mesonero que subió a una silla para que nos viéramos todos.
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Reescribo estas páginas en medio de la pandemia de covid-19. Es 28 de febrero de 2021, Día Mundial de las Enfermedades Raras.
Son tiempos de gran silencio. En la calle, en casa, sobre todo en los calderos donde se espesa el futuro. Por eso el cuerpo se ha hecho más sólido que nunca. He sentido síntomas de covid-19 al menos media docena de veces, puedo escuchar el ajetreo de mis huesos, la multiplicación de las células de mi garganta, mis pensamientos.
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No sabía que George Steiner nació con una grave limitación en su brazo y mano derecha, contra la que su madre luchó toda la vida y lo obligó a ser un escritor zurdo.
No sabía que en los músicos es cada vez más frecuenta la distonía focal, que paraliza sus dedos, los estigmatiza, los hace llevar la enfermedad en silencio y a veces desistir de una vida con la música. Aparece entre los más virtuosos, perfeccionistas, los más competitivos y estresados. La padecieron el compositor y pianista Robert Schuman, los también pianistas Leon Fleisher y Gary Graffman. La experimentó el guitarrista español León de Lucía y mi amiga María Gabriela Rodríguez, flautista venezolana, superviviente del cáncer y sobre quien escribí una larga historia en La Vida de Nos.
Sobre manos distónicas, enfoques e investigaciones habló Oliver Sacks en un precioso texto titulado “Atletas de los músculos pequeños: distonía del músico”, que forma parte de su libro Musicofilia.
La distonía del músico suele ser controlable y superable.
Mi distonía mioclónica no tiene cura. Se aliviaría con benzodiacepinas que no quiero ingerir más, que me harían de nuevo una forastera de mí.
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El 2 de febrero de 2021, Paula Dueñas fue operada en el hospital Vall d’ Hebronde Barcelona, España. Es una joven oriunda de Puertollano. Tiene distonía mioclónica. La enfermedad se había agravado en los últimos dos años y ameritó la inserción de una máquina que produce estimulación cerebral. Una operación delicada que ha dado esperanzas a la comunidad médica y a pacientes.
Leo sobre los ribetes de la intervención, me imagino entrando a un quirófano, despertando a una vida sin temblor.
El neurólogo haría dos agujeros de trépano en el cráneo.
Pondría dos electrodos en el núcleo pálido de mi cerebro.
Aseguraría que los electrodos no se muevan con dos pletinas atornilladas a mi cabeza. De la base de esas pletinas saldrían cables que correrían invisibles a lo largo de mi cuerpo, bajo los tejidos cutáneos, hasta llegar al abdomen.
Paula tiene 18 años, la vida por delante.
Yo cumpliré en unos meses 55 años. En este mundo pandémico, en mi país necrosado, temblar es lo de menos.
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Prometieron que los resultados llegarían alrededor del 23 de noviembre. Alrededor de mi cumpleaños. Un regalo.
Llegaron mucho antes, la primera semana del mes.
Pasaron dos días antes de tener una decorosa valentía para abrir el correo electrónico del doctor Groth. Pasaron muchos días más hasta poder contar a mi familia los resultados. Pasaron más de dos años antes de poder escribir sobre él.
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El examen genético con el que había acorazado tanta esperanza llegó mudo, pretérito, extinguido.
Los genes que se examinaron no mostraron anomalías.
Groth lamentaba no poder brindarme más detalles sobre mi condición: “Entonces, como habíamos hablado en el pasado, este resultado no cambia su diagnóstico, sino que simplemente dice que no conocemos la razón subyacente de su distonía mioclónica”.
Lamenté la inútil peregrinación de mi sangre. Debía imponerme de nuevo olvido, paciencia, ignorancia.
El sumario clínico advierte que el resultado negativo de la prueba no elimina la posibilidad de que mi condición tenga un origen genético. Ya me habían dicho que en las pruebas hay un pequeño margen de error, que quizá mi trastorno no es aún identificable, que en un futuro habría pruebas genéticas más precisas. También habían asomado que podría tratarse de una mutación de novo, que apareció conmigo por primera vez en la familia, resultado de una mutación nueva en una célula de mis padres o en el cigoto que fui.
Ante las opciones prefiero pensar que soy una mutante, personaje de un cómic de ciencia ficción escrito por Stan Lee, una subespecie con poderes y habilidades sobrehumanas. Quizá puedan llamarme X-Jacqueline y hasta vestir larga capa violeta confeccionada por Edna Moda, la diseñadora del vestuario de Los Increíbles. Pero no. No tengo súper poderes y la escritura —que suele parecerlo— a veces duele y cansa, es una melancolía, un destierro.
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¿Qué queda de Iowa?
Temblar. Solo temblar.
Desde que volví el 6 de noviembre de 2018, en mi país todo ha ido rumbo a peor. Apagones, sed, crisis humanitaria, miedo a la intemperie. Desde marzo de 2020 la pandemia, el cautiverio, miedo a los demás.
Mientras, mi cuerpo ha optado por alzar la voz.
A veces duele. Camino más torcida, me cuesta blandir un lápiz. En mi hombro izquierdo ha nacido un globo terráqueo. Los dedos de mis pies muestran espasmos un tanto más prolongados, como si quisieran apartarse del fracaso semiótico de nuestra médula ósea, desprenderse, volver al remanso y la promesa que fuera Iowa.