Con la liquidación de la agencia de publicidad en la que trabajaba, Mario Morenza pagó su 1er semestre en la Maestría de Literatura Venezolana en la Universidad Central de Venezuela. Cuando pensó que no continuaría porque el monto de la matrícula se quintuplicó, la universidad le ofreció un puesto como profesor, y quedó exonerado. Allí sigue. “Ascenderé en una institución que se desmorona”, dice en esta historia.
FOTOGRAFÍAS: Á. BONADIES, MARÍA CAROLINA RODRÍGUEZ Y ÁLBUM FAMILIAR
Para los iileanos,
con gratitud.
La humanidad nunca podrá
renunciar a que le narren historias.
Mircea Eliade
Cada vez que estoy frente al ascensor del Centro Comercial Los Chaguaramos recuerdo la vez que, en lugar de subir, bajó y me llevó a una experiencia cercana a un episodio de La dimensión desconocida.
Frente a mí, una trama de cerámicas rojas y hedor a desinfectante ocupaban el depósito de lo que siempre creí que era una farmacia declarada en quiebra años atrás. Meses después una noticia me reveló que en aquel local habían decomisado máquinas tragamonedas en lugar de cajas de omeprazol: se trataba de un casino clandestino.
Aquel martes 9 de abril de 2024, un mediodía después del eclipse de sol en Aries, el edificio estaba a oscuras, pero los ascensores estaban funcionando. En el resto de la torre, el sistema eléctrico estaba lejos de proporcionarle energía a un ventilador, mucho menos a las oficinas de posgrado de la Universidad Central de Venezuela (UCV). El vigilante me advirtió, apenado, que las reparaciones se extenderían hasta el final de la tarde.
—O quién sabe si hasta mañana —añadió.
Cinco pisos y dos mezzaninas separan la planta baja del Instituto de Investigaciones Literarias. Iluminé el camino y las cerraduras con la linterna de mi teléfono hasta alcanzar el mesón de la oficina.
Llegué empapado en sudor. Iba a buscar mi ejemplar de Obras completas (y otros cuentos) de Augusto Monterroso por dos razones. La primera, presentar el cuento “El eclipse” en Mares de Narrativa, el taller de escritura creativa que dicto desde 2014, por el que ha pasado un centenar de estudiantes.
La segunda razón me la reservaré para después.
Sobre el mesón gravita un aura paquidérmica, de animal en vías de extinción. A su alrededor bien pudiera sentarse con envidiable comodidad una docena de personas. Ha soportado por décadas seminarios, defensas de tesis, almuerzos que preceden las inolvidables sobremesas. Se dice que “el cerebro humano es una máquina que se alimenta de cuentos”. Eso era la sobremesa: nos alimentábamos con historias; con esas conversaciones ontológicamente elevadas con el más refinado o silvestre humor en lo que conocíamos como “La hora del chiste malo”.
Sentado allí, ese día, recordé la última reunión que Ángel Gustavo Infante convocó como director. El 5 de mayo de 2023 hablamos de la compleja situación en la universidad, que se resumía en un sueldo irrisorio que mantenía a profesores y trabajadores asistiendo solo dos veces por semana; hablamos de la soledad absoluta en los pasillos de posgrado; de que no habíamos tenido pasantes desde 2017; y del vacío presupuestario para continuar con la revista Investigaciones Literarias, y para organizar eventos y charlas.
En aquella conversación anuncié que, en un año, me iría del instituto, que esa sería mi última temporada, pues me sentía estancado. Irónicamente, ya con 40, había sido, desde que comencé a trabajar allí, el más joven de los iileanos, tal como nos bauticé hacía un buen tiempo: iileano deviene de IIL, siglas del Instituto de Investigaciones Literarias.
Pero aquí sigo, aún no me he marchado.
Ese 9 de abril, el ambiente era tan inquietante como mis últimos meses en publicidad. La agencia en la que trabajé hasta 2008 se quedó con un solo cliente y la única actividad que ejecutábamos era escribir y diseñar obituarios a petición del dueño de un banco, y entendí que debía renunciar. Durante el 1er semestre de 2023, la actividad más creativa para mí fue la redacción de obituarios para los padres y hermanos de mis compañeros iileanos, que con insólita periodicidad mensual fueron falleciendo. Como un cometa que prefigura un presagio o el final de un ciclo, comprendí que la historia, de algún modo, se repetía.
Con el dinero de la liquidación de la agencia, me pagué mi 1er semestre en la Maestría de Literatura Venezolana, a principios de marzo de 2009. El semestre concluyó y fui a buscar el paper de la evaluación final de Novela Venezolana I. María Eugenia Martínez era la directora.
—¿En qué trabajas ahora? —me preguntó.
—Freelanceo, profe.
En septiembre de 2009 el costo del semestre se quintuplicó. El panorama indicaba que, como muchos, no continuaría. Al menos no con el ritmo que me había planteado. La plata solo me alcanzó para inscribir una materia. Carlos Sandoval, quien después sería mi tutor, preguntó por qué no me había inscrito en Teoría Literaria I y lo puse al tanto. Su mirada asomó una expresión de lamento.
A mitad de aquel semestre inicial, una profesora del instituto renunció. Martínez me entrevistó y me ofreció la vacante. Me confesó que le había gustado mi trabajo en pregrado sobre Intriga en el car wash, libro de cuentos del narrador venezolano Salvador Fleján. Acepté el puesto: el cargo me exoneraba la maestría. Entretanto, yo debía investigar, participar en actividades del instituto y de extensión, impartir clases en pregrado y, cuando ya hubiese obtenido mi título, dar cursos en posgrado.
Mi debut como investigador docente ucevista fue envidiable y aquella primera temporada coincidió con El gesto de narrar: I Congreso Crítico de Narrativa Venezolana, celebrado en Margarita. Antes de pisar la oficina y sentarme en mi escritorio, hundí mis pies en las cálidas arenas de Pampatar y surfeé las cristalinas aguas de playa El Yaque.
Ese evento sumó otra edición en 2012, también en Margarita. Un día antes de la inauguración, cuando instalaba un cartel gigantesco que daba la bienvenida, la escalera en la que estaba se cayó y, buscando de qué sostenerme, me hice una herida en el brazo izquierdo cuya cicatriz me acompañará toda la vida.
Por una serie de adversidades, el congreso de 2015 se canceló. Si las cosas en el país y en la universidad se hubiesen mantenido con un mínimo de normalidad, probablemente se hubiera celebrado.
Y el de 2018. Y el de 2021, y el de este año, 2024, en su 6ta edición.
Un año después de haberme licenciado, volví a la UCV como profesor, con el entusiasmo de que en esos tiempos era posible financiar mi carrera de escritor trabajando con literatura y no en la fría publicidad. Luego tuve que buscar no uno ni dos ni tres, sino cuatro o cinco trabajos a destajo para resistir la hecatombe del país.
He trabajado como periodista, tallerista y dirigiendo clubs de lectura, de ghostwriter, guionista, y en revisión y reescritura de culebrones de Wattpad para una editorial catalana. Así me aseguré el pan y mi permanencia en la UCV, mientras le rasguñaba horas a la noche para avanzar en la escritura de mis cuentos.
Durante estos años, se editaron varios números de la revista Investigaciones Literarias, se publicaron dos libros colectivos de iileanos (Leer la realidad y Prueba de sonido); se organizaron charlas, homenajes y exposiciones, y desde luego, continuó la Maestría en Literatura Venezolana.
Por desgracia muchos proyectos quedaron engavetados. Pero también obtuve mi título de maestría en 2013 y me abrieron el concurso de oposición, para el que debí estudiar toda la historia de la narrativa venezolana desde Los mártires hasta Los maletines. De contratado, pasé a instructor y, en 2018, a asistente.
Pronto estaré terminando mi ascenso para agregado.
Sí, ascenderé en una institución que se desmorona.
Cuando llegó la pandemia de covid-19, dejamos de ir al instituto. Durante los jueves de cuarentena lidié con no pocos inconvenientes de conexión, pero seguí adelante con Caminos del amanecer, mi curso sobre la historia del cuento venezolano, y con Mares de Narrativa, el taller que dicto.
Como durante el confinamiento me llevé mi computadora a la casa, al regresar a la presencialidad he naufragado entre el mesón, la Dirección de Postgrado y la Biblioteca Central..
Entendí que, en muchos ámbitos, la universidad operaba como aquel casino clandestino que habían descubierto en el sótano del Centro Comercial Los Chaguaramos: era un espacio que se prestaba para otra cosa. El pasillo de Letras sirvió de escenario para un video de Natti Natasha; en el último piso del estacionamiento de los estadios se instaló un templo pentecostal; hace poco se organizó un bingo bailable en el Instituto de Previsión al Profesor.
Y lo más grave: a mediados de 2022, la Facultad de Humanidades y Educación convocó las XIII Jornadas de Investigación Humanística y Educativa y, sin preguntarme, me incluyeron en el comité organizador. A poco de finalizar el plazo para enviar las propuestas, revisé las bases y, al llegar a las últimas páginas, me percaté de que las jornadas estaban patrocinadas por el Consejo Nacional Electoral (CNE).
Creo que nadie se había tomado la molestia de leer el documento de las bases o quizá había generado escaso interés. Escribí un correo a varios profes. Reclamamos. Decidimos no formar parte, ni pagar los 10 dólares —prácticamente la mitad de nuestro sueldo— que, además, estaban cobrándole a los docentes de la UCV para participar.
La respuesta fue indignante. Según, por nuestra participación recibiríamos computadoras por parte del órgano electoral. Desde luego, no aceptamos. Finalmente, nos donaron una computadora que estaba descompuesta.
Como intuía, después de haber registrado toda la oficina principal, encontré mi libro olvidado de Monterroso. Consulté la hora y faltaban pocos minutos para mi taller. Aquel 9 de abril me tocaba hablar sobre recursos narrativos y las funciones de Vladimir Propp, quien en su estructura del relato fantástico se refiere a “la recepción de la ayuda mágica”.
En un momento de la cuarentena, por curiosidad, le pedí a una amiga que me leyera mi carta astral. Recientemente conversamos y me recordó la disposición zodiacal de los planetas que rigen mi signo.
—Ves las cosas antes de que el común de la gente se percate, o cosas que muchos pasan desapercibidas. Eres el que enciende la luz en la habitación oscura —dijo.
—¡Como con las jornadas patrocinadas por el CNE! —exclamé.
—¡Exacto!
Y como aquel mediodía en el instituto.
Debía salir pronto de la oficina porque, entre otras cosas, ya faltaban 20 minutos para las 2:00 de la tarde, hora de mi taller.
Cuando giré la cerradura, experimenté esa agria convicción de que todas las puertas en el instituto ya estaban, desde hace tiempo, clausuradas, con las sombras hacinadas detrás de ellas, conteniéndolas.
Con paso acelerado, puedo demorarme 15 minutos en llegar al campus. Entre el Instituto de Investigaciones Literarias y la Escuela de Letras existe un puente de un cuarto de hora, y también una comunión entre la investigación y la creatividad. En Mares de Narrativa también se investiga. De hecho, uno de los ejercicios habituales reta a elegir un cuento venezolano escrito entre 1842 y 1951, ¿por qué este lapso? Porque en 1842 se registra, publicada por entregas, la primera obra ficcional venezolana: Los mártires, y en 1951 “La mano junto al muro” marcó un antes y un después en la cuentística nacional. Una vez elegido el cuento, se adapta la trama a la Caracas del siglo XXI.
El día anterior a mi clase, había revisado los primeros cuentos de esta nueva cohorte. A esta asignación la titulé Apagón zodiacal. Como se trataba de un grupo de 12 participantes, cada uno eligió un signo del zodiaco para desarrollar su personaje y una ciudad o pueblo del país en el contexto del apagón nacional del 7 de marzo de 2019. Ese 9 de abril comentamos los ejercicios y después hablamos de recursos narrativos. En la noche, llegué a casa y tenía un mensaje de la Dirección de Postgrado. Por los problemas eléctricos las actividades se suspendían hasta nuevo aviso.
Me preparé un café.
La segunda razón por la que necesitaba recuperar Obras completas (y otros relatos) se debía a que en el índice tenía anotado el password para ingresar a la computadora de la universidad que resguardaba en casa. En ella había archivado varias notas y esbozos para la introducción teórica a mi trabajo de ascenso, una selección de relatos que he escrito desde 2011.
Porque sí, irónicamente ascenderé en una institución que se desmorona.
En la astrología se habla de que la luna refiere el pasado y el sol al progreso. Joseph Campbell se apoya en estos mitos para explicar ciertos arquetipos en su célebre obra El héroe de las mil caras. Si la astrología funciona en este relato como metáfora-escudo, como ayuda mágica de Propp, Mares de Narrativa es un puente, un pontifex, un refugio en la universidad que se nos cae.
Mares de Narrativa, desde el aula 209, o el Puerto 209, es una posibilidad de aportar algo al desarrollo creativo del país, mientras exploramos el pasado de la narrativa, mientras escribimos las historias del porvenir.
La sesión del 9 de abril la cerré con la lectura de “El eclipse”. Y con estas palabras, un lema habitual del taller: “Mientras existan mares, la humanidad los navegará”, dirá cierto personaje de un relato de Arthur C. Clarke.
“Mientras exista humanidad habrá historias por contar”, decimos en este barco.