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Todo lo que nació con Nancy

Jhoalys Siverio | 16 feb 2019 |
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Aunque no conocía a Nancy, una niña de 7 años con desnutrición severa abandonada por sus familiares, Thais, movida por sus ganas de ayudar, corrió a auxiliarla en el centro médico de San Félix en el que había sido ingresada. Acompañándola, entendió que eran muchos en el hospital los que necesitaban apoyo, así que fundó una organización para gestionar donativos. De esa forma se convirtió en una activista social.

Fotografías: Jhoalys Siverio

En la Sala de Emergencias del Centro Pediátrico Menca de Leoni, en San Félix, al sur de Venezuela, estaba acostada Nancy. Llevaba puesta una sonda y, con los pies tan hinchados como los tenía, no podía caminar. La niña, ingresada al hospital por desnutrición severa, estaba tan débil que no podía probar por sí misma el plato de comida revoloteado por moscas que tenía al lado de la cama.

El domingo 19 de noviembre de 2017, el sacerdote Carlos Ruiz envió una foto de ella a varios grupos de WhatsApp. Era una imagen elocuente: mostraba el semblante demacrado y famélico de la pequeña. Thais, quien ya había prestado ayuda a estudiantes detenidos en las protestas antigubernamentales de 2014 y 2017, la vio y, muy conmovida, no dudó en acercarse al hospital el lunes en la mañana.

—Hola, Nancy —la saludó al llegar.

La niña sonrió, como si la conociera de hace mucho tiempo. Recibió la arepa y el vaso de jugo que Thais le entregó. Y fue la primera vez que comió algo después de mucho tiempo.

—Tú vienes mañana, ¿verdad? —le preguntó a Thais, al terminar, sin ocultar el miedo a no volver a probar bocado.

Fue ese el momento en el que comenzó a salvarse. Hay una estadística extraoficial según la cual en ese hospital, durante 2017, murieron al menos 47 niños por desnutrición. Nancy, aunque de apenas 7 años, era como la protagonista de una telenovela a la que le habían sucedido muchas cosas. Demasiadas, quizás.

Y su historia continuaría.

Nancy estaba en el hospital sola, sin ningún familiar. Sus padres estaban separados. La mamá se había ido a extraer oro artesanalmente a las minas que abundan al sur del estado Bolívar; un trabajo que puede generar jugosos ingresos, pero que supone un alto riesgo porque esas zonas mineras están tomadas por mafias y grupos paramilitares. La niña, entonces, quedó al cuidado del papá, en El Callao, un pueblo conocido también por su actividad minera así como por sus memorables carnavales. Pero cuando él falleció de paludismo —enfermedad que en ese estado tiene el mayor registro de casos y muertes de todo el país—, su pareja quedó a cargo de ella, aunque en verdad la abandonó.

La pequeña andaba todo el día en la calle, bebía agua del río y nadie le daba comida. Un día, los vecinos se percataron de que estaba demacrada, demasiado flaca, evidentemente desnutrida, así que la llevaron a una medicatura en El Callao. De allí la trasladaron en una ambulancia hasta Upata, a unas dos horas por carretera, desde donde la llevaron al Hospital Doctor Raúl Leoni de Guaiparo, en San Félix, para que fuera atendida en el pediátrico Menca de Leoni, anexo a ese centro médico. En todo ese trayecto, Nancy iba sola: solo la acompañaba el personal de salud que gestionó el traslado. Su familia materna, aunque vive también en San Félix, no sabía nada.

Desde aquella mañana en que la encontró en el hospital, Thais no dejó de interesarse en ella: se enteró de que ya no le funcionaban los riñones, por lo cual le costaba orinar. Tenía problemas respiratorios. Pesaba unos 14 kilos, muy pocos de acuerdo con su edad y su estatura. Y aunque sentía dolores, no se quejaba como los demás niños: apenas lloraba esporádicamente.

“En cualquier momento le da un paro respiratorio —pensaba Thais, al tiempo que elevaba una plegaria—. Señor, en tus manos lo dejo, uno está aquí haciendo todo lo posible, pero eso solo lo decides tú”.

Cada día, Thais le llevaba desayuno, almuerzo y meriendas, siguiendo las recomendaciones de una nutricionista que la asesoró. También le llevó sábanas y ropa limpia. La niña, anémica, requería albúmina humana, proteína que la ayudaría a restituir sus niveles sanguíneos. En el hospital no había, de modo que comenzó a solicitarla en redes sociales hasta que finalmente una fábrica ubicada en Los Teques, estado Miranda, supo del caso y donó tres frascos.

Y entonces Nancy comenzó a mejorar. Sus valores sanguíneos, su respiración, sus riñones, daban muestras de mejoría. Aumentó su masa muscular. Aun así, seguía débil, hinchada y sin fuerza en las piernas. Tendría que quedarse más tiempo en el hospital.

Una mañana, Thais le llevó, como era habitual, su desayuno y la media merienda. La niña se lo comió todo a la vez.

—Hay que llevarla a un psicólogo, porque tiene miedo de no ver más comida —le sugirió una de las doctoras, al ver la conducta de Nancy. Pero poco a poco, sin la necesidad de apoyo terapéutico, fue asimilando que Thais no se iría, que la comida no se acabaría tan pronto como pensaba: todos los días esperaba a que Thais llegara por la mañana a llevarle el desayuno y la merienda; y que regresara en la tarde para darle el almuerzo y la segunda merienda.

Aprendió la rutina.

Mientras cuidaba de Nancy, Thais palpó la mayúscula necesidad que rodeaba a quienes estaban en el hospital. Así fue que se motivó a articular un grupo de voluntarios para recolectar y distribuir donativos allí. Comenzó a llevar comida, medicinas, compotas y pañales para otros niños. Y lo que comenzó como un voluntariado, pronto devino en una organización para canalizar más ayudas. En principio, Thais pensó llamarla “Fundación Nancy inspiración”, pero después decidió nombrarla “Venezuela con nombre de mujer”. Mucha gente comenzó a conocer su trabajo a través de las redes sociales y le mandaban donaciones: medicinas, pañales, leche y compotas llegaban desde muchas partes del país y del mundo. Y ella lo repartía entre los más necesitados.

La directiva del hospital, al ver que la fundación lograba semejantes recursos, comenzó a tener conflictos con Thais.

—No puedes distribuir las cosas por tu cuenta —le decía el director—. El hospital es el que debe encargarse.

Pero Thais se empeñaba en encargarse ella misma. Porque ya había aprendido la lección: una vez le donaron una caja de Epamin —fármaco para prevenir y controlar convulsiones— y la entregó al hospital. Pero después, a quienes requerían el medicamento, les decían que no había. Otra vez donaron un camión de pollos a la institución para que los preparan en el comedor del centro médico, lo cual nunca ocurrió.

—No puedo seguir trabajando así porque se lo roban y no les llega a los niños —le respondió al director.

Molesta, escribía a través de las redes sociales lo que ocurría con las donaciones. Y la directiva le pedía que moderara esos mensajes, que poco ayudaban. Incluso después militarizaron las instalaciones, pretendiendo controlar el ingreso de los insumos. Thais, sin embargo, contaba con el apoyo de los vigilantes que se habían sumado a la causa: le informaban a ella y a sus compañeros de la Fundación Jesús Miguel y Germán, acerca de los hospitalizados, sus requerimientos, y la ayudaban a entregarle donaciones a esos niños.

A esos y, por supuesto, a Nancy, quien, mientras todo eso ocurría, mejoró mucho más: volvió a caminar y ayudaba en la entrega de los recursos a los demás pacientes: repartía bolsas, pañales y hasta ponía el orden cuando las mamás se aglomeraban.

—Ya va, ella los va a atender, pórtense bien.

A Nancy nadie la visitaba. Cuando tenía un mes y medio internada apenas habían ido a verla un tío y su hermana mayor, una adolescente de 14 años. Luego de que el Servicio Bolivariano de Inteligencia se enterara del caso y fuera a averiguar sobre la niña abandonada, se corrió el rumor de que sería trasladada a Tucupita, a una institución del Estado.

Fue entonces cuando la mamá apareció en el hospital.

—¡No quiero que me quiten a mi hija! —le dijo a Thais, entre lágrimas, mientras se le lanzaba encima.

—¿Quién eres tú?

—¡Soy la mamá de Nancy!

—Tranquila, señora, nadie se la va a quitar.

—¡Mamita, mamita! —sonrió Nancy y la abrazó fuertemente.

Madre e hija compartieron como si el tiempo no hubiese pasado. Nancy no había dado muestras de apego hacia los suyos —o al menos no manifestaba extrañarlos y no preguntaba por ellos—, pero estaba feliz con la llegada de su mamá, quien agradeció una y otra vez a Thais.

La madre estuvo con ella hasta que le dieron de alta, en enero de 2018.

Nancy salió caminando del hospital. Su cuerpo ya no estaba famélico y los exámenes de laboratorio indicaban que estaba completamente recuperada. Y tuvo suerte porque meses después, en abril de 2018, el pediátrico Menca de Leoni, que recibía pacientes del sur de Bolívar y es el único de Ciudad Guayana, cerró sus puertas por problemas de infraestructura y falta de insumos. A los niños los trasladaron al Hospital Uyapar, en Puerto Ordaz, a donde Thais llevó su organización para continuar con su labor humanitaria.

Nancy se fue a vivir en un rancho de zinc, en la ruta II de Vista al Sol, en San Félix, con su abuela materna Carmen, sus siete hermanos y un tío. En la pequeña vivienda no hay nevera. Tampoco suficientes camas: todos duermen juntos.

La mamá pronto dejó de estar en esa casa. Se volvió a ir a las minas. Desde septiembre de 2018, desapareció. Su paradero era un enigma y la señora Carmen temía lo peor: muchos de quienes trabajan en la minería son asesinados en esas faenas por bandas delictivas o grupos paramilitares que han impuesto su ley en esas zonas.

Pero a finales de enero de 2019, la madre de la niña apareció sin dar explicaciones de su ausencia, del porqué nunca una llamada para saber de sus hijos o para que su familia supiera que estaba bien. Regresó porque la abuela de Nancy murió de un infarto, y ahora está con ella y sus otros hijos. La mayor, una adolescente que ya dio a luz, vive en el sector La Victoria, otra zona populosa de San Félix.

Thais no olvida a Nancy: suele visitarla y le lleva comida para completar lo que en casa le pueden dar: sardinas y poco más. Nancy ya tiene 8 años y la llama “mamá Thais”. Ella muchas veces se la ha llevado a su casa a pasar el fin de semana, porque la considera su hija. Juntas han comido pizza, han bebido cocadas. Cuando se queda a su lado, le encanta dibujar, bañarse, jugar con muñecas y con los muchos juguetes que le han regalado. Le gusta colaborar con los oficios de la casa: barre, pone la mesa para comer y, al terminar, la recoge.

Thais quiso inscribirla en un colegio cerca de su casa. Aunque no es una persona adinerada, podía costearle la educación. No fue posible porque no hay papeles de la niña: nadie sabe dónde está la partida de nacimiento. Es como si no existiera.

—Se los he pedido a la familia, pero no hacen nada, ya se me escapa de las manos. Ni sé en qué hospital nació, para ir yo misma…

Thais hace un silencio. Deja a un lado la frustración para terminar con una reflexión:

—…Ella es mi maestra de vida, tiene una madurez inocente. Con ella nació todo.


Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de derechos humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.


Jhoalys Siverio

Periodista egresada de la Universidad Católica Andrés Bello. Escribir, leer y patear calle son mis pasiones y mi día a día. En este viaje de la vida descubrí otra pasión que se convirtió en un reto y aprendizaje: contar historias para ti y para mí.
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