Johana Viloria es una bailarina caraqueña de 44 años que migró en 2019 a España en busca de una mejor vida para ella y su familia. Luego de dejar atrás la academia que fundó, Johana’s Dance, en su nuevo destino tuvo que dedicarse a diferentes oficios que le hicieron cambiar drásticamente su esencia, lo que la llevó a deprimirse y a decidir volver.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Cuando imparte clases, Johana Viloria muestra dos partes de su personalidad. Una es su disciplina, que se manifiesta cuando les pide a sus alumnas que sonrían mientras bailan o que ejecuten con precisión los pasos; y la otra es su sensibilidad, que se advierte cuando escucha paciente a sus estudiantes, o cuando dice que ama Disney porque todavía se siente como una niña.
Nacida en Caracas pero criada en una familia de maracuchos, Johana, que ahora tiene 44 años, fundó en 2003 su academia de baile Johana’s Dance, en la que ha formado a cientos de niñas y adolescentes bajo un concepto influenciado por las películas de Disney y Broadway. Todas sus presentaciones tienen la peculiaridad de que están repletas de colores, vestuarios estrafalarios y maquillajes brillantes combinados con bailes que cuentan historias, como los montajes Maléfica, una adaptación de la película protagonizada por Angelina Jolie, o Sofía: ahora bailo con alas, inspirada en la historia real de una niña venezolana llamada Sofía que murió de cáncer en 2018 y a quien Johana le prometió incluirla en uno de sus shows.
El baile siempre ha sido su mundo. Se fue enamorando de la danza en las clases de su profesora Doris Castillo. Entonces tenía 6 años, y comenzó a soñar con tener su propia escuela. Más adelante, a los 15, pasó a la Escuela de Danza Anita Vivas, en la que aprendió bachata, salsa, ballet, danza contemporánea y lírica.
Fue así que, sintiéndose como pez en el agua, a los 24 años, ya casada y con su primera hija, Fiorella, decidió que no quería seguir trabajando por un sueldo y con un horario. Y cumplió su sueño de fundar su academia, Johana’s Dance. Comenzó con sus primeras cinco niñas en un salón de fiesta en el edificio donde está su apartamento. Pasó luego a un gimnasio y, ante su crecimiento, se mudó a un local en el que, en 2014, llegó a atender hasta 280 estudiantes.
La academia tenía éxito y le daba para mantenerse. Johana llegó a ir de vacaciones a Nueva York y a Orlando, junto a su familia, que creció con el nacimiento de su segunda hija, Giuliana. Podría decirse que sí, era feliz haciendo lo que amaba.
Pero mientras hacía su carrera soñada, el país se hundía: 2016, 2017, 2018 y 2019 fueron años de hambre, protestas y desespero. Las colas, la escasez de comida, el colapso de los servicios públicos, y mucho más, le hicieron buscar oportunidades en otro lugar. El mega apagón de 2019 la hizo entrar en desesperación. Pensaba que sus hijas iban a crecer en un país en una crisis extrema, que no tendrían posibilidades de hacerse un buen futuro. Entonces vendió su camioneta, agarró sus maletas y se fue con su familia a Madrid, la mejor opción que encontraron para instalarse, pues por herencia de su padre, sus hijas tienen pasaporte europeo.
Al llegar a España, Johana se sentía en una suerte de ilusión. Como antes había estado por turismo en Nueva York, tenía el pensamiento de que su nueva vida sería igual de plácida. Pero pronto aprendió que no es lo mismo ir al extranjero para conocer sitios icónicos, que hacerlo para quedarse a vivir allí.
No era fácil. Además, apareció la pandemia de covid-19 que complicó aún más el panorama. Uno de sus primeros trabajos fue como cocinera, en un local al que entraba a las 4:00 de la tarde y llegaba a casa a las 3:00 de la madrugada. No solo le tocaba cocinar, también tenía que limpiar; incluso, en una oportunidad, recién llegada de un reposo por haber tenido covid-19, su jefe, molesto porque se había enfermado, la hizo limpiar las paredes con amonio y agua caliente.
Fue en ese período en que la familia empezó a desmoronarse. Como casi siempre Johana llegaba a las 4:00 de la madrugada, no tenía tiempo para compartir con su esposo, que salía a trabajar a eso de las 8:00 de la mañana. Johana apenas podía levantarse de la cama a esa hora, descansaba y volvía a la faena en la tarde, no sin antes llevar al colegio a su hija pequeña, Giuliana, que en ese momento tenía 10 años.
Un domingo en que estaban todos juntos en la misma mesa se dio cuenta de lo que pasaba.
—Guao, mamá, estamos todos comiendo en familia. Qué raro, ¿verdad? —le dijo Giuliana.
—Verdad que sí —le respondió.
La advertencia de Giuliana solo podía significar que algo estaba muy mal. Johana se encontraba muy desanimada. En la cocina del restaurante casi siempre lloraba mientras trabajaba. El dueño, tratando de consolarla, le decía: “Johana, joder, no puedes seguir así, tía”.
Aunque, procurando mantenerse entusiasta, se hizo amiga de muchos españoles. En el restaurante la gente la quería. Era la cocinera que salía y se ponía a bailar canciones de Óscar D’León. Un día, le pidieron preparar una hamburguesa “bien resuelta, con el bacon muy tostado”. Johana, distraída y nerviosa porque a un familiar suyo lo estaban operando en Venezuela, mandó a la mesa todo menos la carne.
—¡¿Me puedes decir en qué estabas pensando?! —le preguntó el jefe.
—Tú me dijiste que me enfocara en el bacon —respondió ella, ante la mirada sorprendida del dueño del restaurante.
Entonces renunció.
Se fue a trabajar como teleoperadora, que parecía un empleo en el que podía esforzarse menos. Sentada en esa oficina, con aire acondicionado, recordaba cuando daba clases en Caracas y le agradecía a Dios por no tener que estar en una oficina. Y esa rutina, repetitiva hasta el hartazgo, la asfixió un poco y la despidieron a los cuatro meses. Intentó dar clases de baile pero ganaba muy poco, apenas unos 80 euros al mes (cuando, en promedio, rentar una vivienda podría costar unos 870 euros mensuales). Mientras tanto, el sueño de volver a bailar, dirigir un montaje y recuperar su academia seguía latiendo en su pecho.
Con su primer sueldo, Fiorella invitó a su mamá y su hermana a ver Aladdin en el cine. Apenas comenzó la película, Johana empezó a llorar. Fiorella le dijo que no entendía por qué se sentía así si la había llevado a pasar un buen rato.
—Es que ese iba a ser mi show. Lo iba a montar, lo había imaginado… lo tengo todo en mi cabeza.
En el fondo, Johana entendió que lo que deseaba era regresar a su país. Ya había entendido que no la estaba pasando bien, que no estaba en su mundo. Pero temía, estaba llena de dudas. ¿Retomar la academia en Venezuela? Esa era una opción… Pero, ¿y si fracasaba? Además del futuro profesional, se cuestionaba porque ese plan significaba dejar atrás su matrimonio, ya que su esposo no quería volver al país. Y eso sin duda influiría en la vida de sus hijas.
En el tren, cuando se dirigía a uno de sus detestados trabajos, Johana se ponía a diario unos audífonos y se aislaba del mundo para escuchar un discurso del conferencista y youtuber mexicano Daniel Habif, que la ayudaba a animarse: “Esta prueba solo te está enseñando a tener un poco más de coraje, cómo manejar un poco más la vulnerabilidad. Quiere llevarte a tener un poco más de arrojo. Un poco más de firmeza. No puedes claudicar antes de que termine la prueba”.
Lo escuchaba una y otra vez, acaso como una forma de convencerse de que, de todo lo que estaba viviendo, algo aprendería.
También escuchaba una y otra vez la música de Aladdin e imaginaba cómo serían el montaje y los vestuarios de las bailarinas.
Estando en Venezuela, sentía que siempre había algo por lo cual luchar, ya fuera sostener la academia, sus hijas u ofrecer un show inédito. En cambio, en España todo estaba hecho. Todo era perfecto. Y aunque disfrutaba, se sentía como un árbol: rígida y paralizada. O como una estatua en Madrid, de aspecto hierático, llamada La Malquerida, a la que no podía dejar de observar pensando que era igual a ella. Le comentaba eso a sus amigos:
—Esta soy yo. Me hicieron una estatua aquí —bromeaba.
El punto de inflexión llegó cuando la botaron de su trabajo como teleoperadora. Intentó dar baile, pero sin mucha convicción. En el fondo, sabía que la solución era otra. Sabía cuál era, pero le daba miedo. Pero terminó por entender que no tenía otra opción y tuvo que aceptarlo. Ocurrió en la ocasión en que fue al cine con su hija y entendió lo que debía hacer, y lo hizo: volver para reconstruir Johana’s Dance. Y lo hizo con un video promocional que realizó y empezó a difundir desde España.
Volvió, todavía con la cabeza llena de dudas, y sin su entonces esposo, quien prefirió quedarse en España. Sentía miedo y se cuestionaba si era posible todo lo que se estaba imaginando. Su hija Fiorella también se quedó en Madrid hasta que un par de meses después la llamó diciéndole, triste y desanimada, que quería volver. Y gracias al apoyo de amigos y familiares lo pudo hacer.
Johana llegó un martes y el sábado de esa misma semana citó a toda la gente que imaginaba que querría formar parte de su show Aladdin. Al menos 100 personas asistieron al salón. Tal receptividad ayudó a disminuir sus miedos y la llenó de la confianza que necesitaba para realizar el montaje.
Unos 60 bailarines terminaron participando en el montaje inspirado en la película de Disney. Aladdin se presentó en el Teatro Bolívar del centro de Caracas en mayo de 2022. Johana muestra orgullosa en su celular las fotos y videos de los vestuarios, los colores y las decenas de personas en escena. Volvió a su espacio seguro: el show al estilo de Disney y Broadway. Y contaba, además, con el apoyo de sus hijas. Aquel día, apenas se abrió el telón del escenario, Giuliana la felicitó.
—Mamá, lo lograste. Te admiro.
Johana volvió a sentir los aplausos de la gente y lloraba de emoción y alegría. Después de Aladdin, presentó, en diciembre, El diario de un emigrante, en el Teatro Chacao, una historia muy personal en la que se habla de las complejidades que implica migrar, sobre todo el hecho de dejar atrás la familia y los sueños pendientes por cumplir.
En la banda sonora de El diario de un emigrante están incluidos el tema “Me fui”, de Reymar Perdomo, que habla de las dudas que genera salir del país; el discurso sobre resistir un poco más, de Daniel Habif, que tanto la ayudó en Madrid; y también “Volver a casa”, de Cáceres, que tiene más relación con la etapa en la que se encuentra ahora Johana, pues aborda la nostalgia, la idea de regresar y el amor al país.
“Porque todo lo que soy está en mi casa”, dice parte de la letra.
Johana’s Dance está funcionando hoy en día en un local en el Boulevard Panteón, muy cerca del gimnasio donde estuvo antes. Sabe muy bien que no es sencillo vivir en Venezuela, porque es un país volátil que le pone retos, pero dice que jamás se iría de nuevo, salvo para trabajar unos meses y regresar.
En el gimnasio donde funciona la academia, Johana Viloria ya no se siente como la estatua La Malquerida que miraba en España. Ahora baila, organiza a las bailarinas, da clases mezclando disciplina y sensibilidad, prepara proyectos y, también, disfruta cuando una niña se le acerca con alguna ocurrencia.