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Tú no serás madre de uno, sino de cientos

Natasha Rangel | 30 oct 2019 |
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Todo comenzó cuando Zuly, quien había fundado la ONG Otro Enfoque, quiso organizar una jornada lúdica con los niños que rondaban la plaza Madariaga. Esa actividad la llevó a adentrarse en la Mansión de la Abuela, debajo de un puente en el río Guaire, y a conocer y compartir con unos sesenta muchachos, entre los 6 y los 27 años, víctimas de distintos problemas de descomposición familiar, ofreciéndoles un poco del calor que les ha sido negado.

Portada: Carmen Helena García / Fotografía: @dreseduardopri
Ilustraciones: Carmen Helena García

 

Vivir en la calle es tener pulso de autopista: si te descuidas un segundo, no sobrevives. El pavimento lo recibe todo. La sangre, los cristales rotos, el aceite, las gotitas de gasolina, el frenazo de los neumáticos, las lágrimas. Pero no tiene manera de responder al dolor. Para eso está la garganta que se desgarra en el grito.

Kah tenía 12 años y un cuerpo, si bien flexible, fácil de quebrar por el impacto de un auto a toda velocidad. Murió al instante. Aunque su caso no fue el primero —niños y niñas antes que él ya habían corrido la misma suerte—, sí logró fortalecer el vínculo entre los chamos de la Mansión a orillas del Guaire y las sifrinas de El Paraíso.

—Zuly, ¿¡por qué pasó esto!? ¿¡Por qué!? ¡Sácanos de aquí, Zuly! Yo ya no quiero estar más en la calle, no quiero que más niños mueran así —decía Ander, uno de los mayores de la familia, aferrándose a los brazos de Zuly aquel 30 de diciembre de 2018.

Cuando ella llegó al lugar del incidente, los bomberos ya se habían llevado a Kah. Brazos, manos y rostros compungidos la enfrentaban por todas partes. No tenía respuestas para ellos. El suceso la sacudió: qué expuestos estaban esos muchachos, qué cerquita caminaban de la muerte. 

Zuly decidió asumir los gastos fúnebres. Contactó a los parientes, que tenían otros asuntos que atender y ninguno contaba con recursos. Acudió a Tránsito para levantar los informes, a la policía y luego a la morgue, revisando y cumpliendo con cada trámite. La madre de Kah, cuando llegó el momento de retirar el cadáver, fue muy clara:

—Bueno, mira, yo ahorita tengo una pierna enyesada y no puedo ir a buscarlo.

El velorio se realizó dos días después en la casa materna de Kah, un apartamento de Misión Vivienda. La tribu del Guaire lideró todos los ritos: cantaron, bailaron el féretro, hicieron pancartas con mensajes amorosos, lanzaron al aire balones de básquet y dados, que a su amigo le encantaban. La madre permaneció en su habitación hasta el final. A su hijo parecía conocerlo más su familia de la calle que ella misma. 

 

Ver el Guaire y olerlo son dos cosas distintas. El río es como los animales venenosos que previenen a los depredadores con el color. Zuly, sin embargo, fue a su encuentro. Su nariz se resintió de inmediato: la putrefacción que emanaba del agua podría desmayar hasta a las hormigas. Lo soportó de buena gana, engatusada por la tropa de guías que le daba un recorrido detallado por la llamada Mansión de la abuela. Bajo el puente fue descubriendo un hogar ordenado por secciones: los baños, los dormitorios, el área de cocina y el túnel del amor, lugar al que solían dirigirse las parejas para “hacer lo suyo”. 

Las pertenencias eran pocas. Un par de ollas abolladas y sin asas, la ropa que traían puesta, varios colchones delgadísimos y manchados. No todos viven en la calle pero la Mansión es su refugio en común. Los muchachos le hablaron a Zuly de sus rutinas laborales: la minería en el río y el “reciclaje”, que en su código quiere decir hurgar la basura. Son muy selectivos con lo que toman de las bolsas, estas los proveen de comida y objetos para vender.

Les gustaría tener otros oficios pero muchos no poseen documentos de identidad, otros están bajo régimen de presentación —lo que hace que sus potenciales empleadores frunzan el ceño— o son demasiado jóvenes. “Mañana te llamo”, es el eufemismo que ambas partes reconocen como sinónimo de no regreses nunca.

La “dieta” básica consiste en dulces, sobre todo tortas de cierta panadería en El Paraíso, donde Zuly reparó en ellos por primera vez. Revisan las bolsas según los horarios de despacho, de 7:oo de la mañana hasta las 12:00. Y a partir de la 1:00 están allí por el resto de la tarde. Solo tienen una norma: no meterse con las bolsas de otros grupos.  

—¿Cómo te acercaste a ellos?

Al otro lado de la línea se hace una pausa. En Buenos Aires es la 1:00 de la madrugada del 3 de julio, sin embargo, Zuly tiene la mente en otra fecha: un 21 de septiembre (específicamente de 2018), cuando se celebra el Día internacional de la Paz. Cinco meses atrás había fundado Otro Enfoque, una ONG de Derechos Humanos que busca sacar las actividades del salón gremial donde solo se ven las mismas caras, los mismos comentarios y las mismas palmaditas en la espalda. Zuly quería el zoom in, enterarse de las historias en primera persona. Le pareció que podría organizar una jornada lúdica y de salud con los chamos que había visto en la plaza Madariaga y en la panadería, regalarles un día de paz.

Entonces llamó a su prima Mairim, abogada y segunda de a bordo en sus iniciativas: «Prima, tuve una de mis ideas…».

Quienes conocen a Zuly saben que lo que sigue después de esa frase puede desembocar en múltiples escenarios: desde coordinar un concurso de reinas en la Cota 905 hasta vivir una pijamada en el Guaire.

Mairim dijo que sí.

Las “sifrinas” de El Paraíso partieron a la plaza. La primera muralla que hallaron fue la Madre de Todos —la mamá de Chube— que, de pie en el umbral de su negocio, las interrogó: ¿Ustedes qué quieren? ¿Van a entregar comida? ¿Son de la Misión Negra Hipólita?

La tercera pregunta era la concha de mango. El grupo estaba predispuesto debido a viejas rencillas: varios niños habían sido llevados a refugios gubernamentales por la fuerza, luego de lanzarles el anzuelo de obtener un par de zapatos. Y la Guardia del Pueblo, junto con la GNB, los hostigaban: lanzaban lacrimógenas a la Mansión para obligarlos a salir, arrojaban los colchones al río, los capturaban y los retenían en la Comandancia, donde les rapaban el cabello, las cejas y los molían a palos.

Salieron ilesas del interrogatorio. La Madre de Todos las ayudó a elaborar una lista que registró más de 60 nombres, cada uno recibiría asistencia médica.

La intención era compartir con los chamos una sola vez. Zuly, que financiaba Otro Enfoque de su propio bolsillo, no tenía presupuesto para involucrarse en proyectos demasiado grandes. Además, estaba la beca: en octubre se iría a Buenos Aires para estudiar una maestría. Se lo repitió hasta el cansancio.

No se hizo caso.

Efe, Day, Pan y Ander son los mayores del grupo y a los que casi todos siguen. Efe y Day tienen más tiempo en las calles, diez y ocho años, respectivamente. La mayoría procede de la Cota 905, pero algunos provienen de los Valles del Tuy. Sus experiencias coinciden: problemas familiares, migración, abuso sexual, delincuencia, violencia intrafamiliar, drogadicción. Las edades van de los seis a los veintisiete años, aproximadamente. 

Varios estaban alcoholizados ese 22 de septiembre. El equipo de Otro Enfoque mantuvo la calma, sorteó los conatos de sabotaje.

Zuly trazó una línea en la plaza:

Acércate a la línea si te han maltratado.

Acércate si te han matado a un familiar.

Acércate si te has sentido excluido.

Acércate si te han gritado cosas malas.

Cuando terminó, todos los participantes estaban delante de la línea, incluidos los miembros del equipo y los voluntarios, que se sumaron a la actividad gracias a los videos que Zuly colgó en internet para reunir materiales e insumos.

Conversaron sobre la empatía y las semejanzas compartidas. Luego los dividieron en grupos por edad. A los más pequeños les dieron hojas y creyones para dibujar, mientras que los más grandes quedaron a cargo de Zuly para continuar con la ronda testimonial: ¿Cómo habían acabado viviendo en la calle?

Para Day, aquello fue como abrir un chorro a presión: lloró sin parar, como si estuviera descargando litros de agua empozada en sus ojos. A la vista de sus compañeros, de sus hermanos, contó su pasada dependencia a la heroína —ha probado todas las drogas que circulan afuera—, las puertas que se le cerraron, los accidentes que tuvo, el futuro que no desea para los otros.

—Ayúdennos. Yo diera todo porque esos chamitos que están allá no vivan ni la cuarta parte de lo que vivimos nosotros.

Efe también tiene una cuota de heroína y piedra en el mapa de su existencia. Lo expulsaron de la Cota 905 por conflictos con bandas de la zona. Su familia de la calle le dio otro norte, lo ayudó a superar la adicción. 

—Yo estoy dispuesto a estar con ustedes —le dijo a Zuly, con el ánimo de quien lo va a intentar aunque sabe que las promesas son el anuncio de una ruptura.

La charla derivó en consejos y llamados de atención que se repartieron entre ellos. A la hora de clausura, se tensaron: querían seguir hablando y que los escucharan. Miraron a Zuly. ¿Iba a volver a visitarlos?

No pudo decir que no, a pesar de que nunca había trabajado con chamos de la calle. Pero habría normas: nada de llegar bebidos a las reuniones, cero groserías, debían procurar mantener la higiene y corregir sus posturas, así como evitar peleas y agresiones. La tribu accedió.

 

El nombre de Street Family lo regó Antuán, rapero consumado de la Mansión. La propuesta era resignificar la noción de grupo: verse a sí mismos en un ambiente de confort, seguridad y proyectar una imagen de comunidad. 

Fue un boom. Diseñaron su propio logo para un taller de serigrafía y comenzaron a conducirse bajo esa identidad. Zuly se empeñó en brindarles formación. No podía inscribirlos en el sistema educativo convencional, de manera que se planteó una ruta alternativa: derechos humanos, resolución de conflictos, emprendimiento, expresiones artísticas, educación sexual integral, prevención de drogas.

Al principio, no tenían más sede que la plaza para verse y ahí competían con las distracciones de la ciudad: los sonidos, los olores, el movimiento, el patrullaje de la Guardia del Pueblo. Los muchachos se aburrían. La calle forma personalidades eléctricas. Era necesario emplear una estrategia que mantuviera ocupado el cuerpo para que la mente pudiera centrarse. 

Zuly contactó entonces al equipo de Regala Una Sonrisa y a Free Convict, la agrupación de hip hop formada por expresidiarios de la extinta PGV que encontraron su salvación en el beat. Ambas organizaciones apadrinaron el proyecto de Street Family. Los cantantes ofrecían un ejemplo cercano de que haber equivocado el camino no te definía para siempre. Regala Una Sonrisa les prestó su sede para llevar a cabo las inducciones.

Pan se convirtió en un líder nato. Organizaba a los pequeños, se mostraba colaborador y servicial. Motivaba a los otros a asistir a las actividades. Con todo, habituados como estaban a un mundo sin paredes, la estancia en la sede les parecía un encierro.

–Nos decían: “¿Hasta qué hora nos van a tener aquí presos?”. Tuvimos que esforzarnos para cambiarles esa percepción, manejar la ansiedad, que vieran la sede como un espacio para construir convivencia y establecer nuevas formas de relacionarse. La calle era de ellos, la sede también podía serlo —cuenta Zuly. Su voz se oye entrecortada por fallas en la conexión.

Avanzaron muchísimo en poco tiempo. Y entonces, sobrevinieron dos eventos infortunados: el blackout nacional y la escasez de fondos.

Los apagones de marzo 2019 fueron duros. No había forma de comunicarse con los chamos de la Mansión y retrocedieron varios pasos en los afectos conquistados. Marcados por su historial de abandonos, se desmotivaron. Ander, uno de los cuatro pilares fundamentales del grupo, se alejó y lo mismo hicieron otros. Fue difícil retomar las reuniones, en especial sin flujo de caja.

Cuando Unicef tocó su puerta, Zuly volvió a respirar. Ellos conocían su trayectoria en el ámbito de los Derechos Humanos y querían armar una alianza. Confiaban en ella. El proyecto Street Family arrancó formalmente el 15 de mayo de 2019. También se mudaron a una sede en Bello Monte que alquilaron con los fondos otorgados por el equipo de Naciones Unidas. Las cosas marchaban bien.

Regresaron al ruedo.

Kah tenía garantizada una paliza si llegaba a su casa sin dinero. La procedencia no era relevante. Lo importante era entregar la plata, chin-chin, en manos de su madre. 

Las mamás son una fibra sensible en Street Family. Ese sustantivo puede referirse a la mujer que aceptaba dinero para que violaran a su hija, a la que guardó silencio cuando el hijo fue rechazado en el hogar por un episodio tras las rejas. “Mamá” es la que emigró, un signo de interrogación en el árbol genealógico o bien la que tiene el pecho tan lleno de decepciones que ya no es capaz de sostener miradas. 

Antes de Otro Enfoque, antes de la Mansión, Zuly recibió un diagnóstico paralizante. Tenía un tumor de 15 centímetros en el útero y tres posibilidades: cumplir tratamiento (esto dependía del estado del tumor), operarse o morir. Era mayo de 2018, tenía 28 años. Ser madre no era una aspiración que estuviera en su horizonte de expectativas, pero cuando te ponen delante la probabilidad de que no lo seas jamás, de que hay algo externo que toma esa decisión por ti, te congelas. 

Y el tumor era demasiado grande, lo bastante como para destruirle el útero. Tuvieron que hacerle una histerectomía completa.

Enterrar a Kah la quebró. Se sintió impotente, quería protegerlos a todos. La parte más difícil era volver a Buenos Aires con tantas dosis de abrazos pendientes.

Sin embargo, habían establecido un sistema para seguir en contacto. Zuly les dejó un grabador de voz. La instrucción era que, en un sitio apartado, encendieran el aparato y le contaran algún evento positivo de la semana o del mes. Mairim y Gabriela, otra activista de la ONG, le hacían llegar los audios, que ella respondía en videos o por medio de cartas escritas a mano para cada uno.

Ellos le contaban sus problemas: con las novias, con los amigos, con la soledad, con la incomprensión de los demás. Fue a través del grabador como se enteró de que Pan y su pareja la querían para madrina de su bebé, y también recibió una noticia grave: «Zuly, ayúdame. Volví a caer en el vicio. Esto es más fuerte que yo». 

Efe pudo cumplir con cinco sesiones de tratamiento pero a veces es difícil dar con él. 

Zuly está preocupada aunque reconoce que con ellos los desafíos van determinados por la paciencia, hay que cederles su espacio y procurar que el acercamiento sea voluntario. No les imponen nada. De los 60 nombres que tuvo en lista, actualmente la mitad o un poco menos asiste a la sede, pero nunca faltan las caras nuevas y eso resulta un incentivo más. El objetivo final es lograr que los muchachos puedan monetizar los oficios y las herramientas adquiridas.

Los adora. Han pasado seis meses de la separación y está loca por verlos otra vez. Convivir con ellos le derrumbó demasiados prejuicios y la llenó de algo que solo atina a describir como magia. El diagnóstico y los meses oscuros son ahora como la bruma de una pesadilla imprecisa.

Zuly jamás podrá dar a luz, no obstante, junto con Street Family está descubriendo, a punta de verbos, qué significa realmente ser mamá. 

—La vida me dijo: “Tú no vas a ser madre de uno, sino de cientos”.


Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2019.

Natasha Rangel

Patacaliente caraqueña y letrada que no toma café. Me gusta leer los hechos como son en Crónica.Uno mientras pongo el ojo en lo que te conmueve con Revista OJO.
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