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Un miembro más de muchas familias

Raylí Luján | 24 oct 2020 |
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Alexander Chang sus colegas siempre lo llamaban, con cariño, el chino Chang. Médico egresado de la Universidad Central de Venezuela, estaba a cargo de dirigir las guardias de fines de semana en la emergencia de Salud Chacao. En esos pasillos y consultorios, muchos veían en él a un maestro y un amigo. “Yo no estoy tan mal”, les dijo a todos en una nota de voz cuando supieron que tenía covid-19.

Fotografías: Álbum Familiar

 

—Chang, ¿qué te pongo? —preguntó el doctor Ioannis.

—Hijo, tú eres médico internista; yo confío en ti. Ponme lo que consideres —escuchó el doctor en la voz ahogada de quien alguna vez había sido su jefe de guardia en Salud Chacao.

Ahora, en otras condiciones, Chang depositaba nuevamente su fe en él. Esta vez, por su propia vida.

Era la tarde del 13 de agosto de 2020. El semblante del doctor Alexander Chang ya no era el mismo que tenía a las 8:00 de la mañana, cuando ingresó al hospital. En el transcurso del día se había ido descompensando. Ioannis lo notó apagado, con la respiración entrecortada. Su imagen distaba mucho del hombre bonachón y bromista que todos conocían. 

Chang, radiólogo egresado de la Universidad Central de Venezuela, había llegado al Hospital José María Vargas luego de recorrer en una ambulancia de Salud Chacao otros centros hospitalarios y clínicas privadas en Caracas. Estaban colapsados. En ninguno encontraron un cupo disponible para que lo recibieran. Él necesitaba que le atendieran la diarrea, los vómitos y la dificultad respiratoria que lo afectaban desde hacía cinco días.

Una semana antes de que enfermara, Ioannis le dijo que tuviera cuidado porque en el Hospital José María Vargas, donde Chang cursaba su segundo postgrado en radiodiagnóstico, estaban poniendo a todos los médicos a atender pacientes con covid-19. Él le respondió que se quedara tranquilo, que había firmado un documento en el cual declaraba que por ser diabético e hipertenso corría mayor riesgo y, por lo tanto, no podía trabajar en esa área. 

El chino Chang, como le llamaban sus compañeros médicos, no quería preocupar a su padre, con quien vivía; ni a sus amigos en el hospital. Les decía que los dolores articulares y la fiebre eran porque tenía dengue y trató de demostrarlo con una hematología completa. El resultado del examen sanguíneo parecía confirmarlo, porque arrojó que tenía el nivel de plaquetas muy bajo. Pero los rayos X de tórax que le hicieron en Salud Chacao, donde trabajaba desde hacía una década, y los síntomas que presentaba, señalaban otro diagnóstico: covid-19.

Apenas llegó al Hospital José María Vargas, lo ingresaron al área de trauma shock y le pusieron oxígeno. La noticia pronto llegó a un chat de WhatsApp de trabajadores y extrabajadores de Salud Chacao que habían creado ellos mismos para mantener un canal de comunicación, luego del fallecimiento por covid-19 de uno de sus compañeros, el paramédico Juan Lara. Era un grupo para gestionar ayudas en caso de que alguno lo requiriera; un chat para cuidarse entre todos, para tenderse una mano.

“Yo no estoy tan mal, tranquilos. Todo está bien; yo me voy a recuperar”, les dijo Chang en una nota de voz, que se escuchaba al mismo tiempo en Caracas, Argentina, Chile y Estados Unidos, donde amigos y conocidos con los que había trabajado estaban atentos a su estado. Porque Chang, de origen chino, nacido en Panamá y caraqueñizado con el tiempo, era más que el jefe de guardias en Salud Chacao. Era un amigo. Un miembro más de muchas familias.

Ioannis Adamidis conoció a Chang en 2015 en Salud Chacao, cuando llegó a ese centro asistencial para hacer su práctica médica rural. La primera impresión que tuvo de él fue que era “el terror de Salud Chacao”. Pero aquella percepción suya le duró solo las primeras tres horas de la guardia inaugural. Porque si bien Chang era exigente como suelen serlo los buenos médicos —sometía a los recién llegados a extensos interrogatorios para saber si estaban seguros de sus respuestas—, también era un hombre afable.

Pronto el chino Chang, de entonces apenas 30 años, se convirtió para Ioannis en un maestro que le enseñaba más de lo que había aprendido en la Escuela de Medicina. Tanto, que ansiaba volver a las guardias cada seis días para compartir con él. En esas jornadas fueron haciéndose amigos. Y también en los ratos libres: iban a restaurantes y pastelerías, porque si algo le encantaba a Chang era comer.

Ioannis comenzó a admirarlo porque veía muy de cerca su entrega, su sensibilidad, su compromiso para con sus pacientes y su cercanía con quienes le rodeaban. Además de la hipertensión y la diabetes, Chang sufría una psoriasis resistente. El tratamiento le irritaba la piel. Pero era como si sus propios padecimientos no le pesaran. Un día, una señora mayor llegó a la emergencia de Salud Chacao convulsionando. Chang la atendió y comenzó a hacerle seguimiento. Más adelante le diagnosticó cáncer de cuello uterino. Después de cada sesión de radioterapia, iba a su casa para chequear cómo se encontraba. No recibía pago alguno por tales visitas, pero no reparaba en ello: solo le importaba que su paciente estuviera bien.

Chang trataba por igual a las 20 personas bajo su jefatura de guardia. Solía invitarlos a todos a parrillas en su casa. Allí, en medio de esas comilonas y buenas conversas, sus compañeros de trabajo conocieron a sus padres y lo conocieron mejor a él. Y sin darse cuenta comenzaron a quererlo como se hacen querer los seres entrañables. Porque eso ocurría con Chang: nadie se daba cuenta cuando ya lo estaban queriendo.

Es lo que le pasó a la doctora Laura Aponte mucho antes, cuando estudiaron juntos en la Escuela de Medicina José María Vargas de la Universidad Central de Venezuela. Allí se hicieron amigos. Apenas lo conoció, le llamó la atención la inteligencia de Chang, su afán por compartir con los demás lo que sabía. El chino Chang, decían todos en los pasillos, no solo era un libro abierto, sino que también era un buen amigo. Un pana.

Laura y él se graduaron juntos en 2008, y, a partir de 2009, comenzaron a trabajar en Salud Chacao. Lo veía atendiendo pacientes y no dejaba de admirarlo. Era un apoyo para ella. Cada vez que necesitaba ayuda, llamaba al chino Chang y él siempre estaba dispuesto a brindarle una mano. Más de una vez fue él quien le llevó comida a Salud Chacao para que ella pudiera comer. Así hacía con todos en la guardia. Esos pequeños gestos nunca dejaron de maravillarla.

Casi todos los 31 de diciembre era Chang quien quedaba a cargo en la emergencia. Aunque tenía muy arraigada la cultura venezolana, no se había desprendido de la del país de sus padres: solo celebraba el año nuevo chino, por lo que asumía las guardias durante el fin del año viejo occidental, para que así sus compañeros pasaran las fiestas junto a sus familias.

Cuando Laura supo que Chang había sido llevado de emergencia a Salud Chacao la noche del 12 de agosto, se activó junto al resto de sus compañeros para buscarle traslado a otro centro, porque en Salud Chacao, un ambulatorio municipal que no cuenta con área de hospitalización, no había las condiciones para tratarlo. Fueron ellos quienes lograron un cupo para él en el Hospital José María Vargas. Laura y los demás estaban preocupados por él. Pero se sintieron un poco aliviados cuando la mañana siguiente escucharon la voz de Chang en el audio que envió al grupo de WhatsApp diciendo que no se preocuparan, que él no estaba tan mal.

 

—Hoy no quiero comer —dijo el doctor Chang a la hora del almuerzo el día que fue ingresado en el Hospital José María Vargas.

Ioannis advirtió un mal presagio en aquellas palabras, pero no reparó en ello. Tratando de calmar a quien ahora era su paciente más importante, le respondió:

—Está bien, Chang; comes ahora.

Pasaron las horas y a las 5:00 de la tarde, cuando el doctor Ioannis comía, recibió una llamada. Era Chang diciéndole que se sentía mal. Dejó todo y fue corriendo a verlo. De inmediato notó que estaba incómodo: se sentaba en la camilla, agitado, y tenía dificultad para respirar. Tosía mucho. Perecía desesperado. Horas antes había solicitado que le subieran el oxígeno. Ahora pedía que lo nebulizaran. Ioannis le hizo caso. Y mejoró, pero solo por dos horas. Ya no podía acostarse y hablaba de buscar otro centro con terapia intensiva porque la de ese hospital estaba cerrada.

La saturación de oxígeno había descendido. La frecuencia respiratoria se ubicaba en 45 por minuto, lo que disparó las alarmas entre el personal. Chang tosía, seguía tosiendo. En la terapia intensiva había camas disponibles y respiradores, pero todavía no llegaban los medicamentos para atender a los pacientes con covid-19, por eso estaba cerrado el servicio. Pero ante la insistencia del personal sanitario, trasladaron a Chang allí, con la condición de que consiguieran los medicamentos para tratarlo.

Fue estando en la terapia intensiva cuando le tomaron una muestra para una prueba PCR.

Cuando entró a la unidad de cuidados intensivos, Ioannis perdió la comunicación directa con Chang. Al siguiente día, supo que había sido conectado a ventilación mecánica y estaba bajo la supervisión de intensivistas, integrantes del equipo de Médicos Sin Fronteras y sus compañeros del servicio de radiodiagnóstico. Uno de sus más cercanos, el médico internista y hematólogo Alfredo Villarroel, consiguió el Remdesivir que necesitaba. Se lo suministraron durante cuatro días, pero luego decidieron suspender el tratamiento, porque había elevado sus niveles de creatinina: estaba afectando sus riñones.

En el grupo de WhatsApp, todos seguían pendientes del estado de Chang. En Twitter publicaban cada medicamento que solicitaban en la Unidad de Cuidados Intensivos. Lograron ubicar un antibiótico bacteriano y calmantes para el dolor articular: paramédicos del grupo fueron hasta los Valles del Tuy, a dos horas por carretera, para buscar varios de esos fármacos.

Al fragor de esos esfuerzos, Chang comenzó a descompensarse. Minuto a minuto, hora tras hora. Sus pulmones no respondían a los tratamientos. Ioannis se angustiaba al recibir cada reporte. Y comenzó a imaginarse que lo peor estaba por venir. Ese momento que llegó el 18 de agosto, cuando, tras cinco días en terapia intensiva, a sus 35 años, el chino Chang dejó de respirar.

En el grupo de WhatsApp comunicaron la noticia a las 3:00 de la tarde de ese día, y el chat se convirtió en un muro de lamentos. Y de recuerdos. Ante la sorpresa de la muerte, todos lo lloraron y rememoraron ocurrencias de Chang y vivencias junto a él.

La ceremonia para despedirlo fue en el Cementerio del Este. Pocos compañeros pudieron acudir, pero quienes lo hicieron tomaron fotografías que luego compartieron en el grupo. Cada imagen era una prueba de que el infortunio había ocurrido: la constatación de que Chang ya no estaría más.

Varias semanas después, llegó el resultado de la prueba PCR que le habían tomado en la terapia intensiva: era positivo para covid-19. Días antes de eso, el padre, Freddy Chang, también dio positivo. Lo atendieron en la Clínica El Ávila. Y así como se habían volcado para tratar de salvar a su compañero, los colegas del chino Chang hicieron lo propio ante el diagnóstico del señor Freddy. Y no descansaron hasta que estuvo fuera de peligro, sano y salvo. Lo hicieron, de algún modo, por el amigo que se les había ido, ese a quien consideraban parte de sus familias.

Raylí Luján

A los 10 años la grabadora vinotinto de mi papá me marcó: sería periodista. Hago preguntas por todo desde entonces. Contar historias me mueve y desde 2012 lo he logrado cumplir en medios digitales e impresos, a través de letras e imágenes. Si no está escrito, no pasó.
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