Jennifer Peralta estaba convencida de que si quería un mejor futuro, no podía seguir en Venezuela. Planificó el viaje, pero unos días antes de su fecha de partida, en un consultorio médico le informaron que a su tía Dona, con quien mantenía una entrañable relación, aún no podían operarla del cáncer que padecía. Entonces se preguntó si debía irse.
Ilustraciones: Carmen H. García
Llegué a Chile el 26 de agosto de 2017 y mi tía Dona, hermana de mi mamá, murió en Venezuela la madrugada del 26 de septiembre, un mes exacto después.
Salí de Venezuela buscando la calidad de vida que, por mucho esfuerzo que hiciera, allá no podía tener. Estaba por cumplir 32 años, vivía con mis padres y trabajaba como responsable de medios en el Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea). Si bien profesionalmente estaba donde quería, y desde donde podía aportar mucho a mi país, no dejaba de preocuparme la incertidumbre, la dificultad para obtener alimentos y medicinas. Temía que en esa lucha se me pasara el tiempo, justo mis años más productivos; y que un día me despertara con muchas satisfacciones, pero con una frustración profunda por no haberme realizado en otros ámbitos de la vida.
Mudarme no era una opción. Asumir una nueva responsabilidad económica implicaba reducir lo que aportaba a mi casa, lo cual generaría más dificultades para todos. Y no estaba dispuesta a hacerle eso a mi familia.
Emigrar, pensaba yo, me abría las puertas. O al menos me daba la esperanza de que si me esforzaba, podía buscar esa autorrealización personal, sin dejar de garantizar a mis padres cierta estabilidad económica, quizá mayor que la que les podía asegurar en Venezuela. Era una decisión difícil, sin duda, pero sentía que valía la pena, que era imperioso tomarla, y pronto, porque cada día el país se hacía más difícil de sobrellevar.
Muchos años antes de convertirse en maestra de 2do, 3er y 4to grado en una escuela de Los Frailes de Catia, en el oeste de Caracas, ya mi tía Lix Donayra (a quien llamábamos simplemente tía Dona) mostraba sus dotes de facilitadora enseñándome a leer. Yo apenas tenía 4 años de edad y vivíamos en Cagua, estado Aragua.
—Eme con a, ma; eme con i, mi; ¿qué dice?
Cuando me agarraba bien concentrada, yo respondía. A veces me distraía y no acertaba con la palabra. “Concéntrate, vale, para que puedas salir a jugar”, me decía. Pocas veces perdía la paciencia conmigo. Esas lecciones pronto comenzaron a dar frutos. Al poco tiempo podía leer los cuentos infantiles que mamá me regalaba, y que luego fueron novelas y libros de poesía. Con los años, aquellas lecturas se convirtieron en ventanas que me dieron herramientas para la vida.
Gracias a mi tía logré desarrollar mi creatividad y mis habilidades manuales. Me inscribía con ella en cuanto curso hacía: tejido, pintura en cerámica, pintura en tela, arcilla. Así, compartiendo tantas cosas juntas, nos fuimos haciendo compañeritas de vida.
Por muchos años dormimos en la misma habitación. Recuerdo la brisa fresca que levantaba las cortinas del cuarto durante esas noches en Cagua. “Carolina, vamos a dar gracias a Dios Padre Todopoderoso”, me decía siempre antes de acostarnos. Aunque no era muy religiosa, creía en Dios y se daba esos espacios de reflexión. Como tenía el sueño liviano, Dios libre que mis primos o yo hiciéramos ruido, porque se enfurecía.
Mi tía tuvo dos hijos, Liz Donayra y José Nicolás, a quienes llamamos Lizdo y Joni, respectivamente. Lizdo es 10 años mayor que yo y Joni 5. A pesar del inmenso amor que profesan las madres a sus hijos, yo nunca sentí que tuviera preferencia con ellos. Yo tenía un lugar especial, único, en su vida. O al menos así me lo hizo sentir.
Transcurrían los años y nuestro lazo se fue haciendo muy fuerte, estrecho. A medida que crecí nos volvimos amigas. Yo la adoraba. Me parecía admirable la forma en que vivía. Desprendida de lo material, regalaba sus cosas si alguien las necesitaba.
Viajaba ligero: metía un par de pantaletas en la cartera y chao. La llenaban las cosas simples. Como cuando nos fuimos a La Guaira a pasar el día echadas en unas sillas viendo el mar y hablando de cualquier cosa, de nuestras vidas. Siempre nos conectábamos en esas charlas: me contaba de su juventud, de lo que le importaba, de sus preocupaciones, de sus hijos, de sus nietas, a las que amaba.
En esas conversaciones francas también le hablaba de mi vida, de mis preocupaciones, de mis alegrías. Y encontraba esa palabra, ese silencio o ese consejo que a veces me molestaba, porque la juventud es así, un poco arrogante. “Yo sé, tía, no es necesario que me lo digas”, o “mejor no te metas, tía, porque no entiendes”. Mentira, sí entendía; y nunca le escuché un “te lo dije” de reproche cuando los tropiezos de aquella niña que aprendía a leer se convirtieron en los barrancos de una adulta. Siempre estuvo, con amor y solidaridad.
Su solidaridad definía su espíritu: no hay quien pueda contradecirme al respecto. De eso estoy segura. Me parece que la manifestación más importante de ese valor en su vida fue el ejercicio de su profesión. Ella sabía que si lograba impactar positivamente en la vida de los niños que crecían en los barrios donde trabajaba, abría una grieta de esperanza. Nunca lo llegó a decir así, pero yo solía verla preocupada por enseñarles, y sobre todo por hacer de esas horas de clase un rato de alegría para ellos. A veces, llevaba de su casa algunos desayunos extras porque había niños a quienes mandaban a la escuela con el estómago vacío.
Cuando mi tía enfermó, sus alumnos de la última escuela donde trabajó, en el barrio El 70, ubicado en la parroquia El Valle, le hicieron una cartelera decorada que decía: “Recupérate pronto, maestra Lix. Te extrañamos”.
A finales de 2016, mi tía comenzó a presentar algunos malestares cuyo origen no era claro. Hasta que en los primeros meses de 2017 le diagnosticaron un cáncer de páncreas bastante avanzado. Comenzó entonces la carrera para recuperar su salud en un país con una emergencia humanitaria compleja donde primaba, y sigue primando, la crisis hospitalaria y el limitado acceso a medicamentos.
Mi familia es muy numerosa, y eso nos ayudaba a resolver. Unos moviéndose por allá, otros por acá, además de la ayuda de buenos amigos, permitieron que a mi tía nunca le faltara el tratamiento. Luego de unas semanas, la quimioterapia y las otras medicinas comenzaron a hacer efecto: los dolores mejoraron. El médico nos dijo que el tumor se estaba encapsulando y que si seguía a ese ritmo a finales agosto se podría operar.
Cuando nos dijeron eso, como yo ya venía acariciando la idea de emigrar, decidí que era el momento de comprar el pasaje: me iría a Chile. Pensaba estar en la operación de mi tía y en parte de su recuperación, e irme a mediados de septiembre. En Provea me ofrecieron ir a un encuentro de activistas de derechos humanos que se haría en Colombia del 18 al 26 de agosto. Les conté de mis planes de emigrar y me dijeron que no había problemas, que igual fuese, y acepté.
Un día los planes comenzaron a cambiar: la aerolínea en la que viajaría a Chile en septiembre, haciendo escala en Bogotá, decidió detener sus operaciones en Venezuela, lo que me obligaba a tener que resolver la ida hasta Colombia o pedir el reembolso. Mi posibilidad real era la segunda opción, porque no tenía dinero para costear un vuelo adicional.
Cuando en mi trabajo se enteraron, me dijeron que aprovechara la ida al taller y de allí siguiese hacia Chile. Fue un gesto invaluable que, sin embargo, me obligaba a adelantar un mes mi migración. Probablemente no estaría para la operación de mi tía, lo cual me generaba muchos conflictos internos. Pero acepté. Recuerdo que cuando lo hablé con ella hubo unos segundos de silencio y luego me dijo: “Está bien”, y sonrió con recato.
Al cabo de unas semanas, unos días antes de mi vuelo, sentimos un golpe inesperado, ensordecedor, confuso, de esos que te arrancan del lugar donde estás y te escupen en cualquier vacío. Uno como el de “Los Heraldos negros”, ese poema de César Vallejo que dice: “Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma…”.
El doctor de mi tía nos citó en su consultorio y fue claro: “El tumor no ha terminado de encapsularse y por ahora la operación no es posible, pero quiero ser yo quien hable con Lix en la siguiente consulta”.
Ese día, después de esa cita médica, llegué a mi casa, donde mi tía nos esperaba. Joni, Lizdo y yo estábamos quebrados, pero teníamos que mostrar entereza. Yo tenía que tomar una decisión y por primera vez en mi vida era algo que no podía conversar con mi tía. Si decidía seguir con mis planes, para la próxima consulta ya no estaría en Venezuela.
“¿Qué hago?”, le pregunté a mi mamá, sabiendo que si no tomaba ese avión tendría que esperar un tiempo largo para hacerlo, mientras las condiciones se volviesen a dar. Desde la razón sabía que la crisis del país se agudizaba más con cada día que pasaba. Y desde mi corazón entendía que aquella despedida podía ser definitiva.
“Vete. Lo que va a pasar pasará estando tú aquí o no. Yo estoy segura de que tu tía te aconsejaría lo mismo. Vete”, me recomendó mi mamá. Fue una conversación breve pero muy sentida.
Y desde ese momento un dolor se me alojó en el pecho.
Llegó el día del viaje. Temprano en la mañana metí las maletas en el carro porque sentía que hacerlo en el momento en que saliera de la casa iba a alargar más esa despedida que en el fondo hubiese preferido evitar. Yo nunca tuve intenciones de emigrar, siempre visualicé mi vida entera en Venezuela.
Mientras llegaba la hora de irme, estuve compartiendo con mi familia, hablando en general del viaje, sin hacer mucho énfasis en nada. Me sentía muy mal y me esforzaba en disimularlo. Recordaba las palabras del médico, y volvían a doler como cuando las escuché. Y así, con esa tristeza, almorcé un plato de lentejas que me preparó mi mamá, porque son mis granos preferidos.
Llegado el momento, entré al cuarto de mi tía, y aparentando esa ligereza con la que ella hacía sus viajes, le dije que ya estaba de salida.
“Ay, chica, ¿cuándo será que nos volveremos a ver…?”, me respondió ella, esta vez con una sonrisa plena, ignorante de la noticia que días después la golpearía.
“Tranquila, que va a ser pronto. Yo espero venir en diciembre”, le respondí mintiendo. Mintiendo en todo, porque la abracé y besé, como si fuese cualquier otro día.
Pero no era un día cualquiera.
Solo hasta hoy, más de tres años después, es que pude encontrar la fuerza para escribir sobre esta parte de nuestras vidas, quizá la más difícil que nos ha tocado vivir.
Luego de aquella noticia sobre la cancelación de la operación, mi tía siguió con la quimioterapia. Pero pasó algo que el médico no había previsto: el tumor se encapsuló completamente en el páncreas, y este órgano dejó de funcionar.
La madrugada del 26 de septiembre de 2017 estaba durmiendo. Me quedaba en casa de una prima que me recibió mientras me estabilizaba en Chile. En medio del sueño escuché una voz lejana que me llamaba. Era mi prima despertándome para darme la noticia. Todavía medio dormida, tanteé el suelo buscando mi celular y, entre varios mensajes, alcancé a leer: “Mi mamá murió”.
No recuerdo un llanto desolador, ese lo tuve muchos meses después. Pero en ese momento sí me sentí sola; sentí que el mundo se había callado, que todo se había apagado de pronto.
No es fácil emigrar y menos aún con el peso de esa despedida.
Cuando me ha tocado enfrentar momentos duros, me aferro al recuerdo de mi tía y me digo: “Tiene que valer la pena esa despedida”. Todo lo que ella fue sembrando con amor en mí ha sido una herramienta valiosísima en este proceso. Y a pesar de las dificultades, me ha ido bien. He encontrado un poco de ese equilibrio que buscaba. Ahora, como hacía ella, viajo más ligero.