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Un regalo que se veía solo por dentro

Héctor Torres | 28 may 2022 |
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Un niño de 8 años que sale por primera vez a unas cortas vacaciones sin su madre. Un hermano que le enseña que, para llegar a la cima de la montaña, aunque se llore en el camino, hay que seguir hasta el final. Ese niño que descubre, lejos de la ciudad, una dimensión diferente de las palabras paz, satisfacción y felicidad. Nuestro fundador Héctor Torres, cuenta sobre aquella vez que se sintió un pequeño titán. Esta historia es parte de su libro autobiográfico Presencias extrañas.

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

 

A Gustavo, Iván Castrillo e Iván Padrón

 

Now you’re really living what
this life is all about.
Mr. E

El hijo menor suele ser un espécimen de dilatado crecimiento. Quizá consciente de eso mi hermano mayor consideró que un poco de independencia y de temple agilizaría el proceso, y me invitó a una excursión de fin de semana que haría al Ávila con dos amigos. Yo tenía 8 años, mi hermano 14 y esas serían mis primeras vacaciones lejos de la amorosa, dulce y diligente mirada materna.

Aún me puedo ver, esas noches previas al viaje, examinando el mapa amarillo atravesado por líneas y puntos con nombres que insinuaban parajes exóticos. Era como intuir las aventuras de los libros leídos en la soledad de mi cuarto, con la diferencia de que estas, en pocos días, serían tangibles.

En una de esas ocasiones en que estudiaba el mapa como quien quiere extraerle claves secretas, mi hermano se asomó sobre mi hombro y recorrió con su dedo nuestro itinerario, mencionando los puntos como reinos a conquistar: La Julia, Ruta 77, Rancho Grande, Las Toyotas, pico Goering, Urquijo, Los Platos del Diablo, Anfiteatro y, finalmente, pico Naiguatá. “El punto más alto de la cordillera de la costa”, dijo, agregando una cifra que podré citar de memoria el resto de mi vida sin temor a equivocarme: 2 mil 765 metros sobre el nivel del mar.

Él me explicaba que el viaje sería duro, en tanto yo adoptaba el aire de quien se siente prestigioso, solo por haberse comprometido en la hazaña que lo envuelve.

La inocencia es un hombrecito ganando batallas imaginarias.

Obviemos la minuciosa retahíla de recomendaciones de mi madre, y ubiquémonos en esa tarde de viernes en que el sol cubre de dorado las superficies. Tres adolescentes y un niño, con sus respectivos morrales, caminan por El Marqués, en Caracas. Ya han dejado atrás los edificios y a su alrededor no hay más que los fugaces carros que suben o bajan de la Cota Mil y el silencio que comienza a ganar terreno. El niño sonríe ante las palabras de aliento y camaradería que recibe, disfrutando de sentirse digna compañía de muchachos mayores, en el preámbulo de una aventura a lo desconocido.

No sabía que tales lisonjas eran una estrategia para insuflarle valor, ante las razonables dudas acerca de su capacidad para enfrentar el reto que se avecinaba. Estamos hablando de un niño de 8 años. Estamos hablando de 14 kilómetros por una ruta escarpada en muchos tramos y agua en pocos. Estamos hablando del segundo punto más elevado del Caribe, luego del Pico Duarte, en la República Dominicana. Estamos hablando del enigma que se esconde tras esas pequeñas cajas de piel, músculos, sangre, emociones y huesos.

La palabra duro comenzó a asomar su filoso pico bastante pronto. Mi hermano suponía que su aporte a mi educación pasaba por ofrecer un contrapeso a tanta blandura materna, y disponía de todo un fin de semana para poner en práctica sus métodos, sin supervisión alguna. Llegamos a La Julia momentos antes de caer la noche. Luego de descansar un poco y abastecernos de agua, decidimos (decidieron) que esa primera jornada debía concluir en Rancho Grande, donde montaríamos la carpa y haríamos la cena.

Nos esperaba una larga caminata nocturna. Contábamos con dos linternas, por lo que nos dividimos en parejas. Nuestros acompañantes me cedieron el honor de hacerlo con mi hermano. En el camino descubrí que la razón de esa generosa oferta era el enérgico paso que lo hacía famoso entre sus compañeros excursionistas.

Pasé del comentario al chiste, del chiste a la queja, de la queja al ruego, del ruego al clamor y, en cada ocasión solo recibía por respuesta que teníamos que llegar hasta Rancho Grande, donde íbamos a pasar la noche, rematado con un:

—Dale, que falta poco.

Cuando mi último recurso se hubo agotado, entré en sublevación declarada y, acudiendo a mi gesto más decidido, le advertí que no daría “ni un paso más”.

Es muy probable que esa sea una indulgente versión que me regala la distancia, y que en la suya el asunto se limitó a una desesperada pataleta, ya que mi hermano, sin detenerse ni permitirse demasiada efusividad, me recordó que quien tenía la linterna era él y que, si así lo deseaba, podía esperar en medio de la oscuridad a nuestros amigos, que vendrían como “unos 40 minutos detrás de nosotros”.

Los cantos de los sapos, devenidos en monstruos invisibles en medio de una oscuridad absoluta, inclinaron la balanza de mi decisión. Caminé unos 30 minutos, llorados segundo a segundo, sin que eso ablandara la decisión de mi hermano, hasta que llegamos a Rancho Grande, como estaba previsto.

Estaba viajando dentro de mí, moviéndome por dentro, y aún no lo sabía.

Esa primera noche, luego de armar la carpa, buscar agua en el riachuelo, preparar la comida, cambiarnos la ropa sudada por una seca, saciar el estómago y olvidar el rencor, descubrí una inaudita dimensión de la palabra paz.

E, incluso, de la palabra satisfacción. Y hasta de la palabra felicidad.

Con esa novedosa sensación me acosté a dormir, hasta ese momento en que se aparecieron, sin anunciarse, unas imprudentes imágenes de mi cuarto iluminado, mi cama mullida, mi mundo seguro, el beso de buenas noches de mi mamá…

Cada llanto reprimido es otro paso en ese camino que nos aleja de casa.

La belleza se toma su tiempo. Y la vida, así como reparte trompadas, regala caricias. Despertar con el ánimo renovado, entender que el agotamiento es parte de un ciclo, respirar ese aire, sentir ese frío, beber esa agua tan endemoniadamente fresca y dulce, supuso alcanzar un inédito nivel en ciertas sensaciones. Comprender que esa experiencia era un todo al que accedían solo los que se lo ganaban, fue parte de la sesión de caricias que me regaló la mañana siguiente a las trompadas de mi primera noche en la montaña.

Desayunamos y retomamos el camino. Seguimos adquiriendo altura y, junto a ella, una nueva dimensión del asombro. Como las abejas más grandes que he visto en mi vida. O nubes de avispas largas y amarillas que había que atravesar al trote y con los oídos tapados. O piedras gigantes que estaban ahí antes de que sobre la ciudad hubiese habido una sola piedra puesta por el hombre. O el portento de ver, con un solo movimiento de cuello, Caracas y el Litoral central en toda su extensión.

Me sentí poderoso. Alado. Un titán de 8 años.

En ese proceso de comprender el nuevo código de comunicación con mi cuerpo, sin darme cuenta de mi hazaña, llegamos al Naiguatá. Y vi esa línea horizontal que divide al cielo en dos, atravesándolo a todo lo largo de eso que se expresa en geometría como 360 grados. Y vi colchones de nubes debajo de nosotros. Y una repentina y espesa niebla que no permitía ver más allá de los tres metros, y descubrir que estaba atravesando una nube en ese momento. Y que las palabras dolor y esfuerzo eran caminos, no destinos. Y volví a tropezarme, por segunda vez en ese viaje, con una feroz guerra íntima por reprimir el llanto.

Pero este era de otra materia.

El mundo de los montañistas me introdujo en una secta con un protocolo desconocido para esa Caracas que comenzaba a hincar el diente: los que se cruzaban en el camino se saludaban, el que encontraba una novedad en el trayecto la trasmitía al que suponía que la iba a tropezar, el que volvía a la ciudad ofrecía los víveres no consumidos a los de la carpa de al lado. Todos estaban dispuestos a ayudar a los demás. Era como una logia regida por unos principios de nobleza que me hizo entender que, abajo, en la ciudad, caminaba entre miembros de una corte antigua que disimulaban su estirpe cuando se mezclaban con el vulgo.

En adelante no habría fin de semana largo o vacaciones que no planificara sustraer algo de comida de la despensa de la casa, meter unas mudas de ropa, abrigos y equipos en el morral, comprar la bombona a la Camping Gaz, e internarme en la montaña, lejos de la gente y de lo que, se supone, debía gustarme.

La actividad deportiva se convirtió en el pretexto ideal para un adolescente melancólico. La excusa para no ir a fiestas ni cumplir con los ritos de la vida social. Y una enorme contribución a los valores que regirían mi vida adulta: evitar quejarme, y ni se diga molestar, tener disposición a hacer las tareas que tocasen por odiosas que fueren, preferir el silencio al ruido y desarrollar un carácter contemplativo que se siente a gusto en comunicación con el entorno.

Y la comprensión de que la naturaleza es esa cosa vasta que no se conquista sino que acepta a su lado a quien tenga la humildad y la constancia de forzar sus propios límites, para merecer el derecho a disfrutarla.

Por esto último, a los 14 años, llegué a la cima del Humboldt, el segundo pico más alto de la cordillera andina en Venezuela, con casi 5 mil metros de altura, en una travesía que requiere 5 días para llegar, desde la truchicultura de Tabay, en Mérida, hasta el glaciar del pico.

Pero, a pesar de la belleza y de haber sido aceptado en una logia secreta, el derrame de hormonas y la presión social no tardarían en tentarme con el esplendor de sus baratijas: alcohol, playa, ruido, risotadas sin sentido y el inasible fantasma del deseo, alejándome de la serena compañía de la montaña.

Esplendor marchito se llama uno de esos pueblos que visitamos en algún punto de nuestra vida. Y fue así como volví al cerro, mucho tiempo después. A paseos dominicales a Sabas Nieves, un recodo de El Ávila al que van los caraqueños en manada para sentirse sanos.

Y aunque de aquella vieja cofradía ya no quedan vestigios, la montaña me había aceptado. Y todo lo que me había regalado seguía allí, invisible a ojos profanos.

Era un regalo que se veía solo por dentro. Y que permaneció como un lente especial para ver la vida. Y en un desdén por el turismo de lujo. Y en el disfrute de la soledad. Y en la callada tozudez del que encuentra en lijar palabras lo más parecido a subir cerros. O en ese pudor de no quejarme nunca frente a los reveses cotidianos. Y en el hábito, ante cada adversidad, de recordar a aquel hombrecito que lloró en la oscuridad todo un largo camino que, sin saberlo, recorría también hacia adentro, en ese bautizo de fuego de sus primeras vacaciones sin la mirada de su madre, para repetirme como un mantra, cada vez que la situación lo amerite:

—Dale, que falta poco.

Héctor Torres

Narrador. Ciudadano neo-punk. Escribo porque no pude ser un pop-star. Sumergido en el cine, la música y todas las formas de contar historias. Autor de Caracas muerde, entre otros títulos. Coeditor de La Vida de Nos.
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