Fotografía de portada: Mario Caicedo
El mundo, tal como lo conocemos, se ha forjado en la capacidad de movilización del ser humano, en los movimientos migratorios, en la vitalidad del intercambio entre naciones. Y, también, a partir de la congregación en torno a centros urbanos, los cuales fueron creciendo para facilitar el acceso de una mayor cantidad de personas a los bienes de consumo.
Estos aspectos, precisamente, son los que han sido abruptamente suspendidos, en un intento por cortar la propagación del nuevo coronavirus. Y en sociedades tan frágiles como las latinoamericanas, el impacto de esa suspensión sobre las poblaciones más vulnerables —cuyas precarias economías se resuelven a diario— aún resulta incalculable.
Ese horizonte, desalentador y difuso, es el marco de la pesadilla que sufren muchos de los ciudadanos venezolanos que salieron de su país a pie, como en un éxodo bíblico. Un doloroso paisaje que conjuga la desesperada resolución con el anhelo de encontrar ese lugar donde tener una segunda oportunidad para una vida digna. El principal destino de muchos de esos caminantes ha sido, obviamente, la nación con la cual Venezuela comparte 2 mil 219 kilómetros de frontera que, tanto las separa como las une: Colombia. Algunas fuentes indican que son más de 1 millón 800 mil venezolanos los que, en algún punto de la emergencia humanitaria, se asentaron en este país, con la esperanza de buscar una solución a sus agobios, lo suficientemente cerca como para mantener latente la convicción de un cercano reencuentro con lo suyo.
Pero algunos comenzaban apenas a saborear cierta estabilidad cuando llegó la pandemia, con su confinamiento, con sus pequeños negocios cerrados hasta nuevo aviso, con el cese de las oportunidades para muchos de esos que no solo se vieron en la imposibilidad de cumplir su cometido de ayudar a sus familiares en Venezuela, sino que pusieron en peligro su estadía en esas nuevas ciudades en las que dejaron de tener la posibilidad de pagar un arriendo, comprar comida, dibujar un tenue futuro.
Allí, en esas tragedias personales, en esas vidas vueltas a truncar, está el foco de Los confinados, una serie que muestra cómo la pandemia y las medidas de confinamiento que se implantaron en el mundo para enfrentarla, vinieron a poner a prueba la solidez de mecanismos bajo los cuales hemos vivido y, más importante aún, la capacidad de respuesta de los gobiernos ante una emergencia de semejante magnitud.
Precisamente por esa capacidad de comprensión del drama ajeno, y por esa forzada hermandad de mellizos de frontera, esta serie es el resultado del esfuerzo conjunto de La Vida de Nos con Dejusticia, quizá la ONG colombiana que más ha atendido y entendido el tema de la migración venezolana, con una mirada no desde su lado de la frontera, sino desde lo que somos, un conglomerado humano separado y unido por esa frontera común.
Como si fuesen los tres actos de un drama, Los Confinados contiene tres facetas de esta compleja situación: la condición humana de las y los migrantes que, aún con incertidumbre, se aventura en un camino desconocido; la llegada de la pandemia a esas vidas, con todas las consecuencias previsibles de encontrarse fuera del ámbito de asistencia del gobierno colombiano, por lo que muchos deciden retornar a lo malo conocido; y la maravillosa capacidad de ponerse en el lugar del otro que tiene esa misma condición humana, lo que lleva a aquellos con mayor estabilidad a tenderles la mano a esos proyectos de vida desbaratados por un nuevo desafío.
A continuación, las historias.
I parte: Ser migrante, ser humano
Yadira migró a Colombia en febrero de 2020, dejando a sus 5 hijos en el barrio Los Cerrajones de Barquisimeto. Ya con trabajo y apartamento donde vivir, creía próximo el reencuentro con los suyos. Hasta que, apenas un mes después de su llegada, la pandemia abrió en su vida unos grandes puntos suspensivos. Su historia la cuenta Marcela Madrid en El hambre de los que dejó atrás.
II parte: Lo que trajo el confinamiento
Yaraviceth Mayora y Alexander Jiménez no podían sostenerse en Colombia, encerrados en las piezas arrendadas donde vivían. A poco de comenzar la cuarentena en Bogotá, debieron echar a andar sus pies y atravesar el país para cruzar la frontera. Raylí Luján cuenta su angustioso recorrido en Regresar a casa caminando con un niño de 3 años.
III parte: Solidaridad en tiempos de pandemia
Preocupada por sus compatriotas, migrantes como ella, Anais Reyes fundó Coronayuda, una plataforma de orientación médica en línea que pronto tuvo que transformarse en un espacio de gestión de ayuda para otras necesidades apremiantes. Es La doctora que ayuda a los venezolanos, cuya historia cuenta Erick Lezama.
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