El pasado 6 de abril un estudiante de economía regresaba de una marcha convocada hasta la Defensoría del Pueblo. Dispersado por la lluvia de lacrimógenas, perdió el contacto con sus amigos y debió devolverse solo. Unos motorizados de la PNB y efectivos de la GNB lo cercaron y llevaron a la sede del Sebin. 29 días después pudo reencontrarse con sus padres, luego de una estadía entre El Helicoide y la División Anti Terrorismo de la policía judicial. Esta es su historia.
Ilustraciones: Lucas García
A Juan lo metieron a la fuerza en aquella camioneta estacionada en El Helicoide. Dudaba de que lo fuesen a dejar en libertad, pero eso fue lo que le dijeron los funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) cuando lo llamaron por su nombre y lo sacaron de la celda donde había permanecido por una hora y media. Entró a empujones. Un asiento alargado lo esperaba, al igual que a otros tres detenidos. Y pudo ver que, tras una pared divisoria, estaban cuatro jóvenes más.
Juan sintió que una barra metálica, como las que se usan en las montañas rusas de los parques de diversiones, le presionó las piernas. Los funcionarios habían cerrado la puerta con un movimiento brusco, que retumbó dentro del vehículo. Todo quedó a oscuras.
Aguardó creyendo que iban a llevarlos a otro lugar, pero no fue así. Ahí se quedaron una hora más. Ya era la madrugada del viernes 7 de abril.
Trató de girar un poco las piernas. Su metro ochenta de estatura apenas le permitía moverse. Su aliento chocaba con la pared divisoria y sus brazos se fundían con los de sus tres acompañantes. Las gotas de sudor comenzaron a rodar por su piel. Su respiración se agitó. Mientras más tiempo pasaba encerrado, más se aceleraba.
—Me desesperé por completo. Me dio claustrofobia. Sabíamos que si gritábamos, los funcionarios nos dejarían más tiempo ahí e iba a ser peor. Por eso hablábamos muy bajito entre nosotros. Tratábamos de tranquilizarnos.
Juan es un nombre ficticio porque sus abogados le recomendaron que así fuera. Es estudiante de 5to año de economía en la Universidad Central de Venezuela y fue detenido el 6 de abril de 2017 en una protesta antigubernamental en Caracas, severamente reprimida por la Guardia Nacional Bolivariana y la Policía Nacional Bolivariana.
Esa mañana acudió a clases. No podía faltar. Salió de su casa a las 10:00 am, cuando ya sus amigos se habían ido a la marcha, convocada por la oposición para llegar hasta la Defensoría del Pueblo. Quedó en encontrarse con ellos luego de la universidad. Y así fue. A las 12:00 del mediodía se enrumbó hacia donde estaba el resto, en la autopista Francisco Fajardo. Y encontró a sus compañeros a la altura de El Rosal, en sentido hacia Petare.
Las consignas duraron poco porque, casi a las 3:00 de la tarde, comenzó la lluvia de las bombas lacrimógenas. Juan y sus amigos se dispersaron, y él quedó solo.
—Estaba en la punta de la manifestación pero del lado de la autopista en sentido oeste. La mayoría se quedó atrás. Las tanquetas comenzaron a avanzar y los guardias corrieron hacia donde yo estaba con otros chamos.
Los funcionarios lo agarraron por los brazos, pero él forcejeó y logró zafarse. Corrió a toda velocidad y brincó la defensa que separa la autopista de la avenida Venezuela, metros antes del Centro Comercial El Recreo.
Detrás venían los guardias.
—Corrí por una calle paralela en lugar de seguir hacia El Recreo. Volteé. Venían detrás de mí pero les llevaba mucho chance. De repente, unos motorizados de la PNB que iban bajando por esa calle me agarraron.
Ya no tenía salida: por un lado se aproximaban los guardias y, por el otro, los policías.
—Un guardia me golpeó y me lanzó al piso. Luego me puso la bota en el cuello y me hizo presión. “Ya no te vas a escapar, carajito tirapiedras”, me dijo.
Con una sola mano, otro guardia lo puso de pie. Le quitó la trenza de uno de los zapatos y ató sus manos a la espalda. Luego le quitó el morral, en el que llevaba los envases plásticos de la comida, varias botellitas de agua, un pendrive y unas guías de la universidad. Le robaron el celular, un modelo Blu Studio y la cartera.
Juan escuchó cuando uno de los guardias dijo: “Vamos a sembrarle algo a estos chamitos”.
—Ellos vieron alrededor y no había botellas ni piedras porque en esa calle no había represión. No había nadie.
Juan presume que por eso no les “sembraron” nada. Luego le metieron la cédula en el bolsillo trasero del bluejean.
“¡Dame la clave de la tarjeta!”, le exigió uno de ellos.
—Callé por un momento, pero se la di porque recordé que en mi cuenta había como siete mil bolívares.
“Llévatelo al Sebin”, dijo uno de los guardias a los motorizados de la PNB.
Sentado entre dos policías, fue trasladado en moto, a toda velocidad. En el camino recibió insultos y varios golpes en las costillas.
“Ahora a los que les gusta pegarle a los policías van a saber lo que es bueno”, escuchó decir al uniformado que iba detrás de él. El que lo golpeaba.
En el Sebin de Plaza Venezuela no había orden para tenerlo. Por eso lo llevaron a El Helicoide. Lo mantuvieron con la cabeza baja, hasta que pasó al primer interrogatorio, grabado.
“¿Qué haces? ¿Qué estudias? ¿Dónde? ¿Por qué saliste a marchar? ¿Perteneces a algún partido político? ¿Alguien te está pagando?”, preguntaba un funcionario del Sebin.
—Siempre dije la verdad. Yo no estaba haciendo nada malo.
Lo movieron de oficina. Le tomaron las huellas dactilares. Le pusieron una franela color azul y le tomaron fotos desde varios ángulos.
—Tal como en las películas.
Mientras estuvo en esa oficina, Juan escuchó, a todo volumen, la canción Chávez, corazón del pueblo. La repitieron muchas veces. Y cuando pensó que había acabado, oyó la voz de presidente fallecido:
“A partir de este momento, el que salga a quemar un cerro, unos árboles, a trancar una calle, ¡me le echan gas del bueno y me lo meten preso!”.
Era el discurso del 17 de enero de 2009, desde el estado Carabobo.
Después de 20 minutos, aparecieron de nuevo los funcionarios. Y ya sin las trenzas en las muñecas, lo llevaron a evaluación médica.
—Me golpearon por las costillas. Me duele —instó al doctor.
—Mi trabajo es evaluar que estés bien o si tienes lesiones severas como fracturas o perdigonazos —respondió.
—Dame las claves de tus redes sociales y correos —interrumpió un funcionario que entró con un papel en las manos.
Juan hizo lo que se le pedía. Las anotó en la hoja. Hoy cree que confundió las claves, porque, minutos después, ese mismo hombre entró iracundo.
—¡Estas no son las claves. Me hiciste perder el tiempo!
Y con un aparato le descargó electricidad en las costillas.
—Siempre me pegaron o lastimaron en los costados, nunca en la cara.
Nuevamente lo movieron de oficina. Una cámara volvía a aparecer ante él. Esta vez en un procedimiento que le pareció más formal. Lo sentaron frente a la cámara e iniciaron las preguntas, una tras otra, cambiándoles el sentido.
—¿Por qué saliste a marchar? —comenzó el uniformado.
—¿Cree que no hay suficientes razones para hacerlo? —respondió Juan.
—¿Te paga un partido político? ¿Perteneces a un partido político? ¿Por qué marchas?
—¿Dónde están tus líderes? —completó otro—. ¿Ves? ¡Te dejaron solo! ¿Te pagaron?
—No me pagaron. Marcho porque es necesario.
Recibió más golpes. Lo esposaron a una reja. Para entonces Juan había perdido la noción del tiempo. Por una ventana vio que el cielo estaba oscuro, pero no sabía qué hora era.
Pidió una llamada.
Nunca suplicó. A esa altura sus padres tenían que estar preocupados, pensaba. Los funcionarios se negaron y le dijeron que nadie sabría dónde estaba, porque se encontraba secuestrado.
Tampoco quisieron informarle qué harían con él, aunque lo preguntó muchas veces. Al cabo de unos minutos lo llevaron a una celda. Mientras caminaba vio, al fondo, un calabozo repleto de hombres, y tragó grueso.
—Me asusté. Pensé que me encontraría con delincuentes peligrosos, pero la mayoría estaba ahí por las manifestaciones.
Cuando se abrió la puerta, divisó a dos hombres mayores y caminó hacia ellos. Pensó que eran los más serios por su edad. Pero una voz, a su espalda, le advirtió a Juan que no podía sentarse en ese lugar. Y le señaló un espacio entre tres jóvenes.
—Dos eran extorsionistas y uno homicida, me contaron cuando me puse a hablar con ellos.
Una hora y media después fue que lo dejaron a oscuras dentro de una camioneta, encerrado por mucho tiempo. Juan no veía el momento para salir de ahí. Se tranquilizó cuando el vehículo comenzó a andar, aunque no sabía cuál era su destino.
Condujeron por horas.
Al fin, abrieron la puerta. Estaba en la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas, en la avenida Urdaneta.
Comenzaba a amanecer y pudo llamar a su mamá.
—Aló, mamá, estoy detenido, dije pensando que mi madre estaría molesta.
—Yo sé, hijo —le respondió su madre, disimulando la preocupación.
Finalmente, sus padres pudieron verlo. Su madre se abalanzó a abrazarlo, sollozando.
—Tranquila, mamá. Hay que resistir. Estamos en dictadura —susurró Juan.
En la División Anti Terrorismo del Cicpc terminaron los maltratos. No recibió más golpes, aunque durante tres días durmió en el piso con las manos esposadas a otro detenido.
El sábado 8 de abril, Juan y otro grupo de estudiantes fueron presentados ante el tribunal 23 de control.
—Aunque el Ministerio Público dictó libertad bajo régimen de presentación, el tribunal nos pidió fiadores para salir.
Los fiadores deben reunir ciertos requisitos, les explicó María Fernanda Torres, abogada del Foro Penal Venezolano y encargada de su caso. Entre los requerimientos, estaba una copia de la cédula de identidad y del RIF, una carta de buena conducta, carta de residencia y constancia de trabajo. “Después el tribunal los pasa por un proceso de verificación, los llaman, y posteriormente el detenido puede quedar en libertad”, completó.
La familia del estudiante consiguió los fiadores rápidamente, pero en vista de que el presidente Nicolás Maduro decretó toda la Semana Santa como no laborable, tuvieron que esperar hasta el lunes 17 de abril.
La demora se prolongó. La defensa de Juan fue informada de que el tribunal no tenía jueza. Su mamá sentía que estaban en el limbo.
Tras 29 días, el viernes 5 de mayo, un funcionario entró a la oficina donde mantenían a Juan prisionero, mencionando varios nombres, entre ellos el suyo.
En la puerta lo esperaban sus padres con un abrazo. Había muchísima gente, todos aupando a los jóvenes.
—Durante esos días que estuve detenido, leí mucho, muchísimo. Un libro que me ayudó bastante fue El monje que vendió su Ferrari. Pude llevar esos días de incertidumbre con paciencia. Solo en un momento lloré ante mis padres. Les pedí perdón por todo lo que les estaba haciendo pasar.
En la prisión, todos rotaban los platos de comida que les llevaban los familiares, tres veces al día.
—Comía dos o tres bocados y le pasaba mi plato al del lado. El otro me lo daba a mí y así íbamos. Nos llevaban tortas y hasta las compartimos con los funcionarios del Cicpc, que se portaron bien, a pesar de todo.
Además de los libros, les llevaron revistas, juegos de mesa y una radio. Juan jugaba varias partidas de ajedrez al día con un compañero. Contaba con dos minutos para bañarse. Había una sola ducha para 40 jóvenes.
—Quisiera volver a marchar, pero por el bien de mi familia creo que por ahora no lo haré. Volveré a mis clases y terminaré mi carrera este año.
Solo entre el 4 de abril y el 10 de mayo de 2017 se produjeron 2.045 arrestos por protestas en el país. A la fecha, 693 personas se mantienen detenidas, según cifras del Foro Penal Venezolano. En el Reporte sobre la Represión del Estado Venezolano, la ONG detalló que abril cerró con un total de 1.668 arrestos. Al menos 517 quedaron en libertad y más de 700 personas fueron presentadas ante las autoridades. El Foro Penal documentó que 464 obtuvieron medidas cautelares sustitutivas de la privación de libertad, pero condicionadas a la presentación de fiadores.
Son los que tuvieron mejor suerte. Fue el caso de Juan.
Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.