El 12 de febrero de 2014, el periodista Inti Rodríguez, integrante de la organización de Derechos Humanos Provea, cubrió la protesta donde murieron Bassil Da Costa y Juancho Montoya. Tras una larga y atípica jornada laboral, se dispuso a regresar a su casa. Nunca lo logró. Fue secuestrado por paramilitares, que lo tuvieron dos horas cautivo en el 23 de Enero, en Caracas.
Fotografías: Martha Viaña Pulido
—Vas a correr, pero si volteas te matamos.
Inti Rodríguez no voltea, aunque tiene la certeza de que de todas formas morirá.
Uno, dos, tres pasos torpes. Las piernas no le responden. No puede correr. Cuatro pasos y aún no siente el disparo en su espalda. Cinco, seis, siete…
—¿Realmente no me van a matar? —resuena en su cabeza.
Sus piernas reciben una inyección de adrenalina —y esperanza—. Finalmente, corre. Corre sin ver a atrás. Y atrás de él quedan los 30 encapuchados que lo habían mantenido secuestrado durante dos horas, y queda también la resignación que sintió. Queda la posibilidad de regresar a su casa con su esposa. Quedan sus días en el 23 de Enero, la popular comunidad caraqueña donde vivía entonces. Queda la vida que le pertenecía antes de ese 12 de febrero de 2014.
Era miércoles. La oposición había convocado una marcha contra Nicolás Maduro, en conmemoración del Día de la Juventud. En los días previos, apresaron a estudiantes universitarios en Táchira y Mérida, y este hecho le dio más fuerza al llamado. La masa humana partió ese 12 de febrero desde Plaza Venezuela y llegó, en compañía de Leopoldo López, el líder de Voluntad Popular, hasta su meta: el Ministerio Público.
Si la actividad hubiese terminado, como estaba pautado, quizás Inti hubiese dormido una vez más en el apartamento que ocupó durante siete años.
No fue así.
La protesta no terminó. Inti tampoco regresó a casa.
Tras llegar a la sede de la Fiscalía, un grupo de manifestantes se quedó en la zona. Se dirigieron a la esquina de Monroy y subieron a la de Tracabordo. Tumbaron una moto del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional y los funcionarios comenzaron a disparar. La gente corrió, unos hacia la avenida Universidad y otros hacia una calle lateral; pero el segundo grupo de manifestantes regresó pocos minutos después y quedó en la línea de fuego. Un joven de 24 años, que asistía por primera vez a una marcha, cayó de frente contra la acera a las 3:13 de la tarde, producto de un disparo del Sebin. Ingresó muerto al Hospital Vargas, a las 3:25. Su nombre era Bassil Da Costa.
Minutos antes, a apenas unos metros de Bassil, había sido asesinado Juancho Montoya, coordinador del Secretariado Revolucionario de Venezuela, que unifica colectivos populares de la Gran Caracas y Vargas. Fue trasladado, muerto, a la clínica La Arboleda. Más tarde, un motorizado desconocido tiroteó en Chacao a otro manifestante, que horas antes había cargado el cuerpo inerte de Da Costa: Robert Redman.
Ese día, el Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea) estaba monitoreando la manifestación, que también se produjo en otros estados del país. Recibían denuncias y las registraban. Cuando la situación empeoró en Caracas, Inti Rodríguez —quien era coordinador de medios de la organización— y Rafael Uzcátegui, para entonces coordinador de Investigación, Monitoreo y Difusión (cargo que ahora ocupa Inti), salieron a constatar los hechos.
Provea es una organización no gubernamental independiente dedicada a analizar, promover y defender los derechos humanos en Venezuela. Por ello, Inti y Rafael recorrieron los sitios donde se desató la violencia aquella tarde de febrero. Fueron al Hospital Vargas y La Arboleda. Recabaron información y regresaron a la sede de la ONG, en el centro de Caracas. Su atípica jornada de trabajo terminó pasadas las 9:00 de la noche.
Inti buscó un taxi que lo llevara hasta el 23 de Enero, donde vivía con quien era su esposa. Pero no consiguió ni un chofer dispuesto. Decidió entonces irse en metro hasta la estación Agua Salud, donde podía tomar un autobús.
Solo Caño Amarillo separa las estaciones de Capitolio y Agua Salud. El trayecto fue corto, y eran las 9:30 de la noche cuando Inti estaba bajando del vagón. Subió, cruzó el torniquete y se dirigió a la salida.
Durante su época universitaria, Inti fue dirigente estudiantil. Años más tarde, las rencillas entre partidos, que él había olvidado, seguían muy vivas para otros. Por esa razón, era prudente con las zonas del 23 de Enero que transitaba. No podía pasar cerca de las instalaciones del colectivo La Piedrita, por ejemplo. En 2014, se contabilizaban al menos 14 grupos paramilitares en todo el 23 de Enero.
Inti realmente se cuidaba.
Pero ese miércoles su “zona de exclusión” —como llama a los espacios geográficos donde todavía hoy no puede transitar— se había ampliado sin que él lo supiera.
Inti iba subiendo las escaleras de la estación hacia la superficie, cuando vio bajando por las escaleras mecánicas a tres personas que no lo consideraban grato. Se miraron. Ellos terminaron de bajar y subieron tras de él.
—Inti, tú mataste a Juancho —dijo uno de ellos.
Su espalda pegó contra la pared, ya fuera de la estación. Nervios, pistolas, confusión. A solo unos metros, quienes esperaban el autobús observaban indiferentes.
Uno de los delincuentes sacó un celular e hizo una llamada:
—Tenemos a un “conejo” de Bandera Roja.
Colgó.
Se refería a Inti y al partido al que perteneció durante su etapa universitaria.
Diez minutos pasaron entre la llamada y el arribo de 15 motorizados, con parrillero. Todos con pasamontañas y armas largas. Quienes antes veían indiferentes, corrieron despavoridos. El autobús que recién llegaba arrancó sin esperar a los pasajeros que quedaban por subir al vehículo.
Un cachazo, sangre.
—Vamos a llevarlo para el miadero —dijo el cabecilla.
Lo subió a su moto, entre él y el parrillero. Ya Inti no les pertenecía a aquellos tres individuos que lo retuvieron inicialmente. Ahora era rehén de los paramilitares del sector.
El Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS) y el Instituto Prensa y Sociedad (IPYS-Venezuela) han definido a los organismos paramilitares como “grupos de civiles armados pro-gobierno que actúan con el aval, o la tolerancia, de los representantes de los poderes públicos y en coordinación con la fuerza pública del Estado”. Aunque estas agrupaciones paramilitares también son identificadas como colectivos armados, OVCS e IPYS plantean que no existe relación alguna entre paramilitares y las agrupaciones sociales, culturales, políticas, populares y comunitarias identificadas como colectivos.
Cuenta Inti que ese día, en el 23 de Enero y otras zonas caraqueñas, los paramilitares desplegaron un operativo para ubicar a personas con prendas alusivas a la oposición y la protesta de esa tarde. Él no había manifestado, ni llevaba nada que lo identificara como detractor de Maduro. Pero era periodista y trabajaba en Provea desde hacía unos meses. Eso bastó.
El “miadero” era el nombre que recibía un terreno baldío en la Zona F del 23 de Enero. Inti permaneció dos horas ahí. Lo golpearon cuantas veces quisieron. Lo interrogaron sobre la muerte de Juancho Montoya. Le repitieron de memoria, una y otra vez, la dirección de la casa de su esposa y su familia. Y él recordó, una y otra vez, cada instante de su vida. Lo que hizo y lo que no alcanzó a hacer. No saldría con vida de ahí… Pensó en su mamá, que vive en el interior del país. En cómo la destrozaría la noticia. Moriría en manos de secuestradores que no anhelaban el pago de un rescate, sino venganza.
Mientras esto ocurría, uno de los paramilitares delataba por el chat de Whatsapp de Inti que algo irregular —y muy malo— pasaba.
Eran ya las 11:00 de la noche. Por el grupo de Whatsapp de Provea, un Inti con muy mala ortografía escribía que estaba herido en el Periférico de Catia, y que tenían que ir a buscarlo. Por el chat de su esposa —a quien Inti avisó a las 9:00 de la noche que ya iba camino a casa— un “funcionario” le avisaba que su marido estaba detenido en el Sebin. Tanto su esposa, como sus compañeros de Provea, supieron que no era él. Ella llamó al hermano de su cónyuge, quien prefirió ocultar la situación a la madre.
En el “miadero” el tiempo transcurría lento. Golpes y más golpes, amenazas, preguntas… Aunque no veía sus rostros, identificar al cabecilla no era difícil: era el único con un léxico distinto. Los demás hablaban como hampones comunes.
Inti le mostró su carnet. El líder era diferente a los demás. Más cauto. Parecía medir el costo de sus acciones.
—Te voy a revisar el teléfono, y si consigo una sola foto de la marcha de hoy, estás muerto.
Inti no había tomado fotos ese 12 de febrero. Pero, un día antes, un amplio grupo de periodistas había marchado desde Plaza Venezuela hasta el Centro Nacional de Comercio Exterior, en Los Chaguaramos, para exigir al gobierno la liquidación de los dólares necesarios para comprar bobinas de papel periódico. Inti sí tenía fotos de esa manifestación.
—Aquí hay fotos de la marcha, jefe.
—No, esa no es la de hoy. Es la de los periodistas. Nosotros fuimos a esa —reconoció el cabecilla.
El líder paramilitar se alejó del grupo e hizo una llamada. Regresó 10 minutos después.
11:00 de la noche.
—El ministro nos manda a decir que no nos volvamos locos.
—Entonces, ¿qué hacemos con este peluche?
—Suéltalo.
Pasos temblorosos, resignación… Después de unos segundos —o minutos, pues ya no tenía noción del tiempo— Inti aún no sentía la bala fría entrando por su espalda. Sintió esperanza. Sus piernas reaccionaron y corrió. Corrió y dejó todo atrás.
A 200 metros del terreno baldío donde permaneció secuestrado por dos horas había una casa, y una pareja conversaba afuera. Él les pidió agua y un teléfono. Solo le brindaron de beber.
Todavía sin asimilar por completo su libertad, se tomó el agua y siguió caminando. Fue de nuevo a la estación del metro de Agua Salud. Pero al llegar, el recuerdo del secuestro que había iniciado ahí le provocó fuertes temblores.
Se tomó su tiempo. La adrenalina comenzó a disminuir y su sistema nervioso volvía a la normalidad. Regresó al centro de Caracas, y pidió un teléfono prestado en un bar de la parroquia Candelaria. Llamó a Marino Alvarado, para entonces coordinador general de Provea, quien notificó a su familia de su liberación y lo buscó. Resguardado, a las 11:45 de la noche, Inti llamó a su esposa.
Aquel hombre, que minutos antes lamentaba el luto de su familia por su muerte, seguía vivo.
Cuando Inti salió aquel miércoles por la mañana de su casa, no imaginó nunca que la marcha de estudiantes terminaría con un saldo de tres asesinatos, ni que sería secuestrado por paramilitares, ni que se resignaría a morir. Tampoco imaginó que sería la última vez que dormiría en su cama o desayunaría en su mesa. Jamás pudo regresar al 23 de Enero.
Su secuestro fue denunciado ante la Fiscalía el 13 de febrero, aunque, al liberarlo, sus captores lo amenazaron de muerte si hacía público el suceso. Inmediatamente, organizaciones internacionales defensoras de los Derechos Humanos activaron un plan de protección para el activista en riesgo. De un momento a otro, se había convertido en una de las tantas víctimas que él mismo atendía en Provea.
Después del secuestro, su rutina no cambió demasiado. Siguió viviendo en Caracas, las “zonas de exclusión” aumentaron, y siguió siendo precavido. Ahora, todas las tardes un policía acude a él para que firme una carpeta donde consta que lo cuidan, aunque esto no evitó que le robaran su teléfono durante su cobertura a las jornadas de protestas de 2017.
También siguió trabajando en Provea.
—Lo peor de estos señores es que buscan intimidarte, hacerte sentir miedo, desesperanza. Han convertido el poder en algo perverso. ¿Y tenemos miedo? Sí, pero seguimos adelante a pesar de él, y esa es su mayor derrota. No luchar es dejarles el país, y no podemos. Tenemos el deber de reconstruir a Venezuela y su tejido social. Fomentar la resiliencia, y resistir. Ayudar a otros es resistir. Trabajar en lo que amamos es resistir. Hacer mejor el futuro para quienes seguimos y también para quienes se fueron es resistir. Resistamos.