En medio de una protesta en El Limón, en el estado Aragua, las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) detuvieron a 11 adolescentes, el 24 de enero de 2019. Una juez ordenó que fueran recluidos y, ocho días más tarde, en una audiencia especial que no figura en ninguna ley, los dejó en libertad bajo medidas cautelares. Esta es la historia de uno de ellos.
Ilustraciones: Robert Dugarte
Él es tan delgado que, si lo abrazas, temes que puedas romper sus huesos. Aún posee ese rostro infantil que ahora oculta bajo una gorra, con la que intenta disimular el incipiente cabello que apenas crece, luego de que se lo raparan mientras estuvo detenido.
Llega a la entrevista acompañado de su madre. Apenas tiene 16 años y, aunque tiene otros hermanos, vive solo con ella. Muchas veces le ha tocado trabajar para ayudar con los gastos de la casa. Son muy unidos, en las carencias y en las alegrías.
De su padre prefiere no hablar.
—Nunca ha estado en mi vida.
Luce desconfiado. Admite que aún lo embarga el miedo.
—¿A qué? —le pregunto.
—Tengo terror de que me busquen y me detengan nuevamente.
Es el mismo terror que sintió el 24 de enero de 2019, cuando funcionarios de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES), de la Policía Nacional Bolivariana, lo detuvieron junto a 10 adolescentes más, incluyendo a tres jovencitas, entre las que estaba su mejor amiga.
Minutos antes se habían concentrado en el emblemático Torreón El Limón, en la entrada del municipio Mario Briceño Iragorry del estado Aragua, para sumarse a las protestas convocadas por el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, quien ya tenía un día de haber jurado como presidente interino de Venezuela.
Antes, una comisión de policías del estado Aragua se acercó a la concentración para prevenirles a los muchachos que, si obstaculizaban la vía pública, serían detenidos.
—Fueron amables y nos dijeron que nos cuidáramos.
Hasta que dos o tres jóvenes que llegaron sorpresivamente a la protesta, y que hoy él cree infiltrados, decidieron impedir el tránsito con ramas de árboles en la vía.
—Corrimos para que la policía no nos agarrara. De hecho, uno de los funcionarios no hizo nada para detenerme y me pidió que me fuera del lugar.
Pero su mejor amiga se había quedado rezagada y él, sin pensarlo mucho, decidió rescatarla. Fue inútil, pues ya habían llegado los funcionarios de las FAES dispuestos a aprehenderlos.
—Nos lanzaron en la parte de atrás de dos camionetas sin identificación y nos ordenaron bajar la cabeza. Uno de mis compañeros no hizo caso y un funcionario lo golpeó con el arma.
Su mamá lo creía a salvo, en la casa de su amiga. Hasta que, horas después, un vecino le contó de la detención. Y su corazón se aceleró.
Comenzó la búsqueda de los 11 menores de edad. Los padres suponían que estaban en la comisaria de El Limón, pero realmente habían sido trasladados a la Comandancia General de la Policía de Aragua. En varios estados del país otros padres hacían lo mismo. De acuerdo al Foro Penal, fueron 137 los adolescentes detenidos en los últimos 10 días de enero.
—Nos llevaron a un cuarto en donde los policías guardan sus cosas. De vez en cuando entraba alguno y nos trataba con respeto y nos decía: “Es triste lo que están pasando, pero tengan fuerza”. Pero otros nos insultaban. “¡Estúpidos, mongólicos!”, nos gritaban.
A las tres muchachas las trataron peor. Él mira a su madre, como esperando autorización para repetir malas palabras, pero luego de una pausa prefiere omitirlas y citar la frase más inofensiva.
—Yo no soy marido, ni el papá de ustedes para cuidarlas —dice que les gritaba el custodio.
Mientras tanto, en las afueras de la comandancia, padres, madres y abogados esperaban angustiados sin saber nada. Les habían prohibido verlos. La noche se hizo agotadora. Los muchachos debieron dormir en el piso y con hambre. Fue a la mañana siguiente cuando les permitieron comer e ir al baño.
—Los policías buenos nos decían que nos pondrían a hacer trabajos comunitarios como castigo y que nos soltarían.
Pero a él y a sus compañeros les esperaban largas horas de infortunio. Y a sus padres, días de angustia.
—Pensaba que podían violarlo, golpearlo —interviene la madre.
—Si me golpeaban, yo me iba a defender. No iba a dejar que me violaran —dice él.
Fue a las 10:00 de la mañana del viernes 25 de enero, cuando finalmente los trasladaron hasta la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas para reseñarlos y les ordenaron quitarse los cordones de los zapatos. Les gritaban y los amenazaban con darles patadas. Les exigieron sus datos personales, direcciones y huellas dactilares mientras les ponían en el pecho un cartel con un número para la policial fotografía de rigor. Después los esposaron en pareja.
—Se me pusieron las manos moradas porque apretaban mucho —dice, mientras se masajea las muñecas.
Así los condujeron hasta un Centro de Diagnóstico Integral, para la evaluación médica, obligatoria para la presentación en los tribunales.
Y al mediodía, llegaron al Palacio de Justicia de Maracay.
La audiencia de presentación estaba pautada para las 2:00 de la tarde. Las juezas Alani Castillo y Nunziatina Prodoveccio Tovar, 1era y 2da de control de responsabilidad de los adolescentes del estado Aragua, prolongaron la espera y los 11 jovencitos fueron llevados hasta el sótano, por un Guardia Nacional que les decía “guarimberos”, como son llamados los que protestan colocando barricadas en las vías públicas.
A las tres chicas las encerraron con otras menores de edad señaladas de diversos delitos y a los ocho varones los conminaron a esperar en un calabozo junto a otros adolescentes detenidos en distintos procedimientos.
—De todos los lugares en donde me encerraron, ese fue el más feo.
Describe un cuarto pequeño, cuyas paredes estaban llenas de palabras y frases escritas con excremento. Sintió claustrofobia. Se imaginó encerrado ahí de por vida, con presos comunes. En ese sitio permanecieron hora y media, hasta que los llevaron a un piso superior donde debieron esperar dos horas más, sentados en el piso, sin aire acondicionado y sin baños.
Aunque los alguaciles los alentaban secretamente y les pedían serenidad ante lo que se les avecinaba, la incertidumbre se incrementaba. En un área contigua, sus padres, que aún no habían podido verlos ni tocarlos, aguardaban acalorados y sedientos.
Finalmente, se dio inicio a una audiencia en la que, de acuerdo a los abogados del Foro Penal en la región, los adolescentes no fueron tratados por el Estado como procesados, sino como enemigos a los que había que perseguir.
De nada sirvieron los argumentos de la defensa.
A él y a su madre les pareció que la juez Nunziatina Prodoveccio Tovar mostraba una actitud arrogante y burlona.
—Fue grosera, déspota —dice la madre.
Aunque en las actas policiales los funcionarios informaron que no se les incautó nada durante la detención, la decisión estaba tomada: presentación de dos fiadores, presentación cada 30 días ante los tribunales y su reclusión en el Servicio Autónomo de Protección al Niño, Niña y Adolescente del estado Aragua.
—Vi llorar a mi mamá y supe que nos dejarían presos.
Y así fue. En un inédito veredicto judicial, los 11 jóvenes fueron enviados, casi a la medianoche, a la sede del servicio de protección en Turmero, a una media hora de Maracay. Las niñas irían a la sede de Andrés Bello. Pero los centros estaban copados, así que los muchachos fueron conducidos en dos patrullas pickup hasta otra sede, la de San Carlos, una de las más violentas y donde recluyen a los menores de edad condenados por delitos graves.
—Nos llevaron a una celda solo para nosotros y recordé las palabras de un policía que nos recomendó mantenernos unidos mientras estuviéramos adentro. Nos ordenaron desvestirnos. Y quedamos en interiores, mientras nos leían la cartilla. Nada de visitas, sin hacer ruidos, dormir a la hora y levantarnos al grito de los custodios.
No les quedaba más que cumplir con esas normas.
A cada uno le asignaron un número con el que serían llamados en adelante. Esa primera noche no pudieron dormir. En unas camas levantadas con cemento, dormían dos. La noche se les hizo muy larga. Les correspondió la última celda, porque las demás ya estaban llenas. Cuando atravesaron el pasillo, los otros detenidos les animaban a no desfallecer.
A las 5:00 de la mañana el custodio los levantó. Era la hora del primer baño.
—Había cuatro tubos pegados a la pared y el agua se deslizaba, así que debía colocar las manos en la pared para tomar un poco. Debíamos hacer nuestras necesidades en bolsas plásticas dentro de la misma celda y después lanzarlas a un terreno baldío. Orinábamos en un potecito que luego sacábamos por un hueco de la pared.
Los padres llegaron a primera hora del día siguiente, con colchonetas, sábanas, ropa, artículos de aseo personal y comida. Con franelas blancas y monos azules: era el uniforme que debían vestir durante la reclusión. También debieron llevar tobos, que les servirían para recoger agua para cepillarse los dientes.
Luego de la ducha madrugadora, los condujeron al patio. Tenían que realizar orden cerrado, unos ejercicios y movimientos militares para obtener una formación unida y cohesionada.
Pero antes, les raparon la cabeza. Lo hizo uno de los detenidos que, pese a sus tres años de reclusión por homicidio, se ganó ese privilegio por su buena conducta.
Al cuarto día de encierro, supieron que el baño de la madrugada no era obligatorio. Él se ríe al recordarlo. Desde ese momento, aprovechó las horas matutinas para dormir más.
Intentaba adaptarse. Pero su claustrofobia y su desesperado deseo de salir, se lo impedían. Sabía que su mamá haría lo indecible por sacarlo, aunque a veces lo asaltaba la duda y golpeaba su cabeza contra la pared para no pensar. Se reconfortaba al notar que las autoridades del recinto en realidad no los trataban como unos transgresores más. Él cree que solo disimulaban. Que para los custodios y los demás detenidos ellos eran unos héroes.
Compartían la comida con los otros reclusos y hasta con los custodios. En los días de encierro, fueron muchos los gestos de solidaridad, incluso entre los padres.
—No pude dormir. Solo pensaba en irme de ese lugar y del país. No quiero estar aquí, en Venezuela.
Cuando supo que saldría en libertad, les regaló su ropa a quienes quedaban allí.
Él y sus compañeros fueron llevados nuevamente al Palacio de Justicia, para una “audiencia especial” no tipificada en ninguna ley. Antes de ingresar al recinto judicial, los obligaron a cambiarse la franela blanca del uniforme, quizás para que no quedara en evidencia el sutil maltrato. Además, los grabaron y fotografiaron, sin autorización de sus padres y pese el desatendido reclamo de los abogados.
En la audiencia debieron escuchar el sermón de una jueza que ahora intentaba parecer más madre que verdugo.
—Solo querían lavarse el rostro ante el mundo por la aberración que cometieron hasta el final —dice la madre.
Y el 31 de enero, ocho días después de aquella protesta en El Torreón que los llevó tras las rejas, fueron excarcelados, como lo hicieron en otros cuatro estados del país y de idéntica forma: en libertad, pero bajo régimen de presentación en los tribunales.
Él se nota cansado. Y dice que lo está. Del encierro y de lo que se vive en el país. De ver a su madre hacer colas desde la madrugada para comprar harina, de no poder andar tranquilo por las calles.
—A veces siento que sigo preso…
—¿Qué te deja esta experiencia?
—Valorar mucho más a mi mamá y a mis amigos. Entendí que mi libertad puedo perderla en minutos.
Dice que siente miedo. Miedo de estar, incluso, en su casa. Pero tampoco puede andar en la calle. Teme que lo detengan nuevamente.
—Esta lucha está fuera de mis manos. Los jóvenes ya no tenemos nada qué hacer. Y aunque creo que el país va a cambiar, sé que pasarán cosas muy feas y no quiero estar aquí cuando eso ocurra.
Está decidido a irse del país. En julio termina el bachillerato y se debate entre estudiar comunicación social o diseño. Aún no tiene claro a dónde se va.
—¿Usted cree que cuando me presente en tribunales me dejen preso otra vez? —me susurra al oído al momento de la despedida.
Él mismo se responde.
—Eso me aterra.
El nombre del protagonista de este relato fue omitido para resguardar su identidad.
Esta historia forma parte de la serie Crecer en represión, desarrollada en alianza con la ONG Cecodap.
Esta historia está incluida en el libro Semillas a la deriva, la infancia y la adolescencia en un país devastado (edición conjunta de Cecodap y La vida de nos).
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