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Volar es lo que Ysi siempre quiso

Jesús Piñero | 13 oct 2020 |
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Ysi Lugo tiene 24 años de edad y es piloto de aviones. A sus 3 años comenzó a repetir que eso quería ser y, aunque muchos en la familia no le creyeron, se propuso lograrlo. Tenía tres años volando cuando llegó la pandemia de covid-19 y pareció dejarla suspendida en el aire.

Fotografías: Álbum Familiar

 

Desde la cabina de vuelo del jet privado Cessna Citation CJ2 que maneja desde hace tres años, la piloto Ysi Lugo contemplaba esa delgada línea en la que el cielo parece fundirse con el mar. Un paisaje, cotidiano para ella, que no tenía certeza de volver a ver pronto. Entre las nubes, siempre se había sentido libre y feliz, pero ese día no era así. Estaba angustiada. Necesitaba aterrizar cuanto antes en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía. Venezuela iba a cerrar su espacio aéreo, tal como le habían advertido esa mañana antes de despegar desde la isla de Barbados. Ella no podía —no quería— quedarse fuera de casa, como suspendida en la nada.

Era martes 17 de marzo de 2020. La cuarentena por la pandemia de covid-19 llevaba dos días en Venezuela. Aunque los vuelos comerciales estaban cancelados, el espacio aéreo continuaba abierto. Ysi, sin saber en qué momento lo cerrarían, había seguido viajando. Algunos socios y empleados de la empresa para la que trabaja estaban regados por algunas islas del Caribe. Ella, como si fuera la conductora de un taxi aéreo, iba a buscarlos. Esa semana fue a Margarita, a Trinidad y a Barbados, de donde regresaba aquel día.

En el trayecto, mientras miraba hacia el horizonte azul, pensaba en su familia. Sobre todo, en su abuelo. Estaba preocupada por él. Días atrás —en medio de su extenuante itinerario y viendo tan de cerca cómo el mundo se iba paralizando— ella lo llamó para pedirle que comprara comida. Le rogó que no saliera de casa. Le advirtió que era probable que se quedara varada —tal vez en alguna isla— y que, en ese caso, volvería a llamar para informarle. Era una posibilidad que, incluso ahora cuando ya iba rumbo a Maiquetía, seguía latente. Y eso le aterraba.

 

Fue en Maiquetía donde Ysi comenzó a soñar con alzar vuelo. Tenía 3 años cuando visitó por primera vez el aeropuerto y desde entonces comenzó a decir que quería ser piloto. No era raro que alguien como ella hiciera tal afirmación, pues en la familia muchos están vinculados al mundo de la aeronáutica. El abuelo, don César Izzo, es técnico en mantenimiento aeronáutico; un tío, Alfonzo Izzo, es capitán de vuelo; y una tía, Karem Brito, es controladora de tráfico aéreo. Todos pensaron, sin embargo, que se trataba de un sueño fugaz; que a Ysi la idea se le iba a olvidar cuando creciera. Que sería médico, ingeniero, abogada, farmacéutica, cualquier otra cosa.

De un viaje a los Estados Unidos, el tío Alfonso le trajo a Ysi un regalo que la deslumbró: el avión de la Barbie. La pequeña, de 5 años, se creía la piloto de sus muñecas. Las llevaba hacia los confines de la casa. Se obsesionó con las películas de aviones. Atrápame si puedes, con Leonardo DiCaprio y Tom Hanks, era su favorita. La niña iba creciendo y si alguien le preguntaba qué quería ser cuando fuera adulta, ella, sonriente, respondía:

—Quiero ser como mi tío, quiero viajar como viaja mi tío, quiero comprar regalos para todos como hace mi tío.

En casa entonces comenzaron a pensar que sí, que de pronto la muchacha de verdad terminaría siendo aeromoza, que es lo que suele gustarles a las niñas, porque, ¿quién ha visto una mujer piloto?, decían. En su familia, sin embargo, Ysi siempre encontraba estímulos que avivaban una vocación que parecía haber traído en sus genes. A los 13 años, se subió a un avión con su madre, rumbo a Margarita, a donde pasarían unas vacaciones. Quien pilotaba la aeronave era, precisamente, el tío Alfonso: en algún momento del trayecto le pidió a una de las aeromozas que buscara a la sobrina y se la llevara a la cabina. Allí, tambaleando, delante de cientos de botones y relojes, Ysi se emocionó mucho.

—Yo en serio quiero hacer esto —ratificó.

Nunca lo puso en duda. Más adelante, en 2013, cuando estaba en 5to año de bachillerato, veía a sus compañeros hacer cursos propedéuticos y presentar pruebas internas, deseosos de obtener un cupo para continuar sus estudios en las universidades. Ysi revisaba los programas de diversas carreras y ninguna le llamaba la atención. Tenía muy claro que quería ser piloto, pero no sabía cómo lograrlo. Entonces la crisis venezolana comenzaba a asfixiar a la familia y en casa no podían pagarle los costosos cursos para pilotar aviones.

El día de la graduación, se reunieron en casa para cenar y celebrar. En algún momento de la noche, ya sentados en la mesa, alguien de pronto le preguntó a Ysi:

—¿Y ahora qué vas a hacer?

Entonces don César tomó la palabra y la miró:

—La semana que viene empiezas el curso, ya coordiné todo —dijo.

Ysi era su primera nieta, la única niña. Él sabía que a ella le fascinaban los aviones y, ya que estaba tan decidida, quería apoyarla; así que vendió el carro familiar chocado un tiempo atrás, para invertir el dinero en el curso de la joven. Era el impulso que necesitaba para volar.

—Papá, tú estás loco, ¿cómo le vas a pagar eso a ella si ni siquiera sabemos si le va a gustar esa carrera? —intervino un tío.

Él no le prestó mayor atención. Ysi se sorprendió, casi no podía creer la noticia que acababa de escuchar. Desde su puesto le agradeció al abuelo. Esa cena quedaría grabada por siempre en su mente como uno de los momentos más felices de su vida. Días antes había visitado la academia de aviación World Flight Training, donde impartía clases un amigo de su abuelo. Cuando le dijeron lo que costaba el curso de piloto, sintió que su sueño se desvanecía. Era un monto que la familia no podía pagar. En la academia le recomendaron entonces que se apuntara al curso de tripulante de cabina —es decir, de aeromoza—, porque así podría trabajar y tener cómo pagar su formación como piloto. 

El director de la institución, al saber que las razones de Ysi para ejecutar ese plan eran económicas, le dio facilidades de pago y un par de descuentos para que comenzara el curso que ella deseaba. Y como a pesar de eso el costo seguía siendo elevado, don César decidió pagar con el dinero del carro chocado.

Desde el principio, Ysi se prometió a sí misma ser la mejor de la clase. Que así disiparía las dudas que cualquiera tuviera acerca de sus capacidades. Y apenas comenzó, sus profesores se sorprendieron por sus destrezas. La joven tenía mucho talento. Era la más pequeña del grupo. Tenía 17 años en un salón en el que la mayoría eran hombres mayores de 30. Se le hacía difícil socializar con ellos, así que en los recesos se reunía con las estudiantes que se formaban para ser aeromozas y auxiliares de vuelo. Fueron sus primeras amigas de ese mundo.

Ysi se sentía muy feliz.

Pronto la crisis de Venezuela empeoró. El abuelo había pagado la parte teórica de la carrera, y solo 78 horas de vuelo, correspondientes a la parte práctica. Para ser piloto comercial alguien debe contar 200 horas de vuelo. Cada una costaba entonces cerca de 150 dólares. En 2015, luego de obtener el certificado como piloto privado, que le permitía volar aviones particulares, abandonó la academia. No tenía cómo costear las 122 horas restantes.

Siguieron ocho meses en los que no hizo nada. Hasta que estar bajo las nubes y no entre ellas la llevó a buscar alternativas para volver al aire.

Se fue a La Paragua, un pueblo del estado Bolívar, en el sur de Venezuela. Una empresa turística le ofreció que pilotara viajes de media hora por aire a un sector del Parque Nacional Canaima al que no se puede llegar por tierra. Le reconocerían las horas de vuelo que le hacían falta. Aunque no le pagarían nada, para ella eso era lo de menos. Además, no estaba sola; andaba con un grupo de compañeros que también deseaban terminar sus horas de vuelo. En dos meses logró terminar 102 horas. Juntos optaron por buscar un curso que les reconociera el esfuerzo y les permitiera convertirse en pilotos comerciales. Así ingresó a Helica, otra academia de pilotaje donde hizo las últimas 20 horas.

A partir de entonces, comenzó a introducir su currículo en aerolíneas y a ir a entrevistas de trabajo. No la llamaban. En la mayoría le decían que necesitaba la visa estadounidense para poder realizar un simulacro avanzado en Estados Unidos. En la embajada sólo se la aprobaron por un par de meses. Ella piensa que quizá fue por su edad —tenía 18 años— o tal vez por su perfil migratorio. En ese momento sospechó que un visado tan breve sería un problema. Y efectivamente cuando volvió a las aerolíneas, le dijeron que para poder ir a hacer el simulacro necesitaban que la visa fuera de mínimo seis meses. Se desilusionó un poco. En Helica había hecho buenos amigos y los dueños de la academia le propusieron que entonces se quedara como instructora. Ella aceptó. Estando allí conoció a muchas personas, una de las cuales la llevó a una empresa en la que logró un puesto como piloto privado.

Se sentía a gusto. Ni siquiera le importaba tener un horario muy demandante. Ysi no era dueña de su tiempo: sus jefes podían llamarla un día para avisarle que debía viajar a la mañana siguiente y ella debía estar disponible. Era un ajetreo que parecía nunca acabar. Un viaje tras otro, tras otro, tras otro, tras otro. Cuando apareció la pandemia tenía 24 años de edad y llevaba los tres últimos de viaje en viaje.

 

Aunque aquel 17 de marzo Ysi ya se desplazaba dentro del espacio aéreo venezolano, no sabía si finalmente iba a poder aterrizar en Maiquetía. Temía que desde la torre de control le indicaran que se desviara a otro aeropuerto. A Cumaná, a Margarita, Barcelona. A cualquier ciudad que no fuera la suya, la de su familia: La Guaira. En medio de la contingencia por la pandemia, todo era posible, corrían muchos rumores. Ella solo quería dormir esa noche en casa.

Pero finalmente logró aterrizar. Suspiró cuando el avión tocó la pista. Ysi, y los tres pasajeros del vuelo, no lo sabían, pero eran las últimas personas en entrar al país por aire. Al bajarse de la aeronave, el operador de base fija de Maiquetía fue a recibirla.

—¡Tuvieron suerte! Llegaron justo a tiempo. Acaban de cerrar el espacio aéreo y los que están afuera ya no podrán regresar al país.

Una vez que los pasajeros partieron del aeropuerto, Ysi tomó un taxi hasta su casa, en La Guaira. Llevaba puesto un tapabocas. En el camino, observaba las calles vacías y sentía que había vuelto a una ciudad distinta. Muy distinta. En casa todos se alegraron porque Ysi había vuelto y esa noche pudo dormir tranquila.

Durante los días que siguieron, se dedicó a descansar. Las dos primeras semanas de confinamiento casi no se paraba de la cama viendo series en Netflix. A veces, se levantaba para cocinar junto a su familia, cosa para la que antes le quedaba poco tiempo. Comer y dormir se convirtieron en los hábitos de su nueva rutina.

El tiempo pasaba y ella se encontraba enclaustrada en las cuatro paredes de su casa. Fue entonces cuando entendió que la pandemia tardaría en pasar. Las noches comenzaron a parecerle eternas. Tenía insomnio. A veces le daban las 8:00 de la mañana todavía despierta, viendo series y películas o revisando Twitter.

Ella, tan acostumbrada a volar, se sentía presa.

Los pilotos no pueden pasar mucho tiempo sin volar. Para renovar sus licencias, el reglamento establece que deben contar con al menos dos horas de vuelo en los últimos tres meses. Durante la pandemia a muchos se les ha ido venciendo el documento. El Instituto Nacional de Aeronáutica Civil y algunas organizaciones gremiales han propuesto que los pilotos usen simuladores para volar y así tener el requisito necesario para renovar las licencias. La de Ysi estará vigente hasta diciembre de 2020. Espera que ese mes ya los cielos estén abiertos y haber volado esas dos horas.

O muchas más.

Mientras, ella empezó a pensar qué podía hacer para que la vida no pareciera tan estática. Se le ocurrió echar a andar un pequeño emprendimiento para vender productos a través de Instagram, y ayudar a un amigo en una tienda. Fue así que sus días recobraron algo de movimiento.

Estar con su familia ha sido un bálsamo. Disfruta mucho el tiempo con ellos. Hace semanas pudo celebrar con su abuelo César sus 71 años. Él ya no trabaja y procuran que salga poco a la calle, para evitar que se contagie con el nuevo coronavirus. Pero ese día, con todas las medidas de seguridad, fueron a un restaurante cercano a su casa en La Guaira y comieron una parrilla mar y tierra. Estando allí, Ysi pensó que, si hubiera estado en un avión, de viaje en viaje, no hubiera podido compartir ese rato tan especial con quien le dio el empujón que necesitaba para alzar vuelo.

Jesús Piñero

Historiador, periodista y profesor universitario. Intento escribir en dos tiempos: el pasado que fuimos y el presente que vivimos.
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