Yessica Molina migró a Argentina buscando su tranquilidad y con la intención de construirse una vida que había proyectado desde que era una adolescente, dos cosas que parecían imposibles en Venezuela. Sola, en un país que no era el suyo, debió afrontar otras dificultades que la pusieron a prueba. En el momento más difícil, tuvo que tomar una decisión.
Ilustraciones: Walther Sorg
Yessica Molina, de 36 años, entró al edificio de la casa automotriz Renault de Buenos Aires, en Argentina, y se dirigió a su oficina, donde ocupa el cargo de coordinadora de distribución de unidades. Apenas dio unos pasos cuando oyó una voz que la llamaba por su nombre: era el gerente de ventas de la empresa, uno de sus jefes. De inmediato, el hombre le comentó que se veía muy bien, que llevaba tiempo sin tener noticias suyas.
—¿Cómo estás, Yessica?, ¿cómo te sentís? —le preguntó sonriente.
—Estoy muchísimo más tranquila. Por mi estabilidad, por estar en paz. Poco a poco voy logrando las cosas. Tenía mucho tiempo sin sentirme así. Es un trabajo de todos los días. Entonces, la respuesta es que estoy bien, me siento bien.
—¡Qué bueno, mujer! Me alegra escuchar eso. Recordá que siempre contás con mi apoyo. Acá tenés una mano amiga, Yessica.
Se despidieron. Ella sabía que en la pregunta de su jefe había verdadero interés, que no la hacía como un gesto de cortesía repetido mecánicamente. Sabía, también, que allí en su trabajo la apoyarían cuando ella lo necesitase.
Y mientras continuaba hacia su oficina comenzó a recordar todo lo que tuvo que atravesar para llegar hasta allí.
En medio de la crisis económica y social en Venezuela, a Yessica le quedó claro que, si continuaba en el país, no podría hacer realidad su proyecto de vida. Siendo aún adolescente, había decidido que, cuando fuese adulta, formaría una familia. Quería encontrar a un hombre que la quisiera, casarse, tener hijos, comprar una buena casa, conseguir un trabajo que le permitiese vivir con las comodidades para estar tranquila junto a los suyos.
Pero el país —dominado por la escasez de productos básicos y la inflación incontrolable— era su principal obstáculo. Aunque tenía un empleo, ya no podía seguir pagando sus estudios universitarios en comunicación social, así que tendría que abandonar la carrera. En medio de ese panorama, tampoco podría independizarse junto a Pedro, su novio de los últimos 10 años, con quien vivía en casa de la mamá de ella.
Comenzó a hacer planes para migrar, en los que estaba Pedro, por supuesto. Convencida de que era el hombre de su vida, en mayo de 2015 se casaron. A Yessica no le importaron demasiado las evidentes diferencias que tenían ambos sobre la vida en pareja. No le hizo caso, por ejemplo, a que él se desapareciera algunos fines de semanas completos sin siquiera enviar un mensaje para avisar que estaba bien.
Y un mes después del matrimonio, se fueron a Argentina.
En su nuevo destino lograron conseguir un apartamento pequeño pero bastante cómodo. Ya con el techo asegurado, buscó empleo. El primero fue en una heladería. Pedro, sin embargo, no quería dedicarse a los oficios que suelen asumir los migrantes al llegar a Argentina —de delivery o mesero— para lograr cierta estabilidad y luego aspirar a algo más.
Yessica no dejaba de enviar hojas de vida para empleos más relacionados con su experiencia en el área administrativa. Unos meses más tarde, trabajó en una empresa que comercializaba placas de yeso. Aunque le dijeron que se encargaría solo de las ventas, sus responsabilidades eran mayores y sus jornadas eran más largas de lo que indicaba su contrato; todo por el mismo sueldo. Por eso continuó buscando.
Su insistencia dio resultados: la llamaron a una entrevista en la casa automotriz Renault. Sin pensarlo, acudió y quedó seleccionada. Estaba eufórica, porque un trabajo en esa importante empresa de Argentina significaba que estaba más cerca de la estabilidad que había buscado en los últimos años.
Su proyecto de vida parecía encaminado. Estaba casada, tenía un buen trabajo y un techo.
Pero sentía que le faltaba algo.
Cierto día habló con Pedro sobre la posibilidad de que fuesen padres. A ella le ilusionaba la idea. Pero un rotundo “¡no!” estremeció el apartamento.
La respuesta del esposo la dejó desconcertada. Pensó que quizá él no estaba listo, que todavía no se le despertaba el instinto paternal. Y mientras eso ocurría, pensó que podía tener un miembro más en su familia. Jamás había tenido una mascota, así que adoptó una gatita.
El año siguiente transcurrió con relativa tranquilidad. Pero, con el tiempo, las discusiones con Pedro se hicieron frecuentes.
Un viernes por la noche, luego de tomarse unas cervezas con él, y que este se quedase dormido, sin saber por qué tomó su celular y lo revisó. Allí encontró lo que no quería ver. Había varias conversaciones subidas de tono con distintas mujeres. Con una, parecía tener más que intercambios de palabras.
Yessica no le dijo nada. Se comportó como si no supiese en qué andaba él. Y unas semanas más tarde, volvió a ver la conversación con aquella mujer que desde la primera vez a ella le pareció diferente. Se trataban de “mi amor”, de “mi vida”. Revisando los mensajes supo que pensaban irse a vivir juntos, y hasta habían ido a ver un apartamento.
Hasta ese día no lo había querido aceptar. Una nube que se oscurecía con rapidez se fue formando en su cabeza. Sentía que le faltaba el aire, que algo se le rompía por dentro.
Hasta que no pudo contenerse más.
Enfrentó a Pedro. Hubo gritos y golpes. Como Yessica le había escrito a su jefe que Pedro estaba muy agresivo, él llamó a la policía para sacarlo del apartamento. Y desde ese día una tormenta se instaló en la vida de ella.
Comenzó a sentir mucha tristeza. Por las noches le costaba conciliar el sueño y tenía repentinos arrebatos de ira. Se preguntaba por qué la vida le quitaba lo que siempre había soñado. Se sentía avergonzada y ni siquiera entendía lo que le pasaba. Necesitaba hablar con alguien sin que la juzgaran, así que empezó a ir a consultas psicológicas.
Los psicólogos con los que conversó asomaron la posibilidad de que padeciera un trastorno límite de personalidad. Este trastorno impacta directamente en la percepción que las personas tienen de sí mismas y de los demás, dificultando la manera en que manejan las emociones, lo que deriva en un persistente temor al abandono. La impulsividad y los constantes cambios en el estado de ánimo pueden propiciar el alejamiento de los otros, aun cuando la persona desee relaciones afectuosas y duraderas.
No le confirmaron el diagnóstico y, a principios de 2018, aparecieron las crisis de ansiedad. Yessica dejó de comer y comenzó a tomar en exceso. Al principio vino y cerveza, pero luego lo hacía con cualquier bebida alcohólica que se le atravesara.
Un día estaba sentada en la sala del apartamento con un vaso lleno de vodka. Ya no recuerda si era el tercero o el cuarto; su memoria de esos momentos es fragmentaria, inconexa. A ratos lloraba incontrolable o reía frenéticamente. Sonaba una canción con volumen alto. Pero ni la música ni su deseo de sentirse dopada alejaban las ideas que la atormentaban, el dolor que la sobrepasaba.
Así fue a su cuarto y buscó un frasco de pastillas. Eran de las que le habían recetado para poder dormir. Se tomó varias de una vez, que tragó con lo que quedaba en el vaso de vodka.
Y se entregó a la oscuridad que sentía en su interior.
Lo siguiente que recuerda es que despertó en una sala de urgencias, donde le habían hecho un lavado estomacal.
Los médicos que la atendieron pidieron una evaluación psiquiátrica, que arrojó un diagnóstico de bipolaridad y confirmó el trastorno límite de personalidad. Debía internarse en una clínica psiquiátrica hasta que lograran estabilizarla. Ella aceptó.
En la clínica psiquiátrica se preocupaba porque no quería quedarse sin empleo, lo único seguro y estable que tenía hasta ese momento. Eso y su pequeña gata. Yessica pensaba en su mascota, en cuánto le haría falta su presencia, sus cuidados y sus mimos.
Estando internada conoció a un grupo de pacientes que comenzaron a apoyarla y se sintió comprendida. Quizá era porque, como ella, estaban luchando para salir adelante y sentirse bien con quienes eran, con lo que querían de la vida.
La madre de Yessica viajó desde Venezuela para estar con su hija. Saber que su mamá estaba cerca la hizo sentirse más tranquila y, unos días más tarde, le dieron de alta. Estuvo recluida dos meses.
Todo parecía comenzar a marchar mejor en su vida. Cinco meses después de la tormenta, el cielo aclaraba. En su trabajo, los jefes, supervisores y compañeros estaban pendientes de que se sintiese a gusto en la oficina. Y le daban los permisos que necesitase para asistir a las consultas con el psiquiatra o a las reuniones en Alcohólicos Anónimos. Su grupo de amigos y su mamá estaban pendientes de conversar con ella, de organizar actividades para que su mente se ocupara en cosas productivas. La misma Yessica pensaba que todo comenzaba a mejorar. Su madre regresó a Venezuela, confiada en que su hija, poco a poco, iba a seguir evolucionando.
Pero Pedro, quien había hecho vida de pareja con la mujer de los mensajes, volvió a aparecer. Y todo lo que Yessica había logrado levantar se vino abajo.
—¡No entiendo por qué me escribe! ¿Qué quiere de mí si ya estamos separados? ¿Por qué no me deja en paz? —gritó ella un día en medio de la desesperación.
Los mensajes que Pedro le enviaba la confundían. Le decía que no sabía por qué había hecho lo que hizo, que nada de lo que estaba viviendo era como imaginó. Después le propuso que se vieran, quería que conversaran personalmente porque, según decía, habían quedado muchos temas sin resolver entre ellos.
Desoyendo la recomendación de los médicos y de sus amigos, accedió a verlo en varias ocasiones, lo que incrementó su dolor. Sentía que todo cuanto había avanzado desde que estuvo en el psiquiátrico lo estaba perdiendo y la llevaba a un punto anterior.
Todo era muy confuso para ella. Volvió a beber. Las estrategias de autocontrol que había aprendido en Alcohólicos Anónimos no estaban funcionando. No probaba un solo bocado de comida. Sus noches eran la sucesión de largas horas en las que no lograba dormir y que alimentaban la tormenta que volvía a crecer en su interior. Pensaba, una y otra vez, que no sería capaz de salir adelante, que no conseguiría estar en paz consigo misma, y que si continuaba así podía perder su empleo.
Entonces se repitió ese capítulo de su vida que no quería repetir: otra mezcla de alcohol y pastillas la llevó a la emergencia de un centro médico y nuevamente fue internada en una clínica psiquiátrica.
Debió ausentarse de su trabajo. Aunque sus jefes habían sido muy comprensivos, según las leyes argentinas el trabajador tiene derecho a una licencia por enfermedad, cuya duración puede ser de hasta tres meses en un año si la antigüedad en el trabajo es menor a cinco años. Pero Yessica ya había sobrepasado esos lapsos. No quería quedar desempleada. Por eso, al principio, se resistía a que la internaran.
Una tarde, estaba sentada sola en una de las bancas del patio, a donde dejaban salir a los pacientes una hora todos los días para que tomaran un poco de aire fresco y de sol. Era un espacio rodeado de árboles que proporcionaban sombra, con plantas de un verde brillante y grama recién cortada. Yessica miraba hacia el edificio enrejado de la clínica, que parecía más una prisión, y pensó que esa no era la vida que quería para ella.
Entonces tomó una decisión.
—Ya no puedo seguir así. Esto me cansó. No sé cómo haré, pero no quiero volver a pisar un psiquiátrico nunca más —se dijo en voz alta. Llevaba poco más de un mes en la clínica.
Esa misma semana le dieron el alta.
Para Yessica no ha sido un proceso fácil. Constantemente tiene que luchar con los sentimientos de derrota que la agobian. La afectaba mucho estar lejos de su familia, en un país que no es el suyo. Sin embargo, no dejaba de asistir a las consultas con el psicólogo y la psiquiatra. Participaba en charlas de apoyo emocional de distintas fundaciones. Empezó a pensar más en ella, a quererse, a aceptarse. Y no ha vuelto a tomar alcohol.
Aunque sabe que le falta mucho camino por recorrer, ya no siente que vive bajo una nube negra. Entendió que la vida no siempre es lo que uno espera y que las decisiones que se toman van marcando el camino. Sigue queriendo ser madre, pero ya no se lo toma a la ligera. Espera poder regresar a Venezuela, aunque sea a pasar unas vacaciones y visitar a los amigos y familiares que aún están allí.
Cuando se sienta en su escritorio en la casa Renault, piensa en que tiene a su mamá, que la visita durante varios meses en el año, que tiene a su gata, a sus amigos y un trabajo donde la valoran.
Y siente que todo está en su lugar.
Esta historia fue desarrollada durante el taller “La emoción es la clave”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos.