Un estudiante de medicina de 23 años fue asesinado el miércoles 24 de mayo en Ciudad Bolívar. Murió por un impacto de bala en la cabeza. Todo comenzó con una protesta estudiantil reprimida por la policía regional y la guardia nacional. Poco después de las 4 pm, las bombas lacrimógenas dieron paso a las armas de fuego. Augusto Puga cayó herido cuando iba a resguardarse en el Decanato de la Universidad de Oriente. Con todo en contra, un grupo de médicos intentó salvarle la vida. Uno de ellos lo cuenta aquí.
A Augusto Puga lo sentenciaron cuando le dieron ese tiro en la cabeza. Sabíamos que su pronóstico estaba en contra. Lo ideal hubiese sido que, apenas llegar a la emergencia, le hiciéramos el tipeaje, tuviéramos las unidades de sangre que necesitábamos y lo subiéramos a tomografía para luego operarlo. Tener todo controlado en el hospital. Pero no fue así.
En el Decanato de la UDO habían durado casi una hora dándole los primeros auxilios y tratando de sacarlo de ahí. Los rescatistas eran otros estudiantes, otros muchachitos como él. En principio, les costó ir en su auxilio porque la policía no dejaba de dispararles. Dentro del estacionamiento había tres hombres vestidos de negro que les disparaban. Sin embargo, lograron arrastrarlo y llevarlo adentro.
Lo subieron al auditorio, donde los jóvenes tuvieron que hacer barricadas detrás de las puertas porque creían que iban a llegar hasta ahí a atacarlos. Le colocaron solución fisiológica e intentaron detenerle el sangrado. Pero no podían hacer nada más. Ni estaban preparados ni tenían las condiciones para atender heridos de bala. Cómo iban a imaginarse que los acorralarían a tiros.
El muchacho debió llegar al hospital Ruiz y Páez de Ciudad Bolívar cerca de las 5 de la tarde. Muchos nos acercamos. Médicos especialistas, estudiantes y residentes de posgrado. La mayoría no estábamos de guardia y fuimos a prestar apoyo. Éramos como 100 médicos. Y fuera de la emergencia había no menos de 500 personas. Los estudiantes gritaban y esperaban para saber de él.
A mí me contaron quienes lo recogieron en el Decanato que, donde cayó herido, en el portón de entrada, había masa encefálica en el piso. Pero hasta que uno no ve su corazón pararse por completo, nunca se resigna con ningún paciente.
A Augusto lo reanimamos seis veces. Alguien comentó que el daño era muy severo y que ni siquiera debíamos intentarlo. Pero nosotros estábamos llenos de euforia: era un muchacho de 23 años, un futuro médico. Se dijo que estudiaba enfermería, pero es porque él entró a la universidad por esa carrera, como lo hacen muchos, y luego se cambió a medicina. Era estudiante del tercer semestre. Un futuro colega.
Al principio lo metieron en trauma shock, que es el área de la emergencia donde se atiende a los pacientes críticos. Cuando llegué al hospital, ya le habían colocado el tubo para conectarlo a un ventilador mecánico. El deterioro neurológico era grande. Los médicos lo calculamos por una escala que se llama Glasgow. Por debajo de 7, la probabilidad de mortalidad es alta y el paciente no puede respirar por sí solo. Augusto Puga tenía 3.
Su frecuencia cardíaca era de 130 latidos por minuto, que es alta, pero en este caso se trataba de una frecuencia compensatoria. Estaba perdiendo mucha sangre. La hemorragia era indetenible. Alrededor de él estábamos dos especialistas, unos cinco residentes y cuatro enfermeras. Y fuera del área de trauma shock, donde está la recepción de la emergencia, todos los demás.
Necesitábamos saber la magnitud del daño que tenía y ver qué podíamos hacer.
Este es un hospital tipo 4, pero tiene las condiciones de un ambulatorio. En trauma shock no hay un carro de paro equipado con las drogas necesarias para reanimar a una persona. No hay guantes, no hay sondas, no hay nada. Los médicos debemos sabanear por todo el hospital cualquier cosa que necesitemos. Incluso el doctor Alberto Cabello, que es un reconocido oncólogo, tuvo que ir hasta su casa a buscar una extensión eléctrica para conectar el respirador. El monitor de signos vitales al que estaba conectado Augusto indicaba la frecuencia y la saturación de oxígeno, pero no la tensión arterial, porque ninguno de los monitores funciona completamente. Tuvimos que bajar un segundo monitor de otro servicio para completar la medición.
En eso nos dicen que hay que trasladarlo para hacerle la tomografía. El tomógrafo del hospital tiene más de un año sin funcionar. No le han podido comprar un tubo que hace falta.
Trasladar a un paciente con un sangrado activo requiere de un ventilador mecánico portátil. Él no respiraba solo. Y trasladarlo con un ambú, que es un ventilador manual, no es lo recomendable en estos casos. Debíamos ventilarlo desde el hospital hasta la clínica más cercana. Les preguntamos a las autoridades del hospital, que por casualidad estaban ahí, por el ventilador mecánico que tenemos en terapia intensiva, el único que hay. Nos dijeron que estaba malo, pero sabíamos que no era cierto. Una compañera subió al segundo piso y, antes de llegar, ya venía un residente de trauma con el ventilador portátil en la mano, el mismo por el que estábamos preguntando.
Además necesitábamos una bombona de oxígeno. Teníamos una pequeña, así que debíamos buscar una grande. No sabíamos qué nos podía pasar en la clínica. También debíamos ponerle al muchacho una sonda orogástrica o nasogástrica. Tampoco teníamos la adecuada, que es la número 18. Y nos tocó esperar una ambulancia, porque aquí no tenemos una para realizar traslados. La que conseguimos tardó como 40 minutos en llegar.
En situaciones como estas, los minutos, los segundos, son oro. Mientras estábamos en la emergencia pedimos dos unidades de sangre. Debíamos ponerle sangre inmediatamente, y en todo ese tiempo no llegó. Entre conseguir la ambulancia y preparar todo para el traslado debió pasar como una hora.
Cuando llegó la ambulancia, montamos primero la bombona grande que habíamos conseguido junto con el ventilador portátil. Afuera estaban unos parabanes, de esos que se usan para separar las camas en el hospital, que no sé quién ordenó poner allí. Supongo que era para que no vieran a Augusto en el momento en que lo sacáramos. Pero los estudiantes, indignados como estaban, los hicieron desaparecer. Yo pensé que estuvo bien que lo hicieran. Tenían que verlo. Aunque fueran imágenes desgarradoras, no había ningún motivo para esconder esa situación.
Cuando llegamos a la clínica, todavía dentro de la ambulancia, Augusto tenía actividad eléctrica pero no tenía pulso. Eso se llama paro cardíaco. Tuvimos que iniciarle una reanimación cardiopulmonar bajando de la ambulancia. A un paciente en paro cardíaco no se le puede hacer una tomografía.
Comenzamos con el masaje. Se trata de comprimir el tórax unos cinco centímetros, repetidamente, tratando de mantener un ritmo de, al menos, cien veces por minuto. En el momento que me tocó hacerlo, yo era el corazón de ese muchacho. El suyo no latía, no bombeaba sangre. Por eso lo hace un médico con ese masaje que, si no comprime el tórax lo suficiente, no sale la sangre necesaria.
Nadie puede dar un masaje como ese por más de un minuto. Es demasiado agotador. Nos bajamos de la ambulancia dándole la reanimación, montados en la camilla encima de él. Primero lo hizo una compañera, luego otro, luego yo. No puedes ir caminando y masajeando al mismo tiempo. Tampoco puedes darle un masaje y soltarlo, y volver a darle cada vez que puedas. La única opción es subirte encima del paciente y que el resto de los compañeros rueden la camilla, mientras otros preparan el monitor a donde se le va a conectar.
Cualquiera podría pensar que las clínicas están dotadas con todo lo necesario, pero en estos tiempos no es así. Pedimos un ventilador de cama, y no tenían. ¿Cómo en la emergencia de una clínica no van a tener un ventilador? Hemos estado tanto tiempo en retroceso; tanto, que nos hemos acostumbrado a ver, y a aceptar como algo normal, este estado en el que nos encontramos. En la emergencia se necesita un ventilador mecánico para poder mantener vivo al paciente y llevarlo a la terapia. Gracias a Dios teníamos ese portátil. Pero estuvimos más o menos 10 minutos conectándolo y 15 minutos haciéndole la reanimación. Y, mientras tanto, le poníamos adrenalina y atropina.
En ese momento llegaron las dos unidades de sangre. Alguien las trajo desde el Ruiz y Páez. Pedimos una vía central, que es un acceso que se agarra por el cuello, y nos dieron una pediátrica. Pudimos habérsela puesto en el hospital, pero allá tampoco teníamos. Lo que hicimos fue agarrarle varias vías periféricas con un yelco 14, que es el más grande que conseguimos. E iniciamos el paso de la sangre. Aun con las curas compresivas era imposible contener la hemorragia que salía por la cabeza de Augusto. El sangrado era bestial. Sabíamos que había que reponerle el volumen para que pudiera mantener la presión arterial.
Con los 15 minutos de reanimación, salió de su primer paro. Su corazón empezó a latir espontáneamente. Pero haciendo la tomografía, entró en paro otra vez. Tuvimos que parar la prueba para reanimarlo. Dos veces recibimos radiaciones al lado de él. A nadie le importó no ponerse el peto que se usa para protegerse de las radiaciones. Nos montamos en el tomógrafo, a reanimarlo.
Nos dijimos: vamos a sacar a este muchacho vivo hasta el hospital, porque si se va a morir no va a ser aquí, en la clínica. Y así lo hicimos. Era un asunto de honor. Lo trajimos al hospital con su corazón latiendo.
El quinto paro cardíaco le sobrevino en la ambulancia.
Estaba hipotenso. Había que colocarle Norepinefrina, que no tenemos en el hospital desde hace más de un año. El que conseguimos lo había comprado una residente, que nos prestó esa ampolla. Es un vasoconstrictor, un medicamento importantísimo cuando las transfusiones de sangre son insuficientes. Tampoco teníamos las gasas para hacer la cura compresiva. Queríamos cambiarle el vendaje porque estaba todo inundado de sangre y no había gasas. Lo que conseguimos fue unas compresas que tenían unos residentes de cirugía.
El neurocirujano también dijo que se iba a necesitar una malla llamada Gelfoam. Un médico de Puerto Ordaz se ofreció a viajar hasta Ciudad Bolívar para traerla.
Pero al final no hizo falta.
Agotados por el cansancio, entendimos que no había nada más qué hacer. Habíamos estado rotándonos entre uno y otro. El sudor nos corría por la frente y los brazos no nos daban. El cuerpo no nos daba. Uno lo soltaba y venía el otro, se montaba sobre su cuerpo, y continuaba la reanimación. En dos oportunidades le aplicamos una descarga eléctrica. Pero su corazón ya no tenía actividad. En las redes se dijo que había entrado a quirófano, pero no es cierto. En el sexto intento de reanimación, se nos fue. No tengo precisión de la hora, porque entre el cansancio y la indignación no alcancé a verla. Era el sentimiento que teníamos todos los que luchamos por salvarlo, sin las mínimas condiciones para hacerlo.
Los muchachos de primeros auxilios me contaron que afuera del Decanato habían intentado acercarse dos ambulancias y los policías las desviaron. En un video se ve cómo dos muchachos con sus cascos identificados como de primeros auxilios salieron temerosos, con las manos en alto, rogando que los dejaran sacar a Augusto Puga. Gritaban que llevaban a un herido con un tiro en la cabeza. Y luego de un rato dejaron de disparar. Fue cuando lograron montarlo en una ambulancia y trasladarlo al hospital. Lo sacaron tres muchachos de primeros auxilios por el frente. A uno lo detuvieron y liberaron después de robarle todo. A la chica la halaron por los cabellos. Solo a uno de los socorristas lo dejaron montarse en la ambulancia.
Esos policías parecían tener la orden de matar. Se cree que pasaron una hora disparando, primero en la calle y luego hacia dentro del Decanato, adonde los estudiantes creyeron que estarían seguros. Esa es su casa y hasta ahí llegaron. Algunos tuvieron que trepar la pared del fondo para escapar hacia la otra calle. Y los que estaban en el interior del edificio, encontraron una escalera para subir a un techo desde el cual saltaban. Para que pasen este tipo de cosas, alguien tuvo que haber dado la orden. Es difícil imaginar que alguien tome esa iniciativa de reprimir una marcha estudiantil a tiros, de violar la autonomía universitaria, sin haber recibido la orden, o el permiso, para hacerlo.
Luego de que Augusto murió, nos reunimos en el primer piso y decidimos acompañar a los estudiantes en una misa que hicieron en su honor al día siguiente. Y decidimos hacer una asamblea de médicos para discutir las acciones a tomar. No es que todos los días no ocurran cosas terribles en este hospital. Al contrario, no hay día que no ocurran. Todos los días vemos a alguien que muere porque no tenemos lo que se necesita para salvarlo. Pero lo sucedido esa tarde no podía quedar así. No podíamos venir al día siguiente a pasar consulta como si nada hubiese pasado, y que todo lo que vivimos se viera como algo normal.
Hay muertes que retratan la tragedia de un país en toda su dimensión. La de Augusto Puga fue una de esas.
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Esta historia fue escrita con base en el testimonio de un médico del Complejo Hospitalario Universitario Ruiz y Páez de Ciudad Bolívar. Durante dos conversaciones, de una hora cada una, lo acompañaba otra doctora que también trató de salvar a Augusto Puga, y que agregaba detalles al relato. Ambos pidieron no ser identificados por temor a represalias por parte de las autoridades del hospital. Su testimonio fue corroborado por el doctor Alberto Cabello, quien solo con una palmada en el hombro les dio la noticia del fallecimiento a los padres del muchacho. Lo correspondiente al momento en que el joven cayó herido, lo confirmó uno de los estudiantes de medicina que lo socorrió y pertenece al grupo de primeros auxilios que atendió, además, a otros siete heridos de bala. Y todo lo que se cuenta aquí que ocurrió en la sede del Decanato de la Universidad de Oriente coincide con lo dicho por tres estudiantes que estuvieron presentes. Aseguraron que quienes dispararon eran funcionarios de la Policía del Estado Bolívar y que quienes entraron al estacionamiento de esa sede universitaria eran tres hombres con uniforme militar negro. Las primeras versiones oficiales quisieron hacer ver que Augusto Puga había muerto de un golpe en la cabeza tras caer de una platabanda. Según el doctor Cabello, un funcionario que no logró identificar, le pidió esa misma noche que le diera el disco compacto con las imágenes de la tomografía donde podía verse el orificio de la bala. El médico se negó y ahora esa constituye una de las pruebas de que Augusto Puga murió por una bala en la cabeza.
El Ministerio Público informó, mediante un comunicado de fecha 30 de mayo, que por este hecho fueron privados de libertad cinco funcionarios de la policía del estado Bolívar y un sargento 2o de la Milicia Bolivariana.