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Todos lograron huir, menos Samuel

Alfredo Morales | 18 jun 2019 |
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El 30 de abril de 2019, Samuel Enrique Méndez salió con sus compañeros de clases a las calles de La Victoria, en el estado Aragua, a protestar en contra del régimen de Nicolás Maduro. Cuerpos policiales y civiles armados disolvieron la manifestación con disparos y detuvieron a los jóvenes que encontraban a su paso. Samuel fue uno de ellos.

Fotografías: Cortesía familia Méndez

—Hijo, debes venirte. Aquí vas a estar bien. Allá las cosas se están poniendo feas.

Samuel Enrique Méndez, de 25 años de edad, estaba decidido a permanecer en Venezuela. Su padre, un profesor agobiado por la crisis económica cada vez más vertiginosa, había migrado a Perú y desde allá le insistía en que se fuera con él. Para que su hijo dejara de vivir una vida con tantas limitaciones producto de la debacle del país, por un lado; y porque la madre del joven había muerto meses atrás y no quería que se quedara solo, por el otro. Pero el muchacho era firme. La última vez que le dijo que lo esperaba en Perú fue un día de abril de 2019, y Samuel le respondió tajante:

—No quiero abandonar Venezuela, papá. Aquí aún podemos salir adelante.

Y para que el país saliera adelante, él hacía muchas cosas.

Nacido en La Victoria, en el estado Aragua, a Samuel le quedaba menos de un año para terminar su carrera de publicidad y mercadeo en el Instituto Universitario de Tecnología Antonio Ricaurte. Comenzó sus estudios luego de su paso por la academia militar. Quiso ser oficial. En el cuartel le ofrecían comida y medicamentos para su madre y abuela. Pero el apoyo fue mermando, al tiempo que el abuso de militares superiores se incrementó. Se cansó cuando lo pusieron a llevar sol durante muchas horas con el bolso de campaña en la espalda. Y pidió la baja.

Samuel tenía vocación de servicio. Hacía de voluntario en actividades culturales, sociales y deportivas en comunidades, como miembro de la iglesia evangélica Asamblea de Dios, congregación a la que había llegado en su adolescencia, ocho años atrás. Todos en la familia eran católicos y, si bien al principio no les fue fácil asumir que Samuel se hiciera evangélico, al final terminaron aceptándolo. “El pastor”, lo llamaban a veces, en broma.

El sábado 27 de abril de 2019 participaba, junto a compañeros de su iglesia, en una venta de pollos a precios solidarios, jornada que lograron llevar a cabo gracias a contactos con empresas privadas. El calor de esos días de abril era intenso. Había mucha gente que, aunque sofocada, esperaba su turno. Los organizadores regalaban pollos a algunos vecinos, los más necesitados, porque aunque los precios eran módicos, no tenían cómo pagarlos.

Pero de pronto llegaron varios funcionarios de la policía municipal de Ribas y todo cambió.

—¡Necesitamos los permisos y las facturas de todo lo que están vendiendo! —exclamó uno de los policías.

Los jóvenes se vieron las caras con asombro. No era la primera vez que hacían estas actividades y pocas veces habían tenido inconvenientes con las autoridades. Les explicaron de qué se trataba.

—Esta es una actividad de la iglesia —dijo uno.

—No estamos revendiendo —agregó otro.

—Estamos apoyando a la comunidad —exclamó uno más.

Ningún argumento, sin embargo, fue suficiente. Siete jóvenes, entre ellos Samuel, fueron llevados a la comisaría de la policía Municipal de Ribas, en la sede de la alcaldía, dentro del urbanismo Ciudad Socialista La Mora, a unos 300 metros de la iglesia evangélica.

Poco más de dos horas duraron los interrogatorios hasta que, luego de entregar facturas y documentos que les solicitaron, los dejaron ir.

Salieron molestos y frustrados, pensando en que eran demasiadas las injusticias cotidianas. Y Samuel, con esa rabia todavía fresca, salió a la calle tres días después con la esperanza de sacar al país adelante, como le había dicho a su papá en la reciente conversación telefónica.

Al amanecer del 30 de abril, la noticia se viralizó desde Caracas: había un alzamiento militar en proceso. Juan Guaidó, presidente encargado de la república, grabó un video desde el distribuidor Altamira que publicó en sus redes sociales, en el cual hacía un llamado a las calles. Estaba rodeado de militares y a su lado se encontraba el líder opositor Leopoldo López, quien había estado cumpliendo condena en su residencia, y cuyos carceleros acababan de liberarlo.

En la ciudad de La Victoria, a 90 kilómetros de la capital, Samuel no dudó en sumarse a la concentración en esa zona. “No se queden en casa viendo televisión y cazando moscas. Hay que salir a la calle a luchar por una mejor vida”, le decía siempre a su familia. Ese día se vistió con ropa cómoda —camisa marrón de rayas, pantalón jean y zapatos blancos deportivos— porque sabía que la calle estaría ajetreada.

Primero fue a una reunión con sus compañeros de clases para resolver unos trabajos pendientes. Hasta que una de las jóvenes dijo:

—¡Samy, vámonos al Piccolo, ya hay mucha gente allí!

—¡Vamos al Piccolo! —respondió.

Se fueron todos a la esquina del Piccolo, en la avenida Intercomunal La Mora, punto de encuentro habitual de los opositores en La Victoria.

Luego de que su madre murió, Samuel quedó al cuidado de su abuela y sus tías, con quienes a menudo iba a las protestas que se realizaban en la ciudad. Pero ese día ellas no se animaron, así que fue con sus amigos.

Llegaron a la llamada “esquina caliente”, donde la oposición se reunía a protestar, a menos de 500 metros de la alcaldía y del urbanismo Ciudad Socialista La Mora, que históricamente ha sido un bastión del chavismo.

Una multitud había salido con banderas, pitos y cacerolas a respaldar el alzamiento en contra del régimen de Nicolás Maduro. Hacía calor, apenas corría una brisa suave. La gente gritaba consignas. Samuel se mantenía cerca de sus amigos. Se había llevado la bandera y una pañoleta que le cubría la cabeza protegiéndolo del sol.

—¡Libertad, libertad, libertad! —gritaba.

Antes del mediodía, Samuel le dijo a dos de sus compañeros, Jesús y Eduardo, que lo acompañaran a su casa, que estaba cerca de la concentración, para cambiarse los zapatos porque apenas terminara la manifestación iría a jugar fútbol. Llegaron a la casa, tomaron un breve descanso, comieron algo y se cambió: se puso unos zapatos viejos y unas deterioradas medias verdes.

—¡Vamos al Piccolo! —le dijo Samuel a su tía.

—No hijo, estoy muy cansada.

Los jóvenes, eufóricos, volvieron a la calle.

La tía, cuando rememora el momento, tiene claro que ese fue el instante en el que pudo haberlo atrapado para que no se encontrara con ese destino que lo esperaba.

Pasadas la 2:00 de la tarde, el ambiente en la esquina del Piccolo era otro. Había más calor y la brisa corría impregnada de gases lacrimógenos. La gente iba de un lado a otro para resguardarse. La represión, comandada por funcionarios policiales y grupos de civiles armados, convirtió la protesta en una vorágine. Disparos: muchos disparos al aire. Samuel corría en medio del griterío y la confusión.

—¡Salgamos de aquí! —gritó uno de los compañeros.

El corazón de Samuel palpitaba con fuerza. El sudor le cubría el rostro. Tenía el cuerpo empapado. Los civiles armados no solo disparaban, sino que, como águilas que cazan presas, capturaban y agredían a los jóvenes que encontraban en el camino. Todo esto ocurría bajo la mirada de la policía que se replegó para dejar actuar, a sus anchas, a los llamados “colectivos”.

Agarraron a Samuel y lo golpearon con saña. En la cabeza, en la espalda, en el estómago. Se escuchaban gritos. 21 heridos ingresaban al hospital José María Benítez de La Victoria, sin que la refriega terminara.

Todos lograron huir de las manos de los colectivos, menos Samuel. Vecinos y amigos vieron cuando se lo llevaban hacia el interior de la urbanización Ciudad Socialista, justo al lado de la iglesia evangélica en la que se congregaba. Todos se apostaron allí esperando a que lo soltaran: no podían ver el horror que estaba ocurriendo en ese momento.

A Samuel le dispararon en el tórax, a quemarropa. Pasadas las 4:00 de la tarde los colectivos entregaron a Samuel a sus amigos, que seguían a las afueras de la urbanización. Estaba golpeado y ensangrentado, sin camisa y sin zapatos. El proyectil le había destrozado la columna.

Pidieron una ambulancia, pero nunca llegó.

La tarde comenzó a caer y la gente a llorar, pero no por los efectos de los gases lacrimógenos, sino porque Samuel estaba muerto.

Una vecina se enteró de lo que había ocurrido y corrió a la casa de la familia Méndez y tocó la puerta con fuerza.

—¡Lo mataron, lo mataron, lo mataron! —exclamaba, en medio del llanto y la desesperación.

Nadie sabía qué ocurría, pero todos salieron corriendo a la calle, a la avenida Intercomunal, cerca de la casa.

Habían convertido una lámina de metal en camilla. Allí trasladaban el cuerpo de un joven, cubierto por una bandera de Venezuela con siete estrellas, rumbo al hospital cercano.

La tía supo que era su sobrino cuando notó en sus pies sin zapatos las deterioradas medias verdes que se había puesto hacía unas horas.

—¡Es mi sobrino! —gritó, se llevó las manos a la cabeza y comenzó a llorar, mientras otra de las tías, en medio del impacto, cayó desmayada.

En ese instante llegaron policías en motos y comenzaron a disparar al aire, para tratar de disolver la multitud que se había incorporado a la caravana fúnebre.

—¡Ya está muerto, ya está muerto… solo ayuden a llevarlo al hospital! —gritó la tía mayor.

Los policías no los ayudaron y se fueron. La gente levantó el cuerpo y continuó la marcha de dos kilómetros, que arrancó en la avenida Intercomunal La Mora, tomó la avenida 1 de Las Mercedes, hasta llegar al hospital José María Benítez.

La brisa dejó de correr o al menos nadie la sentía. El griterío de más temprano mutó en un silencio luctuoso interrumpido por llantos y gritos.

—¡Justicia, Justicia!

Cantaban el Himno Nacional, con una mezcla de furia y tristeza.

La familia desde entonces no deja de pensar que Samuel, en lugar de irse con su papá, se fue al encuentro con su madre.


Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.

Alfredo Morales

Periodista egresado de la Universidad Central de Venezuela. Master en Televisión en la Universidad Complutense de Madrid y Diploma en Educación Superior de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador Maracay. Actualmente corresponsal en Aragua de El Pitazo. La escritura me salvó la vida.
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