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Tratando de hacer valer la savia de los viejos de mi tierra

Isaac López | 21 jul 2018 |
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El profesor Isaac López llegó agotado a su casa, en Pueblo Nuevo de Paraguaná, para encontrarse con que, una vez más, no había agua ni luz. Salió a la calle y, como en otras ocasiones, se unió a la protesta de los agobiados vecinos. No se esperaba que ese día comenzaría una traumática experiencia que, nueve meses después, aún deja secuelas en su ánimo. Aquí rememora esos hechos.

Ilustraciones: Robert Dugarte

 

“Díganle al justo que le irá bien, pues gozará del fruto de sus acciones.”
Isaías, 3:10

 

Vuelvo al relato de esos días. Entro nuevamente a la oscuridad como quien se asoma al negro fondo de un pozo.

Es 10 de octubre de 2017 y regreso a mi casa de Pueblo Nuevo de Paraguaná luego de una agotadora jornada de trabajo. Apenas llegar, me doy cuenta —otra vez— de la ausencia de agua y electricidad. El fluido eléctrico va y viene con cortes de hasta siete horas o más; el agua falla de manera constante, en muchas ocasiones solo llega una vez al mes. Con la indignación acumulada durante semanas me pregunto cómo las autoridades pueden someter a una población a extensos períodos sin servicios básicos, y a la ausencia de dinero en efectivo. Igual que en los días anteriores, saco mi cacerola y me uno a los vecinos que golpean ollas, postes y suenan pitos.

Alguien sugiere acercarnos a la plaza donde la comunidad se ha reunido para expresar su molestia. Mientras camino observo multitud de gente caceroleando. En el Complejo Cultural Josefa Camejo hay un operativo de cedulación. En el centro del poblado la comunidad está enardecida: una muchedumbre, conformada básicamente por jóvenes, ha levantado una barricada al lado de la Alcaldía y grita a la policía ubicada al fondo de la escena. Restos de basura arden en mitad de la calle. Desde la esquina veo mujeres, hombres y niños al frente de sus casas sonando toda clase de objetos. Es una manifestación espontánea: nadie dirige ni arenga, nadie organiza. Solo frustración, rabia por el mal vivir, por tanta calamidad diaria.

Un grupo de muchachos lanza piedras a la policía. Cruzo hacia la plaza evitando la escaramuza. Me acerco a un vecino y juntos continuamos golpeando nuestras cacerolas. De pronto, un oficial ordena lanzarse sobre los manifestantes. Lo escucho gritar:

—Agárrenme a aquel.

Dos efectivos jóvenes me zarandean, rompen mi franela y me golpean con sus rolos. Con brusquedad me empujan hasta una motocicleta, vapulean mi cabeza y entre los dos me montan en el vehículo. Mientras nos desplazamos, el conductor dice:

—Te vamos a joder coño′e madre, cabrón, mamagüevo. Ahora vas a saber lo que es bueno.

Entretanto, el de atrás choca con violencia su puño una y otra vez contra mis costillas. Mi corazón bombea frenético, intento tomar todo el aire posible.

Al ver que la policía me lleva, algunos pobladores gritan. Luego supe que Isael Madriz se comunicó con Domingo Alfredo Romero para difundir la noticia en las redes, el entrañable y solidario Mario Pérez Chacín con Fe y Alegría, y los dinámicos Jacrist Sandoval y Rafael Cuevas con las instancias de la Universidad de Los Andes, para informar de la injusta detención que pronto fue conocida en la infinita geografía de los amigos puntuales.

 

A las 7:00 de la noche me ingresan al Centro de Coordinación Policial Nro. 7 de Pueblo Nuevo. Hay allí un agente gordo que parece asombrarse al ver cómo sus compañeros me traen a empujones. Sin mediar palabras y sin saber cuál es la causa de mi arresto, cuatro policías me dan una paliza.

—No me veas a la cara, no me veas a la cara, cabrón.

El golpe de una tabla me hace caer de rodillas. El pedazo de madera se ensaña en muslos y espalda. Me esposan. A patadas me tiran boca abajo en el piso. Nuevas rondas de golpes. Otra patada me hace levantar. Intentan tenderme otra vez en el suelo, pero me resisto.

Tiemblo de dolor y rabia. Aguanto sin llorar. Solo alcanzo a decir:

—Eso no es así, eso no es así.

Un policía moreno, de mediana estatura, replica:

—¿No es así?, ¿no es así qué? ¿Y cómo es, güevón? ¿Cómo es, cabrón de mierda? ¿Te gusta protestar, no? ¿Te gusta andar sonando ollas en las calles contra el Gobierno? Ya vas a ver lo que es bueno.

—En este país hay leyes, hay códigos, hay derechos —digo con voz entrecortada.

Recibo por respuesta una tunda de golpes en el pecho y las costillas.

—Qué leyes, mamagüevo, qué leyes —contesta otro de los jóvenes agentes como preámbulo antes de encerrarme en una oficina.

Trato de hablar, pero dos cachetadas me lo impiden.

—Te quedas aquí, cabrón. Ya vas a ver lo que te va a pasar, nojoda.

En aquel pequeño espacio no termino de entender el desproporcionado trato. ¿Solo por aporrear una olla?

Al marcharse mis agresores le digo al policía de guardia que no entiendo la actitud de sus compañeros.

—Soy profesor de la Universidad de Los Andes. En la cartera tengo mi identificación. Estoy aquí desde hace unos meses haciendo un trabajo de investigación como parte del doctorado en historia que adelanto en la Universidad Católica Andrés Bello, de Caracas. Ahí tengo el carnet. No soy un delincuente. Solo protestaba por la falta de agua y de luz.

Llegan nuevamente los agentes que me apresaron con dos desconcertados jóvenes que no saben el motivo de su arresto. Nos colocan de cara a la pared y con una manguera azotan nuestras espaldas. Nos arrodillan.

La oficina se va llenando de pobladores. Cada nueva entrega viene acompañada de golpes e insultos.

—Hirieron a uno de los nuestros, ahora sí se van a joder. Pa′ Ramo Verde van a ir dar toditos. Aquí no hay preferencias con nadie. Todo el que estaba protestando en la calle lo vamos a joder.

Pronto, la sangre y el sudor saturan el ambiente. La mayoría son jovencitos apresados lejos del centro de la protesta: la Alcaldía del Municipio Falcón. Cuando ya superamos la docena, nos meten polvo pimienta en la nariz.

Nos sacan al patio. Ha llovido. Una muchedumbre se ha reunido en las afueras del comando policial y grita que cese el abuso.

Nos montan en dos camionetas. En el camino nos golpean la cabeza para que no levantemos la vista; a algunos les ponen el pie en el cuello, la cabeza o el pecho y piden a sus compañeros sacarles fotografías con sus teléfonos mientras insultan:

—Ahora sí que se van a joder, mamagüevos. A Ramo Verde van a ir a dar. Al Sebin, para que sepan lo que es bueno. Quién los manda a quemar la Alcaldía, coños′e madre.

¿La Alcaldía quemada? ¿Cuándo? —me pregunto. Me aprietan las esposas. Quizá nos llevan a la playa para lanzarnos al mar.

Llegamos al Centro de Coordinación Policial Nro. 2 en Punto Fijo, el comando policial ubicado en el Sector Mene Grande. Dos hombres adultos maduros: un agricultor de Camunare que había salido de su caserío para sacar la cédula y yo; cuatro menores de edad, entre ellos una muchachita de 17 años salvajemente abofeteada; el resto, jóvenes entre 18 y 30 años: estudiantes, deportistas, profesionales de la comunicación o el turismo. También algunos chamos con prontuarios delictivos. Allí comenzamos a sabernos, habitantes como somos de un pequeño pueblo donde todos o casi todos nos conocemos. Tres días permanecen encerrados los menores de edad, tres días la asustada muchacha junto a treinta hombres.

Nos reciben en el reducido espacio debajo de una escalera cercana a lo que llaman “La población”, el sector que alberga a delincuentes comunes y de alta peligrosidad. Ya estaban allí otros detenidos a quienes se acusaba de la quema de la Alcaldía del Municipio Los Taques y de fomentar protestas en el barrio Las Margaritas, de Punto Fijo.

Luego de reseñarnos y obligarnos a firmar unas hojas que no podemos leer, nos llevan —sin disminuir las vejaciones y los insultos— hasta el patio de la comandancia. Creo que habría aceptado mi sentencia de muerte si con ello hubiesen cesado los golpes.

Nos forman en dos filas: una de pie y otra de rodillas. Las manos en la nuca; al frente varios envases de gasolina que vemos por primera vez. Luego de las fotografías, el grupo comando que nos trasladó hasta Punto Fijo se retira. Ya eran las 4:00 de la madrugada del día 11 de octubre. Antes de marcharse me quitan las esposas. Mis muñecas están magulladas, casi sangrantes.

 

El agente de guardia, al ver que el hacinamiento me causa asfixia, deja que me siente en la escalera. Los presos comunes gritan: “Ese es el duro, ese es el jefe. Ese chiquitico es el único que trajeron esposao. Miren la cara de árabe que tiene. Ese es el duro”. También: “Epa pure, dame un auxilio. Pure, arrea ese gato que tenemos hambre”. Un pequeño felino negro se pasea delante de las celdas. Los hombres lanzan una especie de cordel con un cuchillo amarrado a un extremo con el que pretenden cazarlo y convertirlo en asado. Amanece.

A mitad de mañana nos trasladan al comedor; nos dejan allí luego de advertir que se trata de una concesión, pero que la permanencia en ese espacio dependerá de nuestro buen comportamiento; de lo contrario, seremos encarcelados con los presos comunes. No quieren gritos, discusiones, alborotos, ni gente asomada en puertas o ventanas. El miedo amaina.

Nos repartimos entre mesas y sillas; también, en el suelo. No sabemos de qué se nos acusa. Intercambiamos experiencias:

—A mí me agarraron cerca del Vivero El Titirijí.

—A mí, detrás de la Escuela Coto Paúl, cuando le fui a hacer un mandado a mi mamá.

—A mí, en la cola de la cédula en el Complejo.

—A mí, cerca del carro de perros calientes en la calle Bolívar.

—Yo venía llegando de Jadacaquiva, de una reunión que teníamos allá, y me llevaron engañado. Me sacaron de mi casa.

—Nosotros estábamos en la esquina viendo a los que estaban apagando la candela.

Hacia mediodía comienzan a llegar los familiares. Con ellos, el periódico donde se lee la declaración del alcalde del municipio, quien señala que, 24 horas antes, él sabía que se estaba planificando esa acción emprendida por simpatizantes de la Mesa de la Unidad, y que a los responsables se les aplicaría todo el peso de la ley. El propio alcalde se deja ver por los espacios del C-2 junto con los principales testigos del incendio, pero no se acerca a donde estamos confinados.

El miércoles 11 transcurre sin informes. Ninguna autoridad nos explica el motivo de nuestra prisión. Abogados amigos e interesados en el caso se acercan para darnos ánimo y pasarnos los rumores que circulan en todo el municipio: quemaron la Oficina de Administración de la Alcaldía, la destrozaron, desprendieron los aparatos de aire acondicionado, se llevaron las computadoras; de eso nos acusan.

La misma comisión que nos trasladó de Pueblo Nuevo a Punto Fijo nos lleva al Cicpc para reseñarnos. En la parte de atrás de una camioneta machito nos encierran a cinco, entre las 2:00 y 3:00 de la tarde, bajo un sol inclemente, se me desata una taquicardia. Mi profusa sudoración, y la evidente palidez, hacen que los compañeros adviertan al conductor. Me suben a la parte delantera del vehículo. Los policías reclaman:

—No debieron quemar la Alcaldía. Por eso es que ustedes, la gente de la oposición, no salen de abajo. Porque lo que hacen nos jode a todos. Quieren salir del alcalde y queman todas las pruebas que podían incriminarlo.

En el Cicpc un familiar me hace llegar una pastilla para la tensión.

—Toma, viejo güevón. Ojalá te mueras de un infarto, cabrón de mierda. Por qué no te dio eso ayer cuando tabas quemando la Alcaldía —dice el petejota que tira la pastilla al piso.

Los policías ríen; son los mismos que nos golpearon la noche anterior. También se carcajea el médico forense y los secretarios que nos toman declaración.

Presentarnos ante el forense es un acto de fingimiento para cumplir con disposiciones en las que nadie parece creer. Nos mandan a tirarnos en el piso. Al nombrarnos, uno a uno, el médico, Pablo Sivila, pregunta: “¿Te golpearon?”. Los agentes que nos torturaron toda la noche están justo a nuestro lado. Con las camisas rotas (algunas con manchas de sangre), evidentes contusiones en los rostros, los pechos y las espaldas, todos negamos que nos hubieran golpeado; salvo uno de los muchachos que se atreve a decir: “Solo unos toques técnicos”. Esa impertinencia le valdrá nuevos golpes en el viaje de regreso a la comandancia de policía de Punto Fijo.

 

En el Centro de Coordinación Policial Nro. 2 de Punto Fijo los presos defecan en medio de las excretas de otros. Allí también nos bañamos con una botellita de agua que nos consiguen los agentes. Nos dejan salir de cuatro en cuatro. El pudor desaparece ante las necesidades corporales. Muy cerca de este sitio comemos lo que nuestra gente nos lleva, en medio de nubes de moscas y olores indescriptibles. Pronto organizamos jornadas de limpieza. Cepillamos, coleteamos, lavamos mesas y sillas. Los primeros cuatro días nos impiden tener colchonetas, así que dormimos sobre cobijas o a ras del suelo, utilizando como almohadas botellas de refresco.

Pese a las calamidades, hay momentos de aliento: la solidaridad de los presos en el comedor, no solo los de Pueblo Nuevo, también los de Los Taques y Las Margaritas. Esa camaradería, ese consuelo ayuda y reconforta. Leemos pasajes bíblicos gracias al joven pastor José Manuel —vecino de Las Margaritas y arrestado en las mismas condiciones que varios de nosotros—, o las crónicas non sanctas compiladas por Darío Jaramillo Agudelo. A veces jugamos ludo o a las cartas. El sábado 14 la familia González y un grupo de vecinos de Pueblo Nuevo prepara una gran olla de sopa.

El jueves 12 se presenta, finalmente, el fiscal del Ministerio Público. El joven, enviado desde Caracas, es enfático:

—A ustedes los están acusando de la quema de la Alcaldía y ese es un delito grave. Usted es el mayor y debe hablar con los muchachos —me dice—. Ustedes no van a salir pronto de aquí. Ya se los dije y a algunos les cayó mal. Hoy los van a rebotar de tribunales y mañana también. En este caso se impone el Poder Ejecutivo sobre el Judicial, y esto se volvió un asunto político. En este caso los que están decidiendo son la gobernadora y el alcalde. Esto va para largo, hasta que ellos quieran.

Me toca fortalecerme y darle fuerza a algunos de los chamos. Una maraña oscura que aún no entiendo cubre nuestra detención. ¿Quién o quiénes habían quemado la Alcaldía? O, más preciso: ¿quién o quiénes habían quemado la Oficina de Administración de la Alcaldía? En adelante, viviremos el chuleo de los agentes del C-2 de Punto Fijo cada vez que llegue la comida y la negligencia de las autoridades judiciales respecto al caso. Un enjambre de noticias y contra-noticias, propias de un poder ejercido desde el chisme y el corrillo, gravita sobre nosotros, ahora convertidos en “la gente de Pueblo Nuevo”: Isael Madriz, Juan Diego Irausquín, Daniel Petit, Vicente Hurtado, Jonathan Petit, Liliana Rodríguez, Francisco Pérez, Guillermo Dávila, Andrés Martínez, Elvis Martínez, Víctor González, Joel Gómez, Jesús Gómez, Brian Zavala, Sheldor Hostos, Jesús García, Humberto Jesús Márquez e Isaac López; nuestros nombres.

Me atacan la taquicardia y los vértigos cada vez que me encierran en los calabozos de los tribunales, llenos de excrementos, donde el calor es penoso e insoportable. En uno de los dos días en que nos llevan —sin presentarnos— a audiencia, nos colocan junto con un reo afectado de sarna. Varios nos contagiamos.

En el expediente se afirma que me arrestaron en las adyacencias de la Alcaldía del Municipio Falcón como parte de un grupo de siete habitantes que portaban dos contenedores de 5 litros y uno de 20 litros de gasolina. ¿Por qué esa mentira? Muchos familiares y amigos hacen diligencias ante agentes del poder, de aquí y de allá y hasta de más allá. Tantas que no sé si alguna habrá hecho efecto. Mis hermanos y sobrinos, constantes en su cariño, me dan fuerza. Mis primos y amigos ponen su perseverancia para sacarme de este infierno.

En medio de tanto terror y tanta incertidumbre, ¿en quién confiar? He estado aturdido. Los golpes me dejan una jaqueca perenne y ataques de vértigo que solo mucho después han ido cediendo. Mi abogado: Domingo Alfredo Romero, hermano de Ana Cristina —gente de Tiquiba— y uno de los tantos chicos que se acercaban a casa los días del “Encuentro Puntual de los Amigos”, donde la poesía y la canción del país se encontraban en un solar de Pueblo Nuevo.

Un día lo escucho explicar nuestra situación a los muchachos y vi en él a un profesional, a alguien con capacidad; me alegro de haber apostado por él. Su exposición el lunes 16 de octubre ante el juez de la causa, Saturno Ramírez, me parece excepcional. Sus argumentos, muy serios: 1. Condena la quema de la Alcaldía y exalta el espíritu pacífico de los novopoblanos; 2. Inquiere: ¿Por qué se pintó enseguida la sede de la Alcaldía si esa era una prueba fundamental del proceso, donde se deberían localizar huellas de los implicados? ¿Por qué no se practicaron exámenes a las ropas y manos de los acusados buscando restos de las sustancias inflamables? ¿Por qué no se requisaron las casas de los detenidos buscando los aparatos de aire acondicionado o las computadoras sustraídas en la Alcaldía?; 3. Resalta que las declaraciones de los testigos no señalan a ninguno de los imputados y que, al contrario, hacen mención de sujetos que en ningún momento han sido buscados por los cuerpos policiales; y 4. Evidencia las contradicciones e insustancialidades del informe policial como el porte de una bomba con la mecha encendida dentro de una bolsa plástica o el señalamiento de siete personas llevando una bomba molotov.

Cuando lo escucho pienso que el juez declarará libertad absoluta para todos.

 

No fue así. En una desconcertante decisión nos deja libres a la mitad y da privativa de libertad a la otra, basado en argumentos tan débiles como todos los que sostienen este absurdo proceso. Nadie podrá pagar la angustia de las madres, de los hermanos.

Siete inocentes permanecieron detenidos casi 40 días más, sometidos a presiones como la pernocta en “La población”, conviviendo con presos comunes, o las constantes llamadas a los familiares por parte de pequeños personeros del poder para hacerlos confesar lo que no sabían. Ahora, los 18 imputados estamos en libertad aunque sometidos a régimen de presentación. Me siento marcado y tengo el ánimo minado de dolores.

Sigo adelante tratando de hacer valer la savia de los viejos de mi tierra, pero en ocasiones me asaltan las sombras. Por fortuna, está el consuelo del afecto y la solidaridad. Domingo, por ejemplo, se negó a cobrarle a sus defendidos.

—La amistad. A los amigos no se les cobra —me dijo cuando le pregunté cuánto le debía, cuál era el monto de sus honorarios profesionales.

Jamás tendré cómo pagarle.

Isaac López

Investigador y profesor en Historia. Trabajo en la ULA, Mérida. Vivo con la nostalgia del mar de Paraguaná y me dedico a recoger y contar historias de ese paisaje infinito.
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