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Un poder en la diáspora

Manuel Roa | 7 abr 2018 |
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La mañana del 9 de octubre de 2017, Elenis Rodríguez, junto a otros magistrados electos por la Asamblea Nacional un poco más de dos meses antes, salieron de la embajada de Chile en Caracas rumbo a la frontera con Colombia. Luego de un recorrido de más de mil kilómetros, lograron atravesarla para dar comienzo a su vida en el exilio. Desde Santiago de Chile, donde actualmente reside, rememora esos días.

Fotografías: Francisco Bruzco y Manuel Roa

 

Ya van cinco meses de su exilio y Elenis Rodríguez dice que no fue ingenua. Siempre supo lo que era capaz de hacer el chavismo. En ella nunca sobró la confianza. Son otras las razones que tiene para explicar por qué no imaginó que ese 21 de julio de 2017 marcaría el inicio de su huida de Venezuela.

Era viernes por la mañana y en la plaza Alfredo Sadel de Las Mercedes, en el este caraqueño, la algarabía no dejaba espacio para otra cosa. Contagiada por el ánimo de la multitud, Elenis estaba convencida de que aquel era parte de un acto de rebeldía que socavaría las bases de un gobierno que ya no reconocía como propio. Acataba, acompañada por el aplauso de miles, la orden de más de 7 millones y medio de venezolanos, que cinco días antes, en una consulta popular inédita, habían exigido refundar los poderes del Estado. Por eso, Elenis Rodríguez y 32 abogados más eran juramentados esa mañana por la Asamblea Nacional como los nuevos magistrados del Tribunal Supremo de Justicia.

No pasó demasiado tiempo para que, desde el otro lado de la ciudad, Miraflores intentara demostrar que el poder seguía conviviendo entre sus viejas paredes blancas. Tan solo un día después, a las 6:00 de la tarde del 22 de julio, Ángel Zerpa sería el primero de los nuevos magistrados detenidos por el Servicio Bolivariano de Inteligencia. Era un discurso silencioso que encontraría palabras un día más tarde cuando el presidente Nicolás Maduro amenazó, a través de la televisión pública, con detener “uno por uno, uno detrás de otro, a los usurpadores del poder judicial”.

La  amenaza no logró concretarse. El deseo reunido ese viernes en aquella plaza tampoco. Hicieron falta casi tres meses para que, de una manera tan inédita como extraordinaria, el máximo tribunal pudiera instalarse. El 13 de octubre, desde Washington, en la sede de la Organización de Estados Americanos, iniciaría el primer año judicial de un tribunal que operaría con 30 de sus magistrados en el exilio.

Ya han pasado más de ocho meses desde aquella juramentación y cinco desde que ejercen funciones como el primer tribunal en el exilio que se escribe en las páginas de la historia venezolana. Sin que nadie haya podido evitarlo, desde Chile, Colombia, Estados Unidos y Panamá han declarado la nulidad de la Asamblea Nacional Constituyente, solicitado la intervención humanitaria a la comunidad internacional, exigido el regreso de Venezuela al Sistema Interamericano de Derechos Humanos e iniciaron el proceso para decidir si tiene lugar el antejuicio de mérito contra el presidente Maduro, solicitado por la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, también en el exilio. Ya son ocho las sentencias que se cuentan en los primeros meses de un periodo judicial que se extenderá por 12 años.

Elenis no tuvo tiempo para celebrar. No hizo falta la detención de Zerpa para que decidiera resguardarse de una persecución que, aún sin señales oficiales, ya había comenzado. Por instantes pensaba que el gobierno respetaría la decisión de los venezolanos que se habían manifestado el 16 de julio. También, que el descontento popular apostado en las calles desde abril le haría difícil arremeter contra el nuevo tribunal. Pero sus deseos se hicieron peregrinos al lado de las advertencias constantes de amigos y familiares.

Su nombre no era desconocido para el gobierno. Ella, quien dice que las injusticias del chavismo la volvieron penalista, no ha dejado de denunciarlas. En los últimos años había sido querellante, entre muchos otros procesos judiciales, en la causa que investigaba la muerte del joven Bassil Da Costa, y codefensora de los líderes opositores Leopoldo López y Antonio Ledezma. La sensatez la obligaba a permanecer alerta.

Ese mismo viernes por la tarde, luego de su juramentación, entró a su casa por última vez, buscó ropa, se despidió de su sobrino y su cuñada, en menos tiempo del que hubiera querido. La clandestinidad le pareció la única manera de resguardar su libertad. El apartamento de su amiga Hortensia serviría como refugio. Era la madre de un joven a quien Elenis había defendido años atrás, luego de haber sido detenido en una protesta antigubernamental. Con ella y su familia estuvo toda una semana. Su trabajo como defensora de derechos humanos le ha dado siempre ese tipo de regalos.

Siete días después de abandonar su casa, sonó de manera inesperada el teléfono en aquel apartamento. Nadie reconocía la voz y la voz no tenía intención de identificarse. Elenis cree que se trataba de un policía. Policía o no, intentaban alertarla. El hombre al otro lado del teléfono le contó que luego del 30 de julio, día en que se escogerían los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente, el gobierno concretaría su amenaza. Esta vez sí irían por todos y ella ya había sido ubicada.

Elenis tampoco tuvo tiempo para sentir miedo. Tenía que dejar el apartamento de su amiga cuanto antes. Pero no estaba sola. En su continua huida contó con amigos que la ayudaron a ganar el juego perverso de la persecución.

De aquel edificio salió el 29 de julio sin saber el rumbo que perseguía. El traslado había sido planificado con demasiada cautela por varios de sus amigos, como la defensora de derechos humanos Tamara Suju, e Yvette Lugo, presidenta del Colegio de Abogados de Caracas. Su nuevo refugio sería la residencia del embajador chileno en Caracas.

A partir de ese momento su ubicación dejó de ser un secreto. Apenas unas horas más tarde de su llegada a la residencia, el canciller chileno Heraldo Muñoz escribía, a través de su cuenta de Twitter, que “la magistrada Elenis Rodríguez había ingresado a la embajada en Caracas y estaba bajo la protección de Chile”.

 

En la embajada duró poco más de dos meses. Desde la llegada de Elenis, la sede diplomática recibió a cuatro magistrados más: Luis Marcano, José Fernando Núñez, Beatriz Ruiz y Zuleima González. Chile, como muchos otros países de la región y diversos organismos internacionales, reconocía el nombramiento hecho por la Asamblea Nacional y estaba dispuesto a proteger a cualquiera de los abogados juramentados ese 21 de julio.

La promesa de protección no tardó mucho tiempo en concretarse. El 22 de agosto el gobierno chileno otorgó asilo diplomático a los cinco magistrados. Elenis pensó que ya no insistirían en detenerlos. Solo hacía falta el salvoconducto de Miraflores para poder volar desde Caracas hasta Santiago.

Pero no llegó.

Esperaron más de un mes algún gesto diplomático del gobierno venezolano. El embajador, quien manejaba información oficial, no les daba esperanza de que el permiso arribara pronto. “Es mejor que se acostumbren a vivir aquí unos tres o cuatro años”, recuerda Elenis que les comentó en una oportunidad.

Decidieron escapar, o liberarse, como prefiere llamarlo. Ella, quien escuchó por mucho tiempo en los juzgados la palabra escapar para hablar de delincuentes, no se siente cómoda con el término. Estaba convencida de que no eran ellos quienes violaban la ley.

El plan era simple. Tan simple que parecía jugar, sin demasiada prudencia, con la suerte de los magistrados. Atravesarían en dos carros casi mil kilómetros de carretera, en un país con tantas alcabalas —controles del Ejército— como una nación en guerra. La idea era llegar a San Antonio del Táchira, desde donde cruzarían a Colombia, para desde allí poder volar hasta Santiago de Chile.

—Sabíamos el riesgo que corríamos, pero era eso o nuestra libertad.

A las 5:00 de la mañana del 9 de octubre decidieron salir de la embajada. Se montaron en dos camionetas y emprendieron camino hacia la frontera. Pasaron por tantas alcabalas como lo imaginaron, pero solo en una los detuvieron. Fingieron estar dormidos para que no insistieran en pedirles sus documentos. De nuevo el plan parecía simple, pero funcionaba. En cada encuentro con guardias en el camino, los choferes avisaban y ellos fingían tener la tranquilidad necesaria de quien duerme en carretera.

Elenis rezó todo el camino, no dejó de encomendar su vida y la de sus compañeros a Dios y a la Virgen del Valle.

Entre sus oraciones, llegando a La Fría, un pequeño pueblo al norte del estado Táchira, la velocidad y los nervios de quien escapa les hicieron colisionar con un camión. Pero solo fue un susto. Y un retraso impensado en el viaje.

Cambiaron de carro y como si una fuerza sobrenatural torpedeara la huida, uno de los neumáticos del nuevo vehículo estalló. Elenis pensó que eran señales por haber decidido dejar la embajada. Aun así, continuaron. El caucho volvió a estallar, pero esta vez no había otro de repuesto, ni paciencia necesaria para buscarlo. Siguieron el camino y, sobre un rin desprotegido y golpeado por el asfalto, llegaron a la 1:00 de la mañana a San Antonio del Táchira.

Solo quedaba esperar unas horas para poder pasar el puente internacional Simón Bolívar. El nuevo símbolo de la diáspora venezolana sería la última prueba de su liberación.

 

Era la mañana del 10 de octubre y llegaba la hora de pasar a Colombia. Los últimos metros del escape parecían los más difíciles. Caminar por un puente lleno de guardias nacionales hacía ver de nuevo el plan como una operación suicida. Pero no había mayores opciones. Salir del país en un peñero hacia Aruba o Curazao, como lo habían hecho algunos de los otros magistrados o la fiscal Luisa Ortega Díaz, les resultaba más peligroso.

Empezaron a pasar, uno por uno. Elenis fue la última. Caminó los más de 300 metros del puente con una biblia en su mano derecha, una franela púrpura con la estampa del Nazareno y un rosario en su cuello. La fe siempre la llenó de fortaleza y en esos últimos metros parecía ser lo único que echaba a andar sus pies. Iba con una de las personas que habían organizado el plan. No sabía con claridad cuál era la garantía de su libertad en ese largo puente. Un “bienvenida a Colombia”, de un funcionario de la policía colombiana, la hizo caer en cuenta.

—¿Soy libre? —pregunté.

—Eres libre, Elenis —me respondió el caballero que me acompañaba. Yo solo empecé a llorar.

 

Elenis se levanta temprano, aunque se acueste a dormir tarde, confundida por las noches claras del verano santiaguino. Un apartamento en Providencia, una zona de clase media en la capital chilena, le sirve como residencia. Allí todas las mañanas, la ahora segunda vicepresidenta del TSJ en el exterior, prende el televisor y ve las noticias.

Elige canales internacionales, donde encuentra con frecuencia información sobre Venezuela. Aunque en su ventana ya no esté Caracas, estos cinco meses de exilio no la han desconectado del sube y baja de emociones que se le ha vuelto el país.

Ocasionalmente su apartamento, o el de sus colegas, se convierten en lugar de sesión del tribunal. Por Skype logran comunicarse con los demás magistrados en Ciudad de Panamá, Bogotá y Miami. Así tratan temas de importancia y deciden como Tribunal Supremo. Entre esas jornadas ya han emitido esas ocho sentencias que, más temprano que tarde, Elenis piensa que van a acatarse.

Estar alejada de su familia y sentir que no está haciendo lo que pudiera hacer por su país, si aún viviera en Venezuela, hace que se impaciente con frecuencia, al punto de pensar en regresar.

—Cuando decaigo leo los mensajes de apoyo que nunca dejan de llegarme. Muchas veces me envían mensajes de mis defendidos, unos en libertad y otros aún en prisión. Me cuentan que les hacen falta mis visitas y que, desde donde esté, siga alzando la voz por ellos. Eso me llena de fuerza para seguir adelante y aceptar esta difícil prueba.

Con frecuencia, instituciones chilenas y organizaciones de migrantes venezolanos les extienden la invitación para que cuenten su historia. Estos últimos se han vuelto una red de apoyo para los magistrados y ellos les retribuyen con lo que pueden. Las entrevistas a medios chilenos e internacionales tampoco han escaseado. La agenda no está en blanco, pero tiene mucho más tiempo para ella que en su vida como defensora de derechos humanos en Caracas.

Es abogada y no tiene interés en dejar de serlo. Está leyendo la constitución chilena. Siente que le sirve para adentrarse en la naturaleza de su país de acogida. Para seguir aprendiendo de Chile, también tiene un libro en espera sobre su historia, que le regaló el rector de la Universidad San Sebastián de Puerto Montt.

Por ahora se mantiene con la ayuda de familiares y amigos. Sus cuentas bancarias en Venezuela fueron congeladas tras la orden presidencial del 23 de julio. Con el retorno de las clases a las universidades chilenas, espera poder retomar la docencia, como lo hizo por tantos años en Caracas, en la Universidad Santa María. Cree que así podrá tener mayor independencia y logrará incorporarse más rápido a la rutina de la sociedad santiaguina, aunque en el fondo desea que no sea por demasiado tiempo. Si bien comenzó en el exilio su periodo como magistrada, espera poder ejercer la mayor parte de esos 12 años en el Palacio de Justicia de la avenida Baralt, en el oeste caraqueño.

Manuel Roa

Periodista y politólogo. Residenciado en Santiago de Chile. Busco estar lejos del poder para poner el poder al servicio de la gente.
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