Fatigada de lo dura que se había vuelto la vida cotidiana, Gabriela, una joven arquitecta venezolana, migró con su esposo y sus dos hijos a la cuna de sus abuelos: Colombia. Estando allá, lo que comenzó como una inquietud para ocupar su tiempo libre, se convirtió en un ambicioso plan para llevar la lectura a miles de niños.
Fotografías: Fundación Carulla / Magictown
Gabriela aún recuerda a Zuleima, aquella huérfana que, con 15 días de nacida, llegó a Hogar Bambi, donde ella se dedicaba a buscar donaciones para sostener esa casa que entonces atendía a 100 niños en El Algodonal, al extremo oeste de Caracas.
Era el año 2006. Gabriela, una arquitecta de la Universidad Central de Venezuela que no ejercía su carrera, había encontrado una actividad más significativa, después de desgastarse trabajando en la organización de eventos corporativos. Y aunque estaba fuera de sus funciones, pasaba todos los días, al menos por unos minutos, a mimar a la recién nacida.
A Zuleima la abandonaron en Los Magallanes de Catia. Su madre era una adolescente de 13 años. Una adolescente que, junto con su hermana, era víctima de abuso. El Coco de su historia era el padrastro, quien terminó asesinando a su hermana y provocando la huida de una jovencita embarazada y traumatizada que optó por dejar a la criatura en el hospital y seguir su camino.
—Es impresionante cómo reacciona. Ella empieza a moverse justo cuando estás llegando. Ella te siente, sabe que vienes —le decía a Gabriela una de las cuidadoras.
Así se apegó a Zuleima, a quien cargaba, mecía, abrazaba. A la bebé le tranquilizaba el latido de su corazón. Los otros niños, más grandes, reaccionaban eufóricos a la llegada de Federica, otra voluntaria que iba a visitarlos religiosamente. Gabriela notaba que, cuando los visitaban de manera constante, les mejoraba el semblante, les brillaban los ojos. En contraste, advertía que el Día del Niño o de Navidad no eran fechas felices porque llegara un anónimo cargamento de juguetes. Nada cambiaba si nadie iba a entregar los regalos.
A Zuleima la adoptaron al poco tiempo y Gabriela siguió trabajando en Hogar Bambi, pero no por mucho. Y años después se hizo madre.
A David, su hijo mayor, comenzó a leerle desde los 8 meses. Lo que comenzó como el deseo de replicar con sus hijos una sana costumbre que coloreó su infancia, se volvió una obsesión que la convirtió en clienta habitual de la librería Sopa de Letras, de Los Secaderos de La Trinidad. Tenía que ponerse freno para no descuadrar el presupuesto familiar. Compraba historias para sus hijos, pero también para ella. “¿Por qué tanta locura?”, se preguntaba.
—Hay mujeres que van de shopping y compran ropa compulsivamente. Mi compra compulsiva es de cuentos infantiles —solía justificarse.
A medida que crecía su biblioteca, la situación en Venezuela empeoraba hasta que, como muchos otros, se cansó del deterioro constante de cada aspecto de la vida diaria. Cuando ella y su esposo decidieron irse del país, en mayo de 2014, intensas manifestaciones antigubernamentales sacudían las calles. Renovar su pasaporte, una diligencia que debía ser rutinaria, le tomó medio año. Y antes, a un viejo y querido amigo lo habían matado para robarle su vehículo.
Con David en brazos y Daniel de 32 semanas en el vientre, se subió a un avión rumbo a la tierra de sus abuelos maternos. Su abuela Estela, de Boyacá, se mudó a Venezuela en lo que se conoce en Colombia como “El período de la violencia”. Hizo maletas en 1950, dos años después del asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán, suceso que marcó la historia de ese país, y llegó a una Venezuela que estaba bajo el dominio del dictador Marcos Pérez Jiménez. Sin embargo, la situación era mejor. Esta es mi casa, diría. Y lo fue.
Más de 60 años después, Gabriela se movía en dirección contraria.
Una vez establecida en Bogotá, comenzó a ocupar la mente en otros asuntos. Aquella dinámica caraqueña que la obligaba a ocupar una gran cantidad de tiempo en cubrir necesidades básicas había quedado atrás.
Un día, les preguntó a las maestras del kínder al que asistía David si ella podía ir los viernes a leerle cuentos a él y sus compañeros. Le dijeron que sí. Lo contó en el chat de Whatsapp de representantes y, al poco tiempo, generó un movimiento. Otros padres, contagiados por su filosofía, se convirtieron en entusiastas lectores en voz alta y coparon todas las jornadas.
Su turno para leer llegaría cada tres meses, pero Gabriela necesitaba hacerlo siempre. Se nutría del ritual en el que ella, sentada y rodeada por sus pequeños espectadores, narraba y se metía en personajes de fábula. Era rana o princesa o dinosaurio, mientras ellos la veían, indagaban ávidos de detalles, gritaban emocionados, se impresionaban, reían, se lamentaban y, a veces, hasta querían invertir roles y echar el cuento ellos mismos.
El kínder de David se llama AeioTÚ y es uno de 30 colegios de la Fundación Carulla, dedicada a la atención de la primera infancia en Colombia. Seis de ellos están en Bogotá, y uno funciona en Soacha, municipio aledaño a la ciudad y ubicado al sur. Muy al sur.
Cuando Gabriela consultó si podía ir a otro kínder a leerles a los alumnos, le hablaron del que está ubicado en Soacha, una barriada remota con altos niveles de criminalidad y pobreza. Pero, además de eso, es también el lugar que recibe más desplazados por la violencia en un país que registra, en acumulado, el índice de desplazamientos más alto del mundo.
Esto, en lugar de espantarla, la atrajo.
Gabriela quiso visitar el barrio en su propio vehículo, pero le advirtieron que no lo hiciera. De modo que se trasladó, con su repertorio de cuentos infantiles, en un transporte de la fundación. No la ponía nerviosa el hecho de ir a un lugar peligroso. Más la inquietaba su encuentro con los niños. “¿Funcionará? ¿Les gustará? ¿Me escucharán?”, pensaba durante el recorrido, a medida que se adentraba entre aquellas callejuelas inhóspitas y angostas que la llevarían a Cazucá, un sector de Soacha sumido en la polvareda que levanta el paso de camiones hacia su cementera. Detrás podía ver la montaña donde le habían dicho que solía ocultarse la guerrilla.
Cuando llegó a la calle ciega donde está el jardín de infancia y una escuela de Fe y Alegría, Gabriela sintió que había llegado al lugar de la esperanza. Aunque la maestra, Magnolia, le dijo algo que no se esperaba.
—Es que a este salón solo le gustan los cuentos de monstruos.
Ella no pensó su respuesta.
—Pues está fregada la cosa porque yo no tengo cuentos de monstruos. Tendrán que acostumbrarse a los míos.
Osada, escogió el aula más complicada. Un aula de Zuleimas desatendidas. Niños de 4 y 5 años de edad, desordenados y desobedientes, con poquísima capacidad de atención y preocupantes conductas agresivas. Niños que pertenecen a familias disfuncionales, quizá huérfanos o criados por otros miembros de sus familias, o hijos de madres solteras y viudas, muchas de ellas amenazadas, que huyeron para salvar su pellejo. Niños que han visto en directo situaciones dramáticas que muchos adultos apenas han mirado recreadas en una pantalla de cine o televisión.
La primera vez no pudo terminar un solo cuento. Fue casi imposible sentarlos a su alrededor.
Tras ese fallido acercamiento, Gabriela se enfrentó con otro obstáculo: no había presupuesto para pagar su traslado semanal al kínder de Soacha. Pero la constancia, insistía, es la clave. Para conseguir el dinero se inventó algo que llamó Tertulia Literaria en el colegio al que asistía su hijo y los hijos de familias pudientes, que consistía en un encuentro temático alrededor de la lectura, con cierto halo de magia, juegos y dinámicas para adultos y niños.
Gabriela hizo 200 origamis para colgarlos de los árboles y crear un túnel colorido que sirvió de antesala a su tertulia. En otra ocasión les pidió a los niños que pintaran una de las historias leídas para que sus obras garabateadas fueran montadas en caballetes dispuestos de tal forma que formaran un pasillo de entrada. También, contactó a María del Sol Peralta, hija de la escritora de cuentos infantiles Irene Vasco y nieta de Sylvia Moskovitz, cantante y animadora que tuvo el primer programa infantil de la televisión colombiana. María del Sol asistió, cantó y protagonizó otra velada literalmente fantástica.
Con el dinero que cobraba a los padres por sus entradas a la tertulia logró pagar sus traslados al colegio de Soacha. No conforme con eso, fue tocando puertas, hablando por aquí y por allá, hasta lograr que el Estado colombiano donara al colegio de Soacha una biblioteca que ahora brilla desde las estanterías, al alcance de la mano de cualquiera de esos niños.
Así, pudo ir siempre e ir viendo los efectos de su experimento. Magnolia, quien primero se mostraba escéptica y recelosa, comenzó a creer en su método. Dejó de pensar que Gabriela podía ser una amenaza y entendió que, en su lugar, había venido a hacerle compañía. Y los niños, que al principio no le permitían terminar un solo cuento, ahora se mantenían concentrados durante tres historias, interactuaban en torno a una moraleja o discutían sobre el amor, la familia, la muerte.
—¡Oye, ese ya lo leíste! —le reclamaron una vez que, por error, llevó uno repetido.
Todos mejoraron su conducta drásticamente. Se habían vuelto comunicativos y manejaban un vocabulario más rico. Usaban los personajes como referentes para sus estados de ánimo. Ya no les bastaba con que les leyeran Conejo y sombrero una vez. Querían escucharlo de nuevo y hasta algunos se atrevían a contar sus propias versiones. Querían saber otra vez de Rosaura en bicicleta. Rogaban que volviera El Rey Mocho y Un lobo así de grande.
La puerta hacia un mundo mágico, con herramientas para afrontar el mundo real, acababa de abrirse.
El cierre de esa primera etapa de lecturas, que constituyó el plan piloto para un proyecto más ambicioso, fue monumental.
En Colombia, los sectores se dividen socialmente por estratos: el 1 es el más pobre y, el 6, el más acomodado. Ella organizó un encuentro de los niños del AeioTÚ de El Nogal, de estratos 4, 5 ó 6, con los pequeños del AeioTÚ de Soacha, de estratos 1 y 2. Los llevó a todos juntos a la biblioteca Virgilio Barco, contrató al cantante Nelson Rincón e hizo que unos primos suyos confeccionaran bolsos a partir de retazos de tela para que los alumnos intercambiaran regalos. Y ambos grupos compartieron un momento importante de sus vidas: la primera visita a una gran biblioteca.
Para Gabriela, los niños no necesitan una nave espacial sino un tripulante que los acompañe en el viaje. No necesitan un Nunca Jamás sino una Campanita que los guíe en sus aventuras. No les importa tanto el objeto-libro sino contar con alguien que los lleve de la mano al momento de atravesar el umbral hacia la ficción.
En los cuentos infantiles, Gabriela Costa encontró una manera de abrazar a la vez a todos, como lo hacía con Zuleima, aquella bebé abandonada que hoy debe ser una adolescente. A su proyecto lo llama Kirope. La meta, primero, es llegar a todos los AeioTÚ de Bogotá. A mediano plazo, quisiera abarcar los 30 de toda Colombia. Y a largo plazo, sueña con llegar a colegios públicos.
Muchos usan a la ligera aquellos versos del poeta Andrés Eloy Blanco: Cuando se tiene un hijo, se tienen todos los hijos de la tierra. Para Gabriela, aquella obsesiva compradora de libros de cuentos infantiles, no se tratan de palabras inermes, sino de retazos de vida. Ella sabe que un libro y una compañía pueden cambiar el color de las cosas. Entusiasmada con ese hallazgo, decidió compartir ese secreto con todos los hijos que le depare el camino.