Stefano Latouche nació con atrofia muscular espinal (AME) —una patología rara de origen genético que daña las neuronas motoras y causa la muerte—, por lo que su pronóstico de vida era de dos años. Para cuidarlo, sus padres acondicionaron en casa una habitación como si fuera una unidad de cuidados intensivos, y se dedicaron a buscar la Spinraza, un medicamento nuevo, escaso y de alto costo que podía alargar su vida.
Fotografías: Álbum Familiar
La primera vez que Karla Castillo y Leandro Latouche escucharon hablar del medicamento Spinraza fue en la voz de un extraño que los llamó por teléfono.
—Usted no me conoce, pero estoy casi seguro de que su hijo tiene Atrofia Muscular Espinal, como mi Ismaelito. Los médicos le van a decir que se lo lleve a su casa, que le dé calidad de vida y que no va a vivir más de dos años. No les haga caso. Tenga fe. Están por aprobar la Spinraza, un medicamento que detiene la enfermedad. Nosotros estamos pasando por lo mismo.
Esa persona los llamaba desde Maracaibo porque a través de las redes sociales se había enterado de que estaban buscando ayuda para Stefano, el pequeño hijo de Karla y Leandro. El nacimiento de Stefano había traído mucha alegría a la familia Latouche Castillo. Sobre todo al pequeño Luis Carlos, de 6 años, quien le había pedido mucho a Dios que le mandara un hermanito para jugar.
Desde el principio, Karla sintió que algo no marchaba bien. Cuando intentó amamantar a Stefano, se dio cuenta de que el bebé no succionaba con fuerza, cosa que por instinto hacen los recién nacidos cuando sienten el pecho de la madre en sus bocas. “No tiene buen agarre”, le comentaron los médicos, sin darle mayor importancia, quizá porque el bebé, aunque con dificultad, lograba alimentarse.
A los 5 meses, Stefano no sostenía su cabeza y le empezaron a salir unas várices —como pequeñas arañitas que iban desde las ingles hasta las rodillas—, por lo que lo llevaron con una doctora. Cuando intentó sentarlo en la camilla, el bebé no se sostuvo y se fue hacia adelante.
—A este niño tiene que verlo urgente un neurólogo —dijo.
Le hicieron exámenes y más exámenes, pero no dieron con un diagnóstico.
Stefano tenía 10 meses cuando tuvieron que llevarlo de emergencia a una clínica en Valencia porque le costaba respirar: tenía mucha flema en sus pulmones. Lo hospitalizaron. Luego de tres días parecía haber mejorado, pero antes de darlo de alta, le ordenaron unos rayos X de tórax.
—Volvió la flema. El bebé tiene un pulmón colapsado y la mitad del otro también está muy mal. Hay que llevarlo a la unidad de terapia intensiva. Debemos hacerle una traqueostomía para ponerle un ventilador y ayudarlo a respirar. Es la única manera de que sobreviva —les dijo la doctora.
Los padres ya sospechaban cuál podía ser el origen de que el bebé estuviera así. Unos 15 días antes habían acudido a la consulta en Caracas del doctor Orlando Arcia, un conocido genetista, quien examinó a Stefano.
—Tiene todas las características de una atrofia muscular espinal, pero para estar seguros, hay que practicarle una prueba genética, que ya no se hace en Venezuela: hay que tomarle una biopsia muscular —les dijo.
La atrofia muscular espinal (AME) es una patología rara de origen genético que daña las neuronas motoras, que son esenciales para el control del movimiento y la fuerza muscular: a medida que estas neuronas mueren, los músculos comienzan a debilitarse y a atrofiarse. El daño muscular empeora con el tiempo y puede afectar la respiración, pues la enfermedad compromete los músculos respiratorios y causa pérdida de fuerza en el diafragma.
Si el paciente no recibe tratamiento, la enfermedad es mortal.
Mientras estaba hospitalizado, le extrajeron a Stefano una muestra del tejido muscular del hombro, como había dicho el genetista. El padre la llevó a un laboratorio de la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, donde procesaron la biopsia. Luego de 15 días, en un pasillo del hospital, una doctora intensivista les leyó el resultado:
—Esta es la lotería que ningún papá se quiere sacar. Lamento mucho darles esta noticia, pero es muy posible que lo que tenga el niño sea una atrofia muscular espinal, tipo I, la más agresiva. La bibliografía dice que estos pacientes no superan los dos años de edad.
Leandro se desplomó, pero Karla se mantuvo serena. Ya se lo esperaba. Era el diagnóstico que les había adelantado el genetista Arcia. Recordó además las palabras de la persona que los llamó desde Maracaibo y le comentó a la doctora sobre el nuevo tratamiento con Spinraza. “Tengo que averiguar, que documentarme. No sé nada”, respondió la especialista.
Era 2016 y en la Venezuela de ese entonces no había suficiente información sobre esta enfermedad neuromuscular que no tiene cura. No llegaban a cinco los casos en todo el país. Algunos ni siquiera estaban diagnosticados.
La doctora dijo que Stefano podía regresar a casa con la condición de que contaran con “una habitación tipo UCI”, así como con un equipo de enfermeras para cuidar al bebé. Además, los padres debían estar capacitados para responder ante cualquier emergencia.
Karla y Leandro se organizaron para poder darle a su hijo todos esos cuidados. Ella comenzó una campaña de recolección de fondos a través de GofundMe y reforzó la que ya llevaba por Instagram; mientras que él se encargó de ubicar los mejores precios en equipos médicos para poder habilitar un cuarto con las características que había especificado la doctora.
Y se dedicaron a conseguir toda la información que pudieran sobre la Spinraza. Le contaban a la doctora lo que iban consiguiendo en Internet y ella también les comentaba lo que investigaba por su cuenta.
La mayoría de los tipos de AME son causados por cambios en el gen de supervivencia de las neuronas motoras. Este gen produce una proteína que las neuronas motoras necesitan para funcionar. Cuando falta parte de ese gen, o cuando es anormal, la proteína que requieren las neuronas motoras es insuficiente. Por eso van muriendo. La Spinraza es un novedoso tratamiento que puede estimular a la producción de la proteína faltante. En consecuencia, la fuerza muscular mejora.
Eso era exactamente lo que necesitaban para Stefano. Pero el medicamento —aunque ya había sido aprobado por la Administración de Medicamentos y Alimentos del Gobierno de los Estados Unidos (FDA) y su homóloga en Europa— era escaso y muy costoso: cada inyección tenía un valor de 125 mil dólares. Y requería al menos seis anuales por el resto de su vida.
Ese tratamiento no iba a llegar a Venezuela, un país que ya estaba sumido en una severa crisis económica. En el Ministerio de Salud ni siquiera había otro niño diagnosticado con AME. Aunque se conocían otros casos, Stefano era el único que tenían registrado.
Los gastos mensuales de la familia Latouche Castillo rondaban los 1 mil dólares. A los costos de medicinas, pañales, comida, leche, se sumaban los honorarios de un equipo de 15 enfermeras que se turnaban para cuidar a Stefano todo el día todos los días. Conforme se fue agudizando la crisis en el país, algunas de las enfermeras dejaron de ir: unas porque no había transporte público que las llevara a la casa; otras porque migraron.
La familia podía costear los gastos gracias al trabajo de Leandro como diseñador y a las numerosas donaciones que recibían en las campañas de recaudación de fondos que habían organizado. Pero poco a poco esas ayudas comenzaron a decaer al punto de que se quedaron sin recursos para pagarles a las enfermeras: llegó un momento en que Karla y Leandro se hicieron cargo de los cuidados de Stefano. Y no les costó mucho trabajo: durante esos años habían aprendido mucho. Lo hacían con amor.
En la búsqueda de la Spinraza, Leandro abordó un avión rumbo Italia porque supo que en el hospital pediátrico Bambino Gesú de Roma estaban suministrándole Spinraza a los pacientes con AME. Pensó que reuniéndose personalmente con la directiva del hospital sería más fácil conseguir ayuda, pero en segundos acabaron con sus ilusiones:
—No vale la pena ponerle el tratamiento al niño, porque ya tiene más de 3 años. Sin embargo, podemos enviar el medicamento a Venezuela, si ustedes lo pagan.
Pero ellos no tenían forma de comprarlo.
Se sentían atrapados, sin salida. En Venezuela, además, cada día era más difícil de sobrellevar. Los constantes apagones eléctricos complicaban más las cosas. Cada vez que ocurría uno, tenían que darle respiración manual a Stefano. Una noche la maniobra no funcionaba. Karla y Leandro pensaron lo peor, pero después de mucho intentarlo durante varios minutos —que parecieron horas— el bebé reaccionó.
Luis Carlos, viendo el trajinar de sus padres, siempre preguntaba:
—¿Por qué Dios me mandó un hermanito enfermo, si yo lo pedí para jugar?
Ellos no sabían qué responderle. No sabían, tampoco, cómo explicarle que era probable que, en algún momento, su hermanito ya no estuviera.
La familia volvió a llenarse de esperanzas cuando la Fundación Simón Bolívar, que era financiada por la corporación petrolera Citgo, se ofreció a pagar el tratamiento en Brasil, donde también estaba disponible. La familia debía viajar con Stefano. Ya tenían ubicado un apartamento cerca del hospital, donde lo atendería un equipo multidisciplinario de médicos.
Pero pocos días antes de comprar los boletos de avión, recibieron la noticia de que Citgo se había quedado sin recursos, luego de un episodio de corrupción que dejó tras las rejas a seis de sus ejecutivos.
Los Latouche Castillo, sin avizorar alguna solución, pensaron en emigrar a Estados Unidos. No tenían el dinero para la Spinraza, ni sabían cómo conseguirlo, pero pensaron que yéndose estarían más cerca de encontrar una salida: a Venezuela no iba a llegar el tratamiento y allí sí estaba disponible. Tramitaron las visas, reunieron el dinero para comprar los pasajes y el 1ro de diciembre de 2019 tomaron un avión rumbo a Miami.
Unas semanas después, Stefano fue evaluado por médicos especialistas. En enero de 2020 lo llevaron a una consulta con un neurólogo que, después de examinarlo, les dio una buena noticia:
—Puedo ayudarlos a conseguir la Spinraza de manera gratuita a través de un programa social del mismo laboratorio que la fabrica.
Por primera vez los padres salieron de un consultorio médico con esperanzas.
A los días, médicos del laboratorio evaluaron a Stefano y decidieron que sí, que iba a recibir el tratamiento. La familia solo tendría que pagar por la aplicación, pero no por las costosas dosis.
El 13 de marzo de 2020, el mismo día que decretaron la cuarentena por la pandemia producto de la covid-19 en Estados Unidos, Stefano recibió la primera inyección de Spinraza. Sus padres estaban eufóricos, habían logrado lo que parecía imposible. Por fin terminaba la búsqueda que comenzaron cuatro años antes cuando por primera vez oyeron de ese medicamento.
Stefano no ha podido hacer fisioterapia debido a las limitaciones de la pandemia, pero ahora tiene más fuerza en sus manos y sobre todo en las piernas. Su saturación de oxígeno también ha mejorado. Ya mudó su primer diente. Le encanta jugar con su hermano Luis Carlos en la cama. Stefano le aprieta un dedo para hacerle saber que le entiende. Ya dice papá.
Y pronto cumplirá 6 años.
Esta historia fue desarrollada en el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.