La protagonista de esta historia se graduó de economista, pero en Tucupita, donde vivía, nunca logró conseguir un empleo formal en su área profesional. Preocupada porque no tenía cómo mantener a su hijo, un día de 2018 decidió ser maestra.
ILUSTRACIONES: CELINA GUERRA
Apenas despuntaba el sol, Luisa Gallardo salía a caminar para llegar a la escuela en la que daba clases. En el camino, cruzaba con cuidado un viejo puente de metal a punto de desprenderse, desde el cual podía mirar los drenajes de la ciudad. No es que Luisa no hubiera podido tomar otra ruta más segura; en realidad, usaba el puente porque así podía ahorrarse unos cinco minutos de caminata —el colegio estaba a 30 minutos del centro de Tucupita, estado Delta Amacuro— y de ahorrar también algo de dinero, porque con lo que ganaba no podía pagar el pasaje en transporte público.
Llegaba sudada. En su salón siempre hacía mucho calor. Era un aula oscura al final de un bloque. Era como si ella y sus alumnos estuvieran en la mismísima selva. Comenzaba la jornada: primero daba clases a los niños, desde las 7:00 de la mañana hasta las 12:00 del mediodía. Después, tres días a la semana, sin que siquiera le diera tiempo de almorzar, era ella quien debía recibir clases. Hasta las 3:00 de la tarde. Si no estudiaba —un postgrado en educación inicial, que después cambió a educación integral— podían despedirla de su trabajo.
En realidad, Luisa no era docente de formación. Ella se graduó en 2014 de economista en la Universidad Nacional Experimental de la Fuerzas Armadas (Unefa), núcleo Delta Amacuro. Pero nunca consiguió empleo en su área. Solo pudo trabajar en tiendas de comercio asiático en el centro de Tucupita. Por eso, en junio de 2018, en medio de los problemas por desabastecimiento de comida, desesperada por hallar un empleo que le permitiera mantener a su hijo de un año, acudió a la Zona Educativa del estado Delta Amacuro, consignó sus documentos y la aceptaron.
Que pudiera conseguir empleo en esas condiciones fue suerte. Muchas personas que conocía también fueron a esa instancia y no lograron un contrato. Ahora sería la maestra de preescolar de niños de 3 y 4 años en un colegio ubicado a 30 minutos del centro de Tucupita. Luisa aceptó, pese a que sabía que le quedaba un poco lejos de su casa. Aunque no tenía conocimientos sobre docencia, decidió que valía la pena probar, sobre todo porque tendría una entrada fija de dinero.
Fue ese mismo mes de junio de 2018, cuando la dirección del plantel les presentó a los docentes una oferta de carrera universitaria que, en teoría, era muy factible y beneficiaba a todos: les proponían especializarse en educación inicial, educación integral o educación especial.
—Aquí tienen la oportunidad de estudiar, de formarse como profesional de la docencia, se estudiará solamente tres veces a la semana y sin salir de la escuela —escucharon todos que dijo la directora.
Lo que siguió después aún retumba en la memoria de Luisa.
—Todos tienen que estudiar sí o sí. Los que no quieran estudiar serán puestos a la orden de la Zona Educativa de Delta Amacuro, o deben buscarse otra ubicación, pero aquí no pueden estar.
El aula quedó en silencio por unos segundos, las miradas se cruzaron, las muecas estaban en cualquier rincón, mientras la cara de la directora cambiaba de color, quizá avergonzada por lo que había dicho. Ante la mirada de los docentes, suspiró. Hizo una pausa, tomó aire, respiró profundo y ratificó, usando como coletilla y justificación, que era “una orden de arriba”.
Aquel día, una garúa impidió la salida de los docentes después de la 1:00 de la tarde. Mientras conversaban sobre asuntos cotidianos, la exigencia de la directora no fue ignorada. Lo que más los había incomodado era la obligación de estudiar:
—Yo sí voy a estudiar, pero no porque la directora o la Zona lo exija, sino porque uno tiene que prepararse —dijo Carolina Hernández, una maestra nueva que, al igual que Luisa, tenía poco tiempo laborando en el plantel. Se había graduado en ingeniería en gas de la Unefa y también había aplicado a un empleo como docente.
Los días de clases eran los lunes, miércoles y viernes.
Luisa pensaba, al igual que los otros docentes, que estudiar ayudaría a obtener mejoras salariales, algo que era necesario por su situación familiar. Lo primero que les enseñaron fue los fundamentos de la carrera. Quienes se habían inscrito por educación inicial, como Luisa, veían las mismas clases de quienes ingresaron por educación integral o educación especial. Después la enseñanza se hizo más política, con temas que hablaban de la revolución bolivariana, de la necesidad de profundizar y comprometerse con el proceso revolucionario. También hablaban del socialismo, de sus fundamentos y de cómo “ser leales a la revolución”. Incluso, en algunos momentos, llegaron a ver videos de viejas intervenciones del fallecido Hugo Chávez, que luego analizaban como una actividad académica.
Eso ocurrió en aquel período vacacional de los estudiantes.
Cuando comenzó el período de clases, empezaron una nueva rutina, impartiendo clases y estudiando ellos mismos. Con el paso del tiempo, Luisa empezó a encariñarse con los niños, se acostumbró a su presencia y a las actividades pedagógicas. Aprendió a hacer manualidades con cartón, foami, hojas y otros materiales reciclados. Sin darse cuenta, se fue enamorando de su nueva profesión.
Pero claro, comenzó a sentirse cansada. Luisa caminaba todas las mañanas y así mismo se regresaba todas las tardes, a veces sin comer.
Durante varias semanas no pasó nada extraordinario hasta que un nuevo pedido sacudió a Luisa y a los demás docentes. Desde la dirección ahora solicitaban que se llevara uniforme. El problema era que el costo de la indumentaria era de 12 dólares, que ella no podía destinar para cumplir con esa exigencia.
Porque a Luisa ni siquiera le alcanzaba la quincena para la comida. Apenas le servía para comprar 2 o 3 kilos de proteína, que le duraban una semana. A raíz de la nueva solicitud de la dirección, los docentes empezaron a dejar de asistir a las clases. La opinión generalizada era que, si pedían uniformes, estudiar y trabajar ya era demasiado costoso. A las pocas semanas, el colegio convocó a una asamblea. “Asistencia obligatoria”, decía un cartel que pegaron en la puerta de la escuela.
En ese encuentro, la directora expuso que el punto único a tratar era la deserción de los docentes y la resistencia de ir a “los encuentros de formación”. Con una voz altisonante, y muy seria, acusó a un grupo de docentes de “alborotar la gallera” contra las “políticas formativas”.
—Señores, se les recuerda la importancia de la formación. Recuerden que es obligatorio estudiar, no queremos tomar acciones fuertes —dijo—. Aquí hay un grupo de compañeros que están alborotando el gallinero. A ellos les digo, o dejan echar vaina o no me temblará la mano para expulsarlos. Ustedes deciden.
Dos docentes presentaron cartas en las que expresaban su intención de ser reubicados en otro plantel, mientras Luisa Gallardo y Carolina Hernández, que se habían convertido en amigas, se abstuvieron de hablar. Las dos eran las más nuevas y preferían mantenerse en silencio.
Sin embargo, tras la reunión, ambas coincidieron en buscar una nueva institución para seguir ejerciendo la docencia.
La decisión ya estaba tomada. Ninguna de las dos seguiría estudiando, ni tampoco haciendo vida dentro de un plantel como ese. Al final del año escolar 2018-2019, buscaron una nueva escuela.
Carolina salió de Delta Amacuro para ubicarse en una escuela en el estado Monagas.
Luisa encontró algo en el mismo centro de Tucupita, muy cerca de su casa. Y allí se siente mejor. Fue como redescubrir la carrera. Luisa se había acostumbrado a ver la docencia como algo que no tenía mucha diferencia con el servicio militar. Se hizo más dócil. Se permite más horas de juego con los niños, paseos dentro de la institución y actividades en los patios, o con juguetes dentro del aula sin estar apegados a horarios.
De esta manera, el desarrollo de los niños va fluyendo de manera más natural. Entiende la dura realidad de muchos: sabe que vienen de familias donde no tienen nada que comer. Para la mayoría, ir al colegio es una suerte de privilegio. Así lo entiende cuando se percata de que alguno deja de ir a las aulas. Y eso le preocupa. No deja de pensar en ello mientras da clases a los que continúan asistiendo.
*Los nombres de los personajes de esta historia han sido cambiados a solicitud de ellos.