El 23 de febrero de 2019 quedó plasmado en nuestra historia. Ese día, un mes después de que el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, asumiera el cargo de presidente encargado de la República, estaba prevista la entrada de la ayuda humanitaria para paliar la grave crisis alimentaria y de salud que azota al país. Todas las intensas emociones que produjo esa larga jornada son narradas por Lizandro Samuel, quien estuvo en el puente internacional Simón Bolívar, en la frontera con Colombia, y relata esta historia.
Fotografía portada: Lizandro Samuel
Son casi las 8:00 de la mañana y en el puente internacional Simón Bolívar, que conecta a Colombia con Venezuela, la luz baña de sudor a los transeúntes. Decenas de personas —casi todas despeinadas o con ropas roídas— tratan de cruzar la frontera.
—Cédula venezolana, por favor —pide un policía nacional.
Cada vez que recibe un documento de identidad, con una cortesía propia de las películas, se aparta para dar el paso.
—¿Sí está abierto? —pregunta una señora.
Él policía desvía la mirada.
—Del lado colombiano está abierto, los que están trancando son del lado de allá. Ustedes son venezolanos, eso lo tienen que resolver ustedes —agrega bajando la voz, como pidiendo disculpas.
La mujer lleva una bolsa en la que sobresale comida y productos de higiene personal. Es obvio que pertenece a esas miles de personas que viven en el estado venezolano de Táchira y cruzan la frontera a diario para comer. En Cúcuta todo es más económico y no hay escasez.
Luego de ese primer control, bajo un toldo que también pertenece a Colombia, unas cuantas mujeres y unos muchachos ven hacia el horizonte. A unos 50 metros, una pared de funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana impide el paso. Decenas de personas tratan de negociar con ellos.
Es el sábado 23 de febrero de 2019. La fecha se abre paso en los libros de historia. Hace un mes, el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, asumió como presidente encargado de la República. Desde entonces, ha tratado de gobernar en un país en el que las fuerzas de seguridad parecen estar al servicio de intereses personales. Se respira una nueva esperanza.
Cuando, hace dos semanas, Guaidó anunció que la ayuda humanitaria internacional entraría sí o sí este 23 de febrero, el mundo puso sus ojos sobre una nación a la que no necesariamente entienden, pero a la que necesitan observar. El régimen de Nicolás Maduro está dispuesto a impedir que ingresen los insumos necesarios para atender a los cientos de miles de venezolanos que mueren de hambre o de enfermedades como el sarampión, y tilda el gesto de limosna e intento de injerencia de otros países.
Hoy es el día en que las medicinas y los alimentos se enfrentan a las armas.
—Acérquense, no tengan miedo, vamos todos para allá —exhorta un muchacho a quienes, por miedo, no llegan hasta la barrera de funcionarios.
Alrededor de 100 personas tratan de dialogar con los policías.
—Chamo, yo soy venezolano. Tú eres venezolano. ¿Hasta cuándo van a seguir órdenes del coño e’su madre ese, que cada día está más gordo? —dice un moreno, muy corpulento y con franela amarilla, refiriéndose a Nicolás Maduro. Los policías no hablan, tratan de no verlo.
—¡Son unos vendidos! —grita alguien.
—¡Ya basta de esta dictadura! —agrega otro.
A unos 50 metros, a espaldas de la barrera de funcionarios, hay un camión cisterna bloqueando el paso. Frente a él, un grupo de personas con franelas rojas canta, baila y entona consignas. Parecen demonios que saltan al ritmo que les dictan otros civiles, pero armados y más robustos.
En una trocha cercana al puente, un par de venezolanos chapotean en un río delgado rumbo a Colombia. Un policía venezolano los persigue, trata de agarrarlos y se resigna a descargar su rabia con un golpe que termina de empujar a uno de ellos al otro lado. Y ya no puede hacer más. El territorio colombiano es sagrado.
—Yo crucé tempranito por una trocha, no había guardias —cuenta un señor ya mayor.
—¿Y eso?
—Para comer.
—¿Y ahora?
—Si no puedo regresar hoy, me quedo a dormir aquí, en las calles.
La ayuda humanitaria no ha llegado. Debe estar aún en los galpones donde permanece resguardada. Desde Cúcuta, la idea es que cruce por el puente Simón Bolívar hasta San Antonio; y por el puente Santander, hasta Ureña. En este segundo puente, se dice por redes sociales, hay desorden: falta información y liderazgo. Eso señalan los medios internacionales que se mueven con cámaras de televisión y smartphones. Los policías los ven con incomodidad. Embutidos dentro de uniformes grises de camuflaje, alzan escudos de plástico y exhiben sus cascos. Rondan los 20 años y no deben recordar a la Venezuela en la que crisis significaba 80 por ciento de inflación anual y no más de 1 millón por ciento, como ahora. Pero también se ven demacrados, con ojeras y ojos enrojecidos, algunos demasiado flacos. Solo a un superior, de boina roja que camina detrás de ellos, se le observa una panza prominente. Se ven tan distintos a los policías colombianos, que saben decir por favor y gracias, que piden disculpas y tratan a la gente de señor y señora. Que exhiben el rostro brillante del que duerme al menos siete horas diarias.
—No gasten más saliva con ellos, que ahorita va a llegar la ayuda humanitaria y necesito que todos nos ayuden a moverla hasta aquí para hacer presión y que ellos nos permitan pasar —dice una mujer de hablar pausado.
Algunos la escuchan, caminan hacia atrás. Pero la ayuda humanitaria aún no ha llegado, ni siquiera está por llegar. Y, aunque ella usa una camiseta blanca propia de algunos voluntarios, se siente la falta de liderazgo, de alguien que tome decisiones y que explique cuál es el plan.
Las horas develarán que no son pocas las cosas que ya están organizadas.
Se habla, y mucho, de que justo en ese tramo donde están parados amaneció un montón de barreras puestas por funcionarios venezolanos. Una tanqueta se abalanzó sobre los obstáculos, generando un efecto dominó que provocó que una de ellas hiriera a una señora. Los funcionarios se bajaron, dijeron que querían entregarse: soltaron sus armas y se acostaron en el piso con las manos en la nuca. El diputado opositor venezolano José Manuel Olivares los recibió.
Quizá esa fue la única forma “segura” que encontraron para ponerse a resguardo de las autoridades colombianas y dejar atrás el miedo.
—No quiero violencia, no quiero violencia. Ellos son nuestros hermanos —dice un hombre, de camiseta roja sin mangas, rodeado de una multitud que ahora le grita a los policías—, y yo sé que cuando llegue el momento ellos nos van a dejar pasar.
Son poco más de las 10:00 de la mañana.
—Pana, yo me vine de Venezuela a matarme trabajando aquí. Mira —saca el teléfono: muestra una foto—, ella es mi hija. Tiene 2 años y quiero verla. Coño, tú sabes que la cosa está muy jodida allá, pero ese es mi país. Yo tengo que venir todas las semanas a ver cómo hago para ganar algo de dinero y dárselo a mi esposa. Yo quiero que mi hija tenga otro futuro. Yo sé que tú me entiendes.
El policía le sostiene la mirada. En lo que nota que una cámara lo está filmando, entierra los ojos en el suelo. Como un niño regañado, los sube cada vez que su interlocutor dice algo que parece hundirse en su corazón. Sus ojos se ablandan, abre un poco la boca. Deja salir un suspiro.
Escenas parecidas comienzan a ocurrir en diferentes puntos de la barrera.
—Anda, es tu oportunidad. Vente para acá, cruza. Si tú cruzas no te va a pasar nada. Aquí te van a recibir y te van a proteger —dice una rubia, delgada, con ojos en los que cabe la esperanza de un país.
—Ven, vamos —insiste otro muchacho, que se permite agarrar el escudo del policía.
Algunos empiezan a dirigirse al comandante Chacón: un hombre alto y musculoso, que parece ser quien dirige esa barrera. Es quien tiene los ojos más cansados, las pupilas más rojas. Como si hubiese pasado la noche llorando. Acaso por eso, alguien se atreve a hablarle. Y él, firme, escucha: responde con gestos, con el semblante comprensivo pero firme.
—¿Ustedes creen que somos dos pelagatos? Somos miles… ahorita vamos a venir y vamos a pasar sí o sí. Déjenos pasar, es su oportunidad. Si no, miren: aquí están grabando y van a ir presos todos.
—¡No, no! —gritan varias personas—. ¡No, no estoy de acuerdo! —da un paso adelante una mujer—. Yo no estoy de acuerdo con ese mensaje. Nosotros queremos perdonarlos. Comprendemos su posición, sabemos que están haciendo su trabajo. Pero, por favor, pónganse del lado de la Constitución. ¿Qué están defendiendo allá?, ¿a un dictador que come mejor que ustedes? ¿A Rusia, a Cuba? Ustedes tienen familias, tienen hijos. ¡Lo que queremos pasar son medicamentos! ¿Acaso quieren que los venezolanos se sigan muriendo por la escasez?
Llegan, entonces, personas de chaleco azul: miembros de la Coalition Aid and Freedom Venezuela. Tienen diferentes nacionalidades, diversos acentos, hablan varios idiomas: comienzan a organizar. La gente sigue sus indicaciones, les creen, los escuchan: hay personal de la Asamblea Nacional entre ellos.
La ayuda humanitaria, se repite varias veces, llegará pronto.
Parece una estrategia. Planificada o no, responde a la evidencia: los policías sienten empatía. Y alguien les da la orden de bajar los escudos.
—¿Vieron? Esos policías tienen ganas de llorar —le comenta un muchacho a otro, luego de que saliera de la primera línea.
Es cierto: los ojos de algunos funcionarios parecen piedras que brillan sobre pequeños charcos. A estas alturas, algunos responden como pueden: asienten, niegan. Bajan los ojos.
—Eso no depende de nosotros, papá —responde uno, cuando le preguntan si va a dejar pasar la ayuda.
—Eso lo sabemos nosotros —murmura otro, a una chica que le habla de los niños que están muriendo.
Los chalecos azules colaboran. David, de acento uruguayo, repite varias veces:
—Yo sé que nos van dejar a pasar. Yo sé que cuando llegue la ayuda, nos van a dejar pasar. Mira, mandaron a puros policías jovencitos aquí, a la primera línea. Los jefes, los que tienen el poder, están bien tranquilos en su casa —algunos se revuelven en sus posiciones—. ¿Y ustedes? Mira esa muchacha —señala a una policía de labios pintados color rojo—. Es demasiado bella para esto —ella se mueve incómoda; David sigue, hasta que nota que saca un rosario y lo besa—. Miren, ya la muchacha se está encomendando a Dios, yo sé que va a hacer lo correcto.
Ella sonríe. El gesto es un faro en el que también brilla la esperanza.
Cuando llegan los miles de voluntarios que preceden a la ayuda humanitaria, una señora tiene monopolizada la atención de los policías. Luego de contar su historia (que es colombiana, pero prosperó en Venezuela y se tuvo que devolver por la crisis), se arrodilla, besa las manos de un funcionario, se aferra al escudo de otro. Más de uno la ve con los ojos con los que se enfrentaría la desdicha de una abuela enferma.
—Miren mis manos, me metieron presa por pararme en medio de la calle con una pancarta: me quemaron todas las manos. Así me fui de Venezuela.
Uno de los policías hace un gesto con la boca que se asemeja a la rotación de la llave de un grifo cuando está por permitir la caída de agua.
Pero atrás de esa barrera humana, cerca del camión, se ondean banderas del Che Guevara y de Cuba. Se ve a civiles que caminan con la confianza del que está armado. El viento transporta el ruido de muchas detonaciones. Las redes sociales dicen que en San Antonio se está reprimiendo: dirán, más adelante, que los colectivos, esos grupos paramilitares que apoyan al régimen, disparaban balas. Quizá por eso ese policía que sube su escudo, como todos tras una nueva orden, ve con una sonrisa mansa a otra mujer que se las arregló para tomarle la mano.
—No, mami, no. Por favor, no.
—Pero ven, no tengas miedo: yo sé que quieres venir.
El hombre trata de soltarse, pero la ternura femenina es un argumento difícil de enfrentar. Ve a su compañero de la izquierda: conversan con miradas masculinas que, seguro, no ignoran el atractivo de la mujer, una traductora de medios europeos.
—Es tu última oportunidad… —susurra ella y susurra otra chica, una voluntaria, a otro policía.
El suelo no tiembla, pero el ambiente late: las pisadas de miles de personas se perciben a la distancia. Son los voluntarios que caminan desde La Parada hasta la barrera de funcionarios venezolanos.
El diputado José Manuel Olivares, exiliado ante las amenazas de ponerlo tras las rejas, camina al frente de la multitud. Las cámaras de televisión lo filman: una muchedumbre lo sigue. Se detiene en el último toldito del lado colombiano del puente, pide un megáfono que alguien le extiende y le ordena a un policía colombiano:
—Hasta aquí. Cierren esto, por favor.
Las personas quedan tras una escueta reja y él camina hasta la barrera humana. Habla por el megáfono:
—Buenos días, funcionarios de la Policía Nacional. Les habla José Manuel Olivares, diputado de la República. Vamos a proceder a ingresar la ayuda humanitaria a Venezuela: son cajas de medicinas. Les pedimos, por favor, que abran el paso. Esto va a entrar sí o sí. Es para todos los venezolanos. Ustedes saben quién soy yo, saben que soy médico y que me están buscando para apresarme. Por favor, los venezolanos necesitan esta ayuda… Puede tomar todas las fotos que quiera, oficial, hace rato que en Venezuela perdimos el miedo—. Lo dice viendo a alguien de la línea de enfrente usar una cámara, aunque solo se ve a un par de colectivos retratando a todos los que quieren pasar.
La gente aplaude, grita. Olivares insiste: «Hay que cruzar sí o sí, el que quiera puede acogerse del lado de Colombia. Los que no, por favor, permitan ingresar una ayuda que es para todos: hasta para sus familiares enfermos si es el caso».
Hace minutos, los funcionarios que ahora se aferran a sus escudos, recibieron bolsas de agua colombiana de parte de los venezolanos que trataban de convencerlos. Las recibieron con la avidez que limpia la culpa del que hace lo que no debe. Solo el comandante Chacón la rechazó varias veces, con una sonrisa:
—Gracias, aquí tenemos. Sí, seguro.
Esos mismos policías ahora se disponen a defender las decisiones de un régimen que los tiene pasando sed. Olivares se da media vuelta, camina hacia el toldito, abre la reja y dice “vamos”. La multitud avanza: son tantos que no se ve dónde termina. Se toman de los brazos y se detienen a 10 metros de la barrera de escudos.
—¡Déjennos pasar, déjennos pasar!
Pero nadie cede: comienza el forcejeo. Son una treintena de policías demacrados contra miles de venezolanos gritando.
No pasan ni 10 segundos cuando cae la primera bomba lacrimógena.
Huida en desbandada. Muchos se tropiezan, caen unos sobre otros. Mujeres se desmayan. Cuerpos blandos tratan de ponerse de pie. La primera línea de choque —de policías versus civiles desarmados— se vacía en segundos.
—No se echen agua, calma: respiren. Eso pasa —repite un chaleco azul, a través de un megáfono y subido a un carro, en el inicio del puente.
Bajo un toldo, Defensa Civil Colombia atiende a varias personas. Los chalecos azules reparten vinagre para contrarrestar el efecto de los gases.
Luego de un minuto, decenas de hombres comienzan a correr hacia la línea de fuego. Llevan piedras en sus manos. Huelen y lucen como personas para las que la calle y el hambre es rutina. No son las “doñas de clase media alta” o los “galanes mayameros” que, según el régimen, se enfrentan a ellos. No. Son, si se quiere, eso que les da por llamar pueblo. Y están dispuestos a batirse en un enfrentamiento desigual, porque sí, son mayoría.
Pero las bombas lacrimógenas y los perdigones hacen más daño.
Al lado del Simón Bolívar se encuentra Migración Colombia, adonde van a parar los medios y las personas que necesitan descansar o recobrar energías. Justo por ese sitio, decenas aprovechan para pararse debajo del puente, a la altura de los funcionarios venezolanos, y tirar piedras hacia arriba. Más atrás, un grupo de descamisados recogen peñones que les pasan a sus compañeros. El cielo se llena de la neblina gris de los gases lacrimógenos, mientras se le abren huecos a las nubes por tantos perdigones.
En eso, en La Parada, aparecen los dos camiones de la ayuda humanitaria. Uno de los chalecos azules, el que guía todo desde una pequeña torre improvisada, dice que es necesario que los camiones avancen. La gente celebra, grita. El chaleco azul dice que todo el que quiera puede subirse al camión, pero que nadie puede tener la cara tapada.
—Aquí estamos orgullosos de mostrar nuestros rostros —recalca.
En la línea de fuego, piedras van y vienen.
—Aquí es donde uno dice: ¿en qué me he metido? —confiesa un fotógrafo español a otro.
Una periodista francesa se queja del ardor en su cara, y un estadounidense no para de toser.
—Señores, les tenemos una noticia positiva —dice el chaleco azul, venezolano, por el parlante—: la ayuda humanitaria ingresó por Brasil. Y ya ingresó por Ureña.
Y entonces, una buena multitud se aproxima hacia un lado del puente.
—¡Se está entregando! —anuncia alguien.
Un miembro del temido cuerpo élite Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) es escoltado, hacia Migración Colombia, por policías cucuteños y algunos chalecos azules.
—¡Venezuela necesita libertad! —alcanza a decir antes de que lo pongan en resguardo.
La gente vitorea.
—¿Por qué no nos ayudan? —pregunta alguien a un policía colombiano.
La verdad es que lo único que no hacen es enfrentarse directamente a los funcionarios vecinos.
—Es que no están atacando para acá. Si eso sucede, ahí tenemos que intervenir. Si nos dan la orden.
Cada vez son más los heridos, los cansados, los desmayados. Cada vez son menos los que se ubican en la línea de fuego. Los funcionarios de la PNB son relevados por guardias nacionales que llegan con un nuevo lote de bombas. Tras los escuderos, otros policías y civiles tiran piedras y disparan perdigones. Incluso lanzan cosas para debajo del puente.
Del otro lado llega, entonces, un camión del Ejército colombiano, con panes y bolsas de agua que empiezan a repartir entre la gente. Se forma una fila dentro de Migración y todo el que puede recarga energías.
Pa-pa-pa-pa.
—Uy, eso es plomo. Eso no son perdigones —lamenta una señora.
Pa-pa-pa-pa.
—No vale —dice un chamo, sin camisa y con el torso lleno de sangre y sudor—, eso es trampa: uno está ahí, echándole bolas con piedras y eso, y estos nos responden con bombas y perdigones. Así no se puede.
Los civiles hacen un contraataque feroz: llueven peñones sobre los represores. Una lluvia poderosa, torrencial. Pero sigue sin ser suficiente.
La ayuda humanitaria no ha podido avanzar. Un chaleco azul anuncia por un parlante que hay un cambio de estrategia: los camiones se irán para tratar de ingresar por Ureña, donde hay quienes los reciban. Mientras tanto, la sociedad civil seguirá tratando de pasar por este puente.
Quejas, molestias: muchos quieren pasar por el Simón Bolívar sí o sí.
—Mi amor, pero es que si incluso cruzan, del otro lado no hay quien los reciba: los vamos a perder —explica un chaleco azul a una chica.
Desde San Antonio del Táchira llegan los ruidos de la represión. Si el régimen ataca así en el puente, ante medios de comunicación de todo el planeta, pensar en lo que está haciendo puertas adentro revuelve el estómago.
Otro funcionario se rebela y cruza hacia Colombia.
Más festejos.
—Epa, epa, ¿qué pasa ahí? —pregunta un chaleco azul a otro, cuando ve uno de los camiones rodar hacia adelante.
Del carro donde están los equipos de sonido, se baja el chofer y comienza gritar, a discutir: que no lo traten así, que lo respeten, que él también está tratando de ayudar. Los chalecos azules median y tratan de calmarlo. Un hombre de un partido político grita, dice que no hay que retroceder, que vamos a seguir resistiendo.
—¿Tú quieres ver las fotos de estos camiones quemados? —le pregunta un chaleco azul a otro.
—¡Nooooooo!
—Entonces, tienen que irse. Aquí está en riesgo.
Veinte minutos después, los que poseen smartphones e Internet bajan las caras hacia las pantallas. Sus ojos se escurren sobre fotos que se viralizan, sobre imágenes que están viendo en todo el planeta: en Ureña, están quemando uno de los camiones de la ayuda humanitaria.
La noticia apaga el ánimo de algunos, enciende la furia de otros: afecta las emociones de todos. ¿Qué tan vil hay que ser para incendiar medicinas? Mientras, los representantes del régimen hacen chistes por televisión, dicen que el intento de agresión que sufrieron fue detenido. Nicolás Maduro, incluso, baila. Sobre la tumba, quizá, de los millones de venezolanos que ha condenado.
Para los policías y guardias, rebelarse no es sencillo. Saben que tras de ellos hay ojos acusadores, saben que el peso de esas pupilas también lo sienten sus familiares. Saben, igualmente, que pelean en beneficio de algo que no los representa.
Son más de las 3:00 de la tarde y un nuevo funcionario logra pasar hacia el lado colombiano. El diputado Olivares va a recibirlo. Pero hay manifestantes molestos, que llevan horas —¿años? — siendo masacrados.
Cuando ven a Olivares —camisa blanca, pantalón limpio y sin huecos— acercarse a recibir al funcionario, alguien se le acerca y le da un golpe.
—¡Maldito! —grita—. ¡Traidor!
La sorpresa de Olivares supera su rostro. Dos mujeres periodistas se ponen entre los agresores y él:
—¿¡Pero qué les pasa!? —aúlla una.
—¡A esos malditos colectivos hay que matarlos!
—¿¡Pero qué colectivos, estás loco!? Él es José Manuel Olivares, diputado de la República.
La mirada del chico es la de alguien confundido.
—Bueno, pero y yo cómo voy a saber que él es diputado.
—¡Así no sepas! ¿¡Tú eres bruto!? ¿¡Cómo vas a atacar así a alguien!?
El torso de la mano de la periodista tiene un leve hilito de sangre.
Un pequeño abasto, ubicado en un área pública de Migración, se atesta de personas que quieren comprar algo que les suba la energía o ver por televisión las transmisiones internacionales.
—No, no ponga CNN. Esos son muy malditos —dice alguien, luego de que un rato atrás la pantalla la llenara un sociólogo argentino que decía, desde Altamira, en Caracas, que no se había movilizado mucha gente a apoyar a la “oposición venezolana” y hablaba de un régimen (al que llamó gobierno) que lucía feliz y triunfante.
—Ese es chavista. ¿Por qué no se viene para acá, a ver esto? —murmuró otro.
Un grupo de los que protestan gritan como gorilas (“¡uh, uh, uh!”), enarbolando la máscara antigás de un policía y un escudo: botines de guerra que salvan sus egos de estallar como lo hace el de muchos voluntarios (no chalecos azules) que lloran.
El enfrentamiento continúa en el medio del puente. No es una guerra: es una masacre. En la primera línea ya no hay chalecos azules, políticos ni nadie con cierto nivel académico. Hay, sí, paramédicos prestos a asistir a centenas de hombres que parecen dormir más en la calle que en camas.
Así hasta que Colombia ordena, por precaución, el cierre fronterizo. Y todo se termina de diluir poco a poco.
En la noche, en Tienditas, cámaras de televisión de todo el mundo —menos de Venezuela— esperan la rueda de prensa de Juan Guaidó; del presidente de Colombia, Iván Duque; y el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro. Afuera, a varios kilómetros de donde será la rueda de prensa, las personas se quejan en una isla, tratan de entender lo qué pasó hoy.
Si el día anterior Guaidó se había mostrado por primera vez ante los medios sin flux, hoy no solo tiene la camisa remangada, sino que está muy sudado, despeinado, como si acabara de salir de una pelea. Pocas veces un presidente se pareció tanto a la mayoría del país.
—¿¡Y es que acaso ellos están contentos de que hoy millones de personas mueran!?
Pero hoy, aunque se supone que solo por Brasil logró entrar y ser resguardada parte de la ayuda humanitaria, se dio un paso más: 60 soldados desertaron y el mundo entero vio en directo de lo que es capaz el régimen. La postal del día es la de funcionarios y grupos paramilitares quemando ayuda humanitaria.
Ese mismo día en el que hasta los policías tenían ganas de llorar.
Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.