Estando muy lejos de casa, recurre a los sabores como un salvoconducto para llegar a las raíces de la identidad. Y claro, para atesorar la memoria. Laura tiene 29 años, es librera, investigadora, editora, profesora y cocinera: va a los fogones a desanudarse la nostalgia. Su historia, narrada por Natasha Rangel, es la ganadora de la 6ta edición del Premio Lo Mejor de Nos.
FOTOGRAFÍAS: JOHAN ROMERO / ÁLBUM FAMILIAR / SEILA MONTES
Cosas que Laura cocina cuando está triste:
Sopa de arroz (plato de clima frío, perfecto para las tormentas espontáneas de CDMX)
Ingredientes:
Mix de verduras picadas (en honor a la modernidad).
Muslos de pollo (se usan para el caldo y después se retiran, aunque a veces Laura los desmenuza si tiene mucha hambre).
Arroz (preparado aparte).
Una lata de petit pois.
Limón (un gusto adquirido en México).
Laura Gabriela se desanuda la nostalgia en la cocina. Tiene las manos potentes como su nona María Auxiliadora. Manos que son puro verbo sobre la mesa de su hogar en Ciudad de México: picar, sacar, seleccionar. Dedos en copa con el meñique ligeramente levantado, como si tuviera pendiente una invitación.
De niña, en su San Cristóbal natal, capital del estado Táchira, esperaba con ansias los fines de semana para acompañar a su madre a la carnicería y seguir con atención el modo en que el carnicero limpiaba y separaba los cortes de res. Otras manos, otro ritmo. En casa de la nona, montada en una silla cerca de los ingredientes del almuerzo, compartía con ella las instrucciones que había aprendido a vuelo de pájaro. Una pequeña chef de 8 años.
Ya no necesita la silla, mide 1 metro 64 centímetros de estatura, lo que le da una buena altura para moverse sin dificultad en el espacio: ese corazón fuera del cuerpo que representan para ella los fogones. Su mesa, sin embargo, no es tan cómoda como la de la nona, a pesar de que el lustro que tiene en esa habitación del barrio de Coyoacán debería haber sido suficiente para consolidar su dinámica culinaria.
Pone las verduras en la sartén, y el sofrito suelta una carcajada de aceite.
A sus 29 años, la vida de Laura es de cocción rápida. Es librera, investigadora de la alimentación, editora y coautora del libro El Carrito, participa en el podcast Pongamos la mesa; dicta en línea la materia sobre metodología de la investigación para los estudiantes de Certificación en Gastronomía de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB); y hace poco se ganó el premio internacional Sabores Migrantes Comunitarios, tras postular la receta de la turmada, un platillo legado por su familia materna a través del cual buscó mostrar “las cocinas invisibles de Los Andes venezolanos”.
Laura sostiene que la comida conecta tres identidades: la identidad nacional, la identidad social y la identidad individual. El vapor del caldo de pollo sube y se le enreda en el cabello negrísimo, corto al ras de los hombros (para cerrar ciclos), el olor le provoca una sonrisa blanda como el mazapán y por las mejillas corre el arrebol veloz del páramo que aún lleva por dentro.
Retira los muslos de pollo y añade el sofrito, el arroz cocido aparte y unas ramitas de cilantro a la sopa. Por último, agrega las petit pois. Deja reposar y piensa: su ejemplo es la arepa. Si se habla de identidad nacional, la arepa es un referente en todo el territorio venezolano, pero es el relleno el que permite ilustrar las variaciones sociales e individuales que proporciona un mismo alimento. Laura vuelve a sonreír: ¿cuántos venezolanos pueden decir que la arepa con salchicha Frankfurt y pepinillos les recuerda la infancia?
Toma un cucharón y se sirve. Come en la misma mesa donde preparó los ingredientes. La mesa donde estudia, lee y trabaja. Sopla. Traga. El sabor la regresa a la casona de la nona, al patio con matas de guineos, jengibre, lechosa y noni. La regresa al mesón de mármol con María Auxiliadora abriendo guanábanas y quitando con cuidado la pulpa de las semillas, mientras en la radio suena el programa de cocina “natural” conducido por el doctor puertorriqueño que tanto disfruta. Sopla. Se imagina que puede oler las salchichas, la cena favorita de su abuelo.
En 1860 la inmigración alemana tenía una fuerte presencia en el sector comercial del Táchira. Eran variados los productos importados por ellos que surtían las tiendas de pueblos y campos aledaños; y su impacto en el negocio del café —por medio del Circuito agroexportador marabino— se había expandido desde el puerto de Maracaibo hacia mediados de 1840. De modo que para Laura y su familia la cotidianidad incluía visitas regulares a establecimientos, en especial de embutidos, pertenecientes a alemanes. En la arepa con salchicha Frankfurt y pepinillos convergían, pues, las tres identidades: la nacional, la social (por la coexistencia con la cultura alemana a través de sus mercancías) y la individual (su abuelo fue quien le transmitió el gusto por ese tipo de relleno).
Sopla. Toma otro bocado.
Poco después de migrar a Ciudad de México en 2018 para estudiar una maestría en lingüística, cocinar platos “típicos” de Venezuela se convirtió en su forma de extender lazos en las reuniones y fiestas a las que era invitada. Fue así como comenzó a explicar las variaciones de cada plato a sus nuevas amistades en un intento de acentuar la diversidad culinaria del país, sobre todo la de Los Andes.
Debe hacerlo despacio, comer. Permitir que el calor le afloje el ánimo y le descongele el pecho. Sacudirse la tristeza es como limpiar callos. Un trabajo arduo y de mucha paciencia. La nona dice que hay que lavarlos bien y rasparlos, porque tienen una parte crespa en la que se acumula mucho la mugre. Una vez que la tripa está blanca, se les echa bastante limón y se meten en agua hervida. Calor y limón. Sopa de arroz. Otro sorbo.
Cuando estaba por terminar el bachillerato, empezó a querer entender por qué le atraían tanto los alimentos y sus procesos de consumo. Era aficionada a los canales de Utilísima y Casa Club, pero lo suyo iba más allá de conocer una receta. Durante el pregrado en letras en la Universidad Central de Venezuela cursó un seminario sobre crónicas en el que desarrolló una ponencia acerca de las tazas de café y té como unidades de significación y diálogo en los trabajos de Elisa Lerner.
Existen múltiples maneras de ocupar el mundo y una de ellas es la cocina, siempre se lo remarca a sus alumnos de la UCAB.
Cocinar es pensar en el intercambio y el vínculo entre el campo y el alimento que finalmente llega a la mesa, reflexionar sobre las diferentes manifestaciones de lo social que pueden caber en un plato. ¿Es frío o caliente? ¿Se cuece bajo tierra? ¿Se fermenta? ¿Cuánto tarda la cosecha de un ingrediente específico? ¿Cómo se busca el sabor y qué puede indicar esa búsqueda acerca del carácter de una comunidad? ¿Cómo se transmite el conocimiento, oral o por escrito?
—¿Cómo vemos la vida a partir del alimento quienes migramos? —pregunta en una nota de voz vía WhatsApp, desde U-Tópicas, la librería feminista en la que labora hace cinco años. Es 19 de mayo de 2023 y son las 10:00 de la mañana en CDMX.
—Cuando te sacan de tu lugar y de tus ingredientes seguros, hay un cambio —agrega Laura Gabriela.
A los amigos mexicanos a quienes inició en la gastronomía venezolana les preparó cosas que no fueran comunes en los menús de los restaurantes: pastel de plátano, bollitos aliñados, pisca. Todo lo salado requería su dosis de dulce, pero los postres fueron otra historia. Ninguno le salía bien. Si trataba de hacer natilla, no cuajaba. Si quería hornear tortas o brownies —cuya venta se le había dado tan bien en los primeros años de licenciatura— la masa no esponjaba o quedaba dura e insípida. Estos experimentos fallidos le ayudaron a comprender que, aunque algunos productos como la maizena o el azúcar mascabado estaban industrializados, no tenían la misma calidad ni generaban la misma consistencia que sus versiones venezolanas. “No hay como nuestra Maizina Americana”. La altura, el ambiente y la temperatura también influían en el horneado. “Tengo que dejarlo ir”, suspira, creando estática en el audio.
No obstante, renunciar a los postres implicaba renunciar al apapacho de su abuela paterna, la otra María Auxiliadora. Su natilla, sus dulces de higo, de mora, de durazno y su quesillo de piña son parte vital de los recuerdos de una Laura adolescente en sus visitas a Caracas.
—Su cocina era pulcra e impecable. Si soy picky con la comida o me gusta la buena comida, es algo que heredé de mi abuela María.
Para un migrante, cocinar es despertar la memoria del cuerpo. Laura no podía perder eso, pero residir en una de las capitales más pobladas de Latinoamérica resultó abrumador. Estaba sola. Extrañaba el campo, extrañaba la conexión con el entorno que se produce al “ejercer” la cocina. Entonces, decidió meterse en el reino de los hongos para su proyecto de maestría en la Universidad Nacional Autónoma de México. “Los hongos me cambiaron mi duelo de migración”. Se ríe y el timbre del teléfono de la librería se cuela en la grabación. Por lo general, cuando alguien le escucha decir que estudia hongos suele asumir que se trata de hongos alucinógenos o que ella es “experta” en el tema. Ni lo uno ni lo otro.
En México existen alrededor de 450 especies de hongos silvestres comestibles (se estima que el país posee al menos 500.000 tipos macro y micro). Y de esos, solo 11 son alucinógenos, explica Laura. “Los macromicetos son los que tienen cuerpo visible, por ejemplo, los cultivados. Y los micromicetos son los que están en fermentos como la kombucha o en bebidas, esos no se pueden ‘ver’ —levaduras, mohos—”. Como investigadora, lo que la enganchó fue la falta de sistematización respecto a un alimento de gran consumición y preponderante en la idiosincrasia mexicana.
Le pareció interesante el contraste con Venezuela, donde no es común tenerlos en la dieta. Las conductas alimentarias, ya lo ha dicho, forjan la identidad. Y los hongos presentan una mezcla fascinante entre procesos de recolección y un nexo íntimo con las poblaciones originarias. De allí surgió la idea de embarcarse en la propuesta del Primer Diccionario Gastronómico de Hongos Mexicanos en el Área Metropolitana, su trabajo de posgrado. Para ello, Laura necesitaba a una verdadera experta en hongos, una micóloga, y Amaranta Ramírez se unió a su equipo para guiarla en la comunión con la cultura mexicana. El enfoque de Laura, por otro lado, se enmarcó en la etnomicología. Es decir, en la focalización de los hongos como núcleo social. Había vuelto al camino que le apasiona y había vuelto al campo, al contacto con ese órgano imaginario que se nutre de las manos y la lumbre. Fue allí que se enamoró realmente de México.
—Los hongos me hicieron sentir el campo y entender que yo también tenía un lugar.
El diccionario tiene por objetivo generar accesibilidad hacia los métodos para cocinar los hongos, además de su clasificación. Todavía no ha sido publicado en papel, pero despertó el interés de un público con el que Laura ha estado en estrecha cercanía como librera. Toma aire. Recuerda que uno de sus sueños era crear una revista sobre literatura y gastronomía. Estaba empeñada en ser editora, no obstante, su tiempo en una librería de nicho le sirvió para adaptarse al sistema editorial de otra forma.
—Entendí la importancia que tenía ser librera para mantenerme en la actualidad de los textos y de las cosas que se están creando en la literatura gastronómica.
U-Tópicas tiene tres ambientes. El principal, en el que está el mostrador cubierto de stickers y marcalibros donde se sienta Laura, recibe luz a raudales de una ventana en forma de campana. En Caracas no aguantaba el calor, en CDMX su sangre andina y el clima han logrado una compatibilidad estable.
—La sensibilidad por la justicia social que tiene el feminismo y que salpica los temas territoriales (mujeres cocineras defendiendo sus tierras, por ejemplo), fueron algo que quise integrar a mi método de investigación. Después empezó a haber una sección sobre ecología y otra sobre América Latina en U-Tópicas. La gente se llevaba libros de esas secciones y, luego de la atención que atrajo el diccionario, me pregunté a dónde iban las personas que querían libros sobre gastronomía y cultura.
Así nació Conuco, una librería especializada en gastronomía ecológica consciente. El proyecto se compone de tres áreas: la librería, con un catálogo sobre biodiversidad y biocultura; y una selección curada de títulos literarios cuya discusión se consolida en el círculo de lectura Café de la Paz. La segunda es la casa de estudio: Conuco como una incubadora de microinvestigaciones que puedan concursar en convocatorias y obtener fondos para ser sustentable. Y la última es gestión y producción de talleres y eventos. La gestión implica, a su vez, el acompañamiento a cocineros y chefs que han publicado recetarios y que requieran apoyo en la distribución y circulación del material.
—Conuco fue el lugar donde yo pude entender que no había perdido el tiempo, que lo que llevo años haciendo tenía su sitio.
En algún punto, se plantea retornar a Venezuela. “Las investigaciones que hago aquí las hago en vista de que allá se puedan hacer cosas parecidas, que podamos seguir ampliando nuestro conocimiento aprovechando la riqueza y la biodiversidad de nuestro país”. La Encuesta de Condiciones de Vida más reciente apunta que los hogares venezolanos sin inseguridad alimentaria pasaron de 11,28 por ciento en 2020 a 21,9 por ciento en 2022.
La mesa, en su silencio de madera, entraña todo, dijo en una ocasión la escritora Lena Yau. Con “todo” se refiere a los traumas, las fobias, los hábitos, el poder, la condición humana. Este hilo conductor tiene un eco en los proyectos de Laura Gabriela. La librería, el diccionario, el podcast, las clases de metodología. Su mayor aspiración es hacer tangible la relevancia de aprehender las raíces de la cocina, el ciclo de un alimento hasta el plato.
—Y que se entienda que solo es posible lograr eso estando con la gente que cocina, yendo a los lugares donde esto ocurre. La manera de consumo es principal y primordial para que haya justicia social y ecológica. La manera en que comemos puede hacer mejor la vida en general —concluye la nota de audio.
El 24 de mayo recibe un mensaje de su mamá: la casa de la nona, que tenía dos años en venta, consiguió comprador. “Esa casa está en el olvido. He sentido como un frío, te lo juro”. El mesón de mármol. El patio. La fachada blanca. El horno sin numeración que operaban casi por instinto. Las manos, siempre las manos, de María Auxiliadora recreando los platillos de la madre y de las hermanas para apaciguar su propia nostalgia. No más. La memoria despojada de su receptáculo.
Ahora quedan las manos de Laura y su cocina en Coyoacán. Enciende la hornilla como quien va a formular un deseo: si su obra es capaz de contagiar a otros, será suficiente.
Esta noche hará sopa de arroz.