El 18 de mayo de 2017 un guardia nacional disparó una lacrimógena a quemarropa contra Óscar Navarrete. Llevado a una clínica sin signos vitales, reaccionó luego del cuarto intento de reanimación. Los médicos auguraron que quedaría en estado vegetativo, pero Carmen, su madre, se negó a ese diagnóstico. Hoy, de su mano, su hijo aprende nuevamente a vivir.
Fotografías: Valeria Pedicini
Carmen se ha despertado toda la vida junto con los destellos del amanecer. Siempre ha pensado que las 5:00 o 6:00 son horas buenas para estirarse y arrancarse las sábanas. Esa mañana no fue la excepción. Quisiera o no, los rayos de luz acuchillaban sus párpados. El sol, su despertador, se filtraba por las ventanas sin cortinas de la habitación del hospital. Entre su hija mayor, la enfermera y ella se turnaban para ocupar la segunda cama del cuarto o la colchoneta del piso. Ya no sabía qué era dormir por más de cuatro horas.
En la cama principal del dormitorio, Óscar, su otro hijo, había pasado semanas mirando a todos lados y a ningún sitio a la vez. Siempre con la intención perdida, oculta en algún lugar de su inconsciente. Podía estar varios minutos con la vista fija en un mismo sitio, casi sin pestañear, al parecer muy pendiente de algo ajeno a los demás; quizá una grieta del techo. O quizá recordaba las escenas del 18 de mayo de 2017, las que lo trajeron hasta esa cama. Tampoco se movía, no reaccionaba a los estímulos.
Madre e hijo habían acordado usar la única forma de comunicación que les quedaba, aprendida gracias a las horas que reunieron viendo películas: pestañear. Cerrar los ojos por varios segundos era un sí. Abrirlos con exageración, de forma casi desorbitada, significaba un no. Así llevaban 40 días desde que al muchacho lo habían condenado al estado vegetal. Ese fue el diagnóstico. Por él, decían, no había nada más que hacer.
Su madre igual le hablaba. No dejaba de intentar tener una conversación, que terminaba en monólogo.
—Dios te bendiga, hijo. ¿Cómo amaneciste hoy?—. Carmen no tenía respuesta de vuelta, pero eso no la detenía de repetirlo al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente, otra vez.
Era julio o agosto de 2017, Carmen no recuerda con exactitud. Ya no se fijaba en el calendario. Había descansado poco porque las noches las pasaba más despierta que dormida, pendiente de atender a su hijo. Así que a las 5:00 de la mañana ya se estaba bañando y montando el desayuno sobre la pequeña cocina eléctrica que conectaban al interruptor del baño. A las 9:00 tocaba la ducha en cama de Óscar y, como todos los días, lo hicieron entre las tres. Moverlo con cuidado, desvestirlo, asearlo, volverlo a vestir.
Carmen estaba a su lado, acomodándole la ropa limpia en el cuerpo.
Y Óscar la vio.
No de forma exagerada, no como hacían en las películas, no como un reflejo de sus párpados. La vio con intención, la buscó con la mirada. La vio directamente a ella.
Aunque fue como un relámpago, tan solo unos instantes, Carmen se estremeció.
—¡Óscar me vio! ¡Óscar me está viendo! —les dijo a su hija y a la enfermera.
Ninguna de las dos le creyó.
—Yo sé que tú me escuchas, hijo —le dijo ahora a Óscar.
Sintió correr agua por su rostro. Lloró. Sonrió. La alegría la desbordó. Se inclinó sobre el cuerpo de su hijo y lo apretó levemente contra el suyo. Sintió, de manera auténtica después de varias semanas, aquello que se había obligado a tener: esperanza. Sí, era la primera vez que se miraban. Sí, su hijo había vuelto a nacer.
Pero nacer apenas es el comienzo del camino.
El primer nacimiento de Óscar Navarrete, el momento en que emergió a la vida, fue en el año 2000. Es el hermano del medio: es más pequeño que Génesis por tres años y le lleva a Leonardo tan solo uno.
El destino lo desafió muy pronto y en distintas oportunidades. La primera vez ocurrió cuando apenas tenía cinco meses en el vientre de su madre. Una madrugada de diciembre el cielo lloró desconsoladamente, la tierra rugió y las montañas se deslizaron sobre las casas del estado Vargas. En Caraballeda, Carmen y su bebé, aún sin nombre, salieron ilesos.
Destino 0, Óscar 1.
A los siete meses en la barriga, un quiste le estrangularía un ovario a su madre. Era una operación de alto riesgo. Si se complicaba, le dijeron a Carmen, sacarían al bebé. Entró al quirófano con temor. Pero después de todo, la preocupación no fue necesaria.
Destino 0, Óscar 2.
El calendario ya marcaba los ocho meses de una feliz gestación cuando a Carmen le dio una peritonitis, una infección que tachaban de mortal. Una vez más, todo salió bien. Destino 0, Óscar 3. Y agregó un punto más al marcador cuando a los nueve meses, como estaba previsto, una incisión en la pared abdominal y uterina trajo al niño a la vida.
Destino 0, Óscar 4.
Pero el 18 de mayo de 2017, el destino lo buscó para la revancha.
Las protestas contra Nicolás Maduro llevaban 48 días ininterrumpidos. Jornadas de marchas, trancazos, paros y represión. Mucha represión. Las actividades callejeras comenzaron en abril y se extendieron por cuatro meses, a lo largo y ancho del territorio. El Observatorio Venezolano de Conflictividad Social contabilizó 6.729 manifestaciones durante ese tiempo. Los venezolanos exigían día a día la salida del mandatario, mientras los cuerpos de seguridad del Estado dispersaban y reprimían las protestas con bombas lacrimógenas, perdigones, balas y equipos antimotines. Municiones disparadas a corta distancia, dirigidas a puntos vulnerables del cuerpo de los manifestantes.
La brutalidad de los actos dejó secuelas. Al menos 124 personas murieron, según cifras del Ministerio Público, aunque el Foro Penal indicó que los fallecidos fueron 136. La misma organización no gubernamental señaló, en un informe publicado en agosto de 2017, que en el contexto de protestas de ese año se consumaron 5.341 arrestos arbitrarios y hubo al menos 4.000 heridos. La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos señaló a las autoridades del gobierno de Nicolás Maduro de haber cometido múltiples violaciones de los derechos humanos, además de constatar el uso excesivo de la fuerza de funcionarios durante las manifestaciones.
Desde el inicio Óscar atendía el llamado y salía a manifestar. A veces con la familia, a veces con compañeros del colegio, a veces solo. La concentración de ese día, irónicamente, era contra la represión de los cuerpos de seguridad del Estado. Y él la vivió de cerca, muy de cerca.
Su madre estaba en Puerto La Cruz, a 325 kilómetros de distancia. Ahí vivía con sus hijos, menos con Óscar. Lo había mandado con sus abuelos, en Guarenas, para que estuviera más cerca de Caracas, estudiara el 5to año de bachillerato y para que consiguiera más oportunidades.
Facebook lanzó una notificación.
—Mira, ¿tú conoces a este muchacho que tienes agregado en tu Facebook?
—Sí, ese es mi hijo.
—Están buscando a sus familiares, está herido.
La mente se le nubló. ¿Su hijo? ¿Óscar, herido? No podía ser. No sabía qué estaba pasando. ¿De verdad estaba herido? ¿Y si no le querían decir la verdad? Nadie le daba una información certera.
Pensó de todo: torturas, detenciones, muertes. Las imágenes en las redes sociales de jóvenes heridos se repetían en su cabeza a toda velocidad. Si hubiera podido, habría chasqueado los dedos y cruzado la distancia de un salto. Pero le tocaba enfrentarse al transporte público y ese día no consiguió pasaje para llegar a Caracas en autobús. Tendría que ser la mañana siguiente, a las 9:00 o 10:00 de la mañana, no había salida temprano. Eso o nada. Le tocaba esperar. Esa noche no pudo cerrar los ojos.
Óscar no recuerda muchas cosas, tiene un año y medio perdidos en su memoria. Cada 10 minutos olvida algo. Si ve a alguien hoy, mañana no se acuerda. A la hora del almuerzo no le es posible acordarse qué comió en el desayuno. No sabe que se mudó a Caracas, ni que estaba a punto de graduarse. Su memoria se quedó en Anzoátegui, su memoria se quedó en 4to año de bachillerato. Un edema cerebral le tiene secuestrados los recuerdos. Años de vida se le borraron de una sola sacudida. De un solo golpe.
Óscar estaba en Altamira, al este de Caracas, como en otras tantas jornadas de protesta. Ese día el guion también se cumplió: marcha, luego represión. Andaba con unos amigos y ya se estaban regresando de la manifestación, cuando los interceptaron en una calle. Un funcionario de la Guardia Nacional Bolivariana levantó el arma, apuntó a Óscar y disparó, a menos de 10 metros de distancia. Disparo a quemarropa, disparo a matar. La bomba lacrimógena golpeó el lado izquierdo de su pecho. El joven quedó en shock. Cayó al suelo.
El impacto le produjo una parada cardiorrespiratoria. En palabras menos complicadas, perdió los signos vitales. Su corazón se detuvo y sus pulmones colapsaron. Óscar murió.
¿Alguien llevaba la cuenta? El marcador arrancó de nuevo. Destino 1, Óscar 0.
Los manifestantes que estaban en el sitio lo recogieron y lo montaron en una motocicleta. Tenía el rostro pálido y la boca ligeramente abierta. Una persona se sentó detrás de él y trataba de mantenerlo erguido. Si no, el peso de su cuerpo lo jalaba hacia los lados. Así llegaron a la Clínica La Floresta.
Tres reanimaciones no fueron suficientes para devolverle el aliento, el número de veces que los médicos dicen tener como referencia para traer a la vida a los moribundos. Con él insistieron. Un… Dos… Tres. La cuarta vez reaccionó. Estuvo sin signos vitales por 40 minutos.
No era Destino 1, Óscar 0. Había empate. Carmen estaba sola en la habitación de terapia intensiva unos días después cuando el médico le dio la noticia.
—Tú sabes que tu hijo va a quedar en estado vegetativo —le dijo con naturalidad.
Ella no dijo nada. Pero pensó que el doctor le daba la noticia como si se tratara de alguien vendiendo leche en la esquina. Esas frases, las que te cambian la vida, no son fáciles de asimilar.
El anuncio no la dejó dormir por días, tampoco paraba de llorar. No sabía cómo contarle al resto de la familia, a sus papás, al resto de sus hijos. Se negaba al diagnóstico.
—Sí se va a despertar—. Era su mantra. Una y otra vez, en secreto. Cuando estaba optimista. Sobre todo, cuando estaba agobiada. Cuando el pie de Óscar se movía, para Carmen eran señales, mientras para los médicos eran simples movimientos involuntarios.
Óscar estuvo 15 días en terapia intensiva. Dos días después de que lo movieran de habitación, tuvo un segundo paro cardíaco. Su corazón se detuvo, otra vez. 25 minutos sin signos vitales, de nuevo. Los doctores sugirieron desconectarlo. Carmen no quiso, la sugerencia estaba fuera de lugar. Y esa terquedad le salvó la vida al muchacho. Para ella, una creyente, si Dios le daba otra oportunidad de vivir a su hijo, era por alguna razón. Carmen no había nacido con la idea de tener que soportar tragedias. Pero ahí estaba, aceptando la vida que, sin que nadie le consultara, le había tocado vivir.
Sí, el 12 de julio Óscar Navarrete volvió a nacer. Y después de nacer, le tocó crecer.
Carmen no se separa de su hijo. Por él dejó su casa en Puerto La Cruz y se mudó a una habitación en un hospital de Caracas por varios meses. A veces dormía en una cama pequeña y otras en la colchoneta del piso. Otras tantas ni siquiera conciliaba el sueño. Pero, de la noche a la mañana recibieron una llamada del director de ese centro de salud que los había acogido por más de un año. Recoger sus pertenencias y salir del sitio fue la orden, sin más explicaciones. Desde entonces son nómadas, viviendo entre su hogar en Puerto La Cruz y Guarenas, arrimados en una casa pequeña con otros familiares. Claro, siempre que los recursos les alcancen para cubrir los gastos de moverse de un lado a otro. La capital quedó para las ocasionales consultas médicas. Las rehabilitaciones diarias se acabaron. Ahora están por su cuenta.
Carmen también dejó su trabajo de suplente de maestra para dedicarse a los cuidados de Óscar. Las prioridades cambiaron con el tiempo. Ahora tiene a alguien más a quien enseñar.
Óscar está aprendiendo a caminar. Da pasos cortos, nerviosos, frágiles. Como un robot con las pilas a punto de extinguirse. Sujeta con fuerza la mano de su madre para mantener el equilibrio. Tiene miedo de caer.
Óscar está aprendiendo a hablar. Empezó con gemidos desesperados, tratando de soltar frases a través del traqueostomo. No podía, se tuvo que llenar de paciencia. Y su madre también. Con el tiempo ha logrado emitir más palabras, cortas y casi imperceptibles por el tenue volumen de su voz. Suelta un delicado “bien” cuando se le pregunta cómo está. ¿La primera palabra? No recuerdan. Su mamá espera que haya sido esa: mamá.
Óscar está aprendiendo a escribir. Apenas puede agarrar el lápiz, sus manos no recuerdan cómo solía sostenerlo entre sus dedos. Lo que hace son círculos o intentos de ellos. Carmen lo intenta con él. No ha podido encontrar a los especialistas que lo ayuden. Poco a poco, con lentitud, escribe desiguales las cinco letras de su nombre para no olvidar quién es.
Óscar está aprendiendo a comer. El gastrostomo fue su primer ayudante. Luego vino el turno de Carmen, cucharita a cucharita. Ahora le toca a él agarrar el cubierto y poco a poco llevárselo a la boca. Su dieta es estricta, comida siete veces al día. Vitaminas, proteínas, calcio. Los 20 kilos que perdió lo dejaron débil y con la piel pegada a los huesos. Carmen vendió su nevera y su cocina para aumentar los ceros de su cuenta bancaria. No pudo. Su pareja vendió la camioneta de pasajeros con la que trabajaba para tener más dinero. No fue suficiente. Ni para la comida, ni para las medicinas que necesita, que se cotizan en dólares. Óscar come lo que puede. Mejora como puede.
Óscar está aprendiendo a vivir.
El último día de las madres que pasó junto a Carmen no tenía nada que darle. Y él prometió darle algo que solo él podía obtener.
—Yo te voy a regalar mi título apenas me lo den.
—Yo sé, papi. Tranquilo.
El plan está suspendido. Así como las terapias que lo ayudaban a mejorar. Su madre teme que, en vez de avanzar, retroceda en su recuperación. Pero ella no se rinde. Su hijo tampoco. Óscar lleva la ventaja y sigue en el juego. Y ganas de jugar no le faltan.
Destino 1, Óscar 2.
Historia elaborada en el XII Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2018.
Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.