La llama que se enciende cada cuatro años para inaugurar los Juegos Olímpicos evoca el mito de Prometeo, personaje que, según la mitología, le robó el fuego a Zeus para dárselo a los mortales. Tiene sentido que esa antorcha sea uno de los símbolos de las Olimpiadas. Quienes compiten ahí desean un poco de ese fuego de los dioses: la victoria, el reconocimiento, la gloria, el elogio. Agitan las banderas de sus países. Tienen el arrojo de medirse con otros, a la vista de todos, para que quede claro quién es mejor o, al menos, para demostrar(se) de qué son capaces.
Durante un mes, con ellos poniéndose a prueba, acudimos a un espectáculo que al mismo tiempo nos permite ver cómo aflora la condición humana en todo su esplendor. Con sus luces y sombras; con sus zonas grises. Miedo. Ansiedad. Frustración. Incertidumbre. Disciplina. Persistencia. Solidaridad. Empatía. Fortaleza. Resiliencia… Se cuela hacia el exterior algo —o mucho— del mundo interior de quienes están bajo el reflector del mundo.
Y nos conmovemos con ellos porque —con sus motivaciones, con sus sueños, con sus limitaciones— nos recuerdan a nosotros mismos. Conocemos fragmentos de sus pasados, partes del trayecto que los llevó hasta ahí. Y celebramos, o no, que logran llegar al olimpo que es un podio.
Luego, irremediablemente, la llama se apaga.
Los espectadores regresamos a las rutinas de siempre.
¿Qué pasa entonces con los dioses? ¿Qué significaron aquellos días? ¿Qué sintieron mientras estaba ahí? ¿Qué historias quedan? En La Vida de Nos nos hicimos esas preguntas apenas acabaron los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 (que, en realidad, no fueron en 2020 sino en 2021 porque la pandemia de covid-19 los retrasó, lo cual le agregó suspenso y drama al encuentro). Fueron el punto de partida para esta serie de 5 relatos. Son historias reposadas, alejadas de la histeria, llenas de las voces –y las vivencias– de mortales siendo mortales.
Seres humanos, como todos, atravesando su propio viaje del héroe.
